7 Compañeras Mortales. George SaoulidisЧитать онлайн книгу.
a un mendigo acercarse al hombre grande mientras pasaba, agitando su vaso de corcho para que las monedas sonaran. El hombre grande abofeteó al mendigo y le quitó el cambio.
Qué. Puto. Imbécil.
El hombre grande se fijó en ella y le dijo:
―¿Qué quieres, enana? ―Se mofó y se fue, sin darle más importancia.
Las uñas de Ira estaban prácticamente clavadas en sus palmas. Corrió hacia delante y atacó al hombre grande por la espalda. No tenía que pelear limpiamente. Después de todo, él pesaba el doble que ella.
El hombre grande gimió al caer con fuerza sobre el pavimento. Ira se subió encima de él y le clavó el tacón en la barriga. Gritó de dolor mientras ella lo pisoteaba con todo su peso. Luchó contra ella, arañándola. Ella pisoteó su rodilla. Él le dio un puñetazo en la cara, haciéndole sangrar la nariz.
El mendigo gritó y huyó.
Ira se enfureció y atizó al hombre grande. Sus puños golpeaban la carne, sus nudillos sangraban y se abrían, su cara solo mostraba ira.
Ella dijo cada palabra con un puñetazo en la cara:
―Enana. No. Es. El. Termino. Políticamente. ¡Correcto!
Continuó hasta que él dejó de moverse.
Capítulo 8: Evie
―Espera, ¿entonces fuiste a comprarle limonada? ―preguntó Evie, hablando por teléfono. Estaba tumbada de espaldas, con el pelo cayendo sobre el borde de la cama. Le gustaba estar en esa posición, con los pies en la pared fría.
―Sí, estoy en el periptero de la esquina ―dijo Horace, suspirando al teléfono. Hablaba de los quioscos que tenían casi de todo bajo el sol, esas pequeñas tiendas ubicadas en cada esquina griega.
Evie sabía de cuál hablaba. A veces iba con él a su casa, Kifisia era una gran zona residencial con muchos pinos y flores. Veían películas o jugaban a juegos de mesa, y el periptero era un destino recurrente para reabastecerse de comestibles y refrescos. Pensando en refrescos, ella se pellizcó la barriga. Era mucho más fácil de pellizcar de lo que le gustaría. Tenía que hacer más ejercicio.
Pero no quería.
Ella resopló, cubriéndose los ojos con su brazo libre.
―Horace, ha irrumpido en tu casa.
―Lo sé. Pero esto, hum… Es raro, pero no me siento amenazado. Todo esto de la aplicación y los tokens…
―Dijiste que la otra mujer mencionó explícitamente la palabra «peligro». ―Por la diosa, a veces era tan testarudo.
―Está durmiendo ahora mismo, con ronquido suave y todo. Pero bueno, ya veremos. Podría ser adicta o algo así, por la forma en que se mueve… La echaré mañana.
Evie sintió una punzada de celos. Era irracional, lo sabía. Horace no era su novio. No eran nada. Ella nunca admitió que había aceptado ese horrible trabajo temporal solo para estar cerca de él unas horas más al día.
Ese friki estúpido no era suyo. Pero escuchar que otra mujer pasaría la noche dormitando en su sofá la había picado un poco. Era algo entre ellos, su sofá. No habían hecho nada más que pasar el rato y reírse y tal, pero era algo entre ellos dos.
No de aquella extraña mujer que había irrumpido en su casa.
¿Era tan mala señal como parecía?
―Pero, de momento, vas a traerle limonada.
Horace inhaló profundamente.
―Claro, ¿por qué no?
Oh, pobre estúpido.
Evie se imaginó a esa puta encima de Horace. «Tráeme un poco de limonada», le atribuyó voz chillona. «Tráeme helado, hace calor». «Ah, me voy a quitar esto, espero que no te importe».
Se estremeció y apartó las imágenes de su mente.
¿Qué era todo esto de repente? ¿Celosa? ¿Ella? Nunca se había sentido tan celosa hasta entonces. Tal vez era porque tenía treinta años y todas sus amigas se habían casado y tenían su carrera encaminada. Ella había eliminado cuidadosamente a un montón de gente de su página de Agora. No quería recibir el aluvión constante de fotos de bodas y bebés.
Era demasiado.
Conocía a Horace desde el instituto. Habían sido amigos a temporadas durante todo ese tiempo, pero últimamente se habían dado cuenta de que les gustaba pasar el tiempo juntos. Él era bastante friki de los juegos de fantasía y las heroínas animadas prácticamente desnudas y videojuegos de lo mismo, pero con gráficos poligonales.
Al principio pensaba que era ridículo, pero tras superar la repulsión inicial se dio cuenta de que le divertían mucho esos juegos. Le encantaba ser una bruja malvada que podía controlar el fuego y quemar a sus enemigos, con las tetas moviéndose según la física cuidadosamente implantada. Le encantaba abrirse paso a hachazos entre sus adversarios como una troll hembra, inmune al daño físico, sin importar cortes ni rasguños, matándolos con su gran espada mágica.
Le encantaba escapar de su miserable vida.
Claro, toda aquella comunidad era un puñado de raritos. Frikis, gafotas, la mayoría de ellos definitivamente vírgenes.
Horace no era virgen, ella lo sabía. De hecho, ella conocía todas sus conquistas pasadas, incluso aquella aventura de verano de la que no le habló a nadie con una maestra mayor en Creta.
No, Horace era… ¿Cómo lo describiría?
No estaba en forma, desde luego. No hacía mucho ejercicio, pero tenía un cuerpo normal. Un ligero retroceso en la línea de su pelo castaño. A ella no le importaba, a juzgar por su padre, la edad le sentaría bien.
A Evie le gustaban mucho sus manos. Suaves, triangulares, artísticas. Podía hacer muchas cosas con esas manos. Podía pintar, ensamblar maquetas de carros y tanques de ciencia ficción, trabajar en la computadora.
Él era una cabeza más alto que ella, teniendo en cuenta que ella era bajita. Le gustaba pisarle los dedos de los pies para darle un abrazo de buenas noches.
Evie se dio cuenta de que estaba sonriendo como una idiota.
Horace le seguía hablando pero no ella no se enteraba de nada.
―Bueno, vemos para el fin de semana, ¿no?
―Hum… claro. Escríbeme ―contestó ella.
―De acuerdo ―dijo, y colgó.
Evie sintió que se sonrojaba, tuvo más calor incluso que antes. El teléfono también se sobrecalentaba, haciendo que un lado de su cara sudara.
Sí, eso era todo. Ella chistó.
Era el teléfono, que daba calor. Nada más que eso. Puso los pies en la pared fría.
Capítulo 9: Horace
Horace volvió a su casa. Se asomó a la sala de estar para comprobar de nuevo que no eran imaginaciones suyas. No, ahí seguía Desidia, roncando suavemente, con la manta hasta la cintura y la tele todavía puesta.
¿Qué iba a hacer con ella? Realmente no creía lo que aquellas mujeres decían, pero tampoco era capaz de echarla. ¿Quería instalarse?
A Horace no le importaría, tenía espacio de sobra y necesitaba el dinero. Pero, ¿podría ella permitirse… algo?
Desidia era la apoteosis del típico amigo parásito de la universidad, ese que se fumaba tus cigarrillos, dormía en tu sofá y se comía tus sobras de pizza.
El típico que se adhería como una sanguijuela a tu vida hasta que las cosas se volvían demasiado serias para ignorarlas y había que arrancarlo de raíz.
Puso