El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín. Guido PagliarinoЧитать онлайн книгу.
del trabajo: ¿Ha encontrado ya otro?
—Sí, en una panadería aquí cerca, el mismo día que me despedí.
—Un momento: ¿no le despidieron?
—Sí y no: solo amenacé con irme y él me respondió: «Haga lo que le parezca: aunque, visto que lo desea, váyase. De todos modos, no está a la altura».
—Yo esto lo entiendo como un despido.
—Yo no: me fui muy aliviada.
Vittorio aumentó su curiosidad:
—¿Por qué? ¿Qué pasó en concreto?
—¡Un hombre imposible, comisario! Un reproche tras otro. La última vez se inventó que estaba distraída durante la venta de una mesa y que por eso el cliente no la había comprado. Imagínese: ¡un mueble horrendo!
—Así que el jefe no estaba contento con usted, ¿no?
—No lo estaba con nadie. Culpa de su… lisiadura. ¿Sabe que..?
—… algo sé. ¿Usted qué sabe en concreto?
—Un día, poco después de que me contratara, vino a visitarlo una monja del cercano Instituto de la Caridad Cristiana, sor Marisa, me parece, una anciana que lo había criado de niño ahí dentro. Sabe que allí hay incluso personas monstruosas, ¿no?
—Sí, son monjas santas.
—No lo dudo. Pero también un poco cotillas: como el jefe estaba fuera, pero iba a volver enseguida, ella lo esperó y, entretanto, dejo caer, completamente sonriente, información sobre él.
—¿Que era…?
—Parece que su monstruosidad viene de la unión de dos hermanos, dos gemelos siameses. La monja dice del otro nacieron, de un modo indivisible de su cuerpo, solo un brazo y un pedazo de cerebro, pero concretó que ese pedazo no era un cerebro individual, por lo que era uno solo, no dos.
En ese momento, sin contenerse y considerando la inhibición de la persona que tenía delante, Vittorio le preguntó:
—Y además tenía dos penes, ¿verdad?
—¡Bueno! La hermana no dijo nada de eso.
—¡Usted mismo se lo dijo a sus colegas! ¿Se los enseñó el jefe?
—… ¡Pero comisario! —explotó de risa la mujer, irrefrenablemente, cubriéndose los ojos con falso pudor.
—Digo la verdad: repito lo que afirman sus compañeros.
Se puso seria:
—No, mire: son solo unos idiotas. Lo dije como una ocurrencia: nunca me mostró nada. ¡Solo tiene que comprobarlo!
—¿Así que fue algo inventado?
—S… sí, pero en broma.
—Dígame: ¿le hizo propuestas obscenas?
—¡No! Le habría dado una bofetada…
—Entiendo: así que se trataba solo de diferencias laborales, no de otra cosa.
—Sí, pero repito que estaba muy contenta de irme.
Entonces, cuando Giulia miraba por enésima vez la entrada, el comisario hizo la pregunta que consideraba realmente importante:
—¿Conoce a un hombre de unos cincuenta años, calvo, grueso, alto, con una cicatriz en la frente, cargado de espaldas y con aspecto de boxeador?
—¿Por qué? —se alarmó.
—Porque quiero saberlo y me tienes que responder.
Al oír que la tuteaba, bajó los ojos y dijo:
—No le conozco —respondió—, no me relaciono con nadie. Mi familia es veneciana y está toda en la región.
«¡Que no se relaciona con nadie!», pensó Vittorio. Luego, inmediatamente, se despidió y se fue.
En ese momento llegó el ascensor al rellano. Vio salir a un anciano que, al verlo a su vez, se quedó parado, mientras Vittorio bajaba a pie: con el rabillo del ojo siguió al viejo, sin duda el cliente al que Giulia esperaba, entrando apresuradamente en el piso.
Ahora se trataba de seguir la pista de clientes y proveedores del agredido. No bastaba con sus nombres: era indispensable saber su situación contable con la empresa de Benvenuto. Lo esencial era descubrir si algo de ellos estaba comercialmente con problemas con Tarsicio hasta el punto de tener motivos de venganza.
A la mañana siguiente, el comisario me envió a la tienda a llevarme los libros de cuentas. No era un procedimiento estrictamente legal y habría necesitado un mandato del juez, pero esperábamos que los empleados no lo supieran.
Mariangela, en cuanto entré, me preguntó la salud del propietario. Alfonso había tapado la voz de esta con la suya:
—Sí, porque aquí no sabemos bien qué hacer: no tenemos instrucciones ni mucho menos poderes en el banco. Yo tengo la copia de las llaves: si no, ayer ni siquiera habríamos podido cerrar, ni abrir después.
El comisario me impuso decir a todos, sin excepciones, que el pronóstico era muy grave y, además, que el herido estaba en coma y que, aunque no había muerto, no había recuperado la consciencia: aunque la posibilidad era remota, el comisario quería evitar que el atacante tratara de matar a Tarsicio en el hospital para eliminarle como testigo. En todo caso, mi superior había colocado un guardia delante de la habitación del pobre hombre.
Respondí como me habían ordenado.
Ante la noticia, Mariangela escondió el rostro entre las manos.
Dije a Alfonso:
—Con respecto a vuestro trabajo, os aconsejo continuar por el momento como habéis hecho siempre. En cuanto a los ingresos, los podéis hacer tranquilamente, porque en los bancos los aceptan de todos modos, basta con una rúbrica en el resguardo de ingreso.10 Para sacar dinero, evidentemente no. Anotad bien en una libreta todos los movimientos de dinero, para rendir cuentas después a los herederos del titular, si es que muere, o al administrador que nombre el Tribunal, si sigue vivo, en este caso lamentablemente como un vegetal.
—… ¿Y las pagas de pasado mañana?
—Pedid a vuestro sindicato que consiga la autorización del juez para retirarlas.
Esa tarde Vittorio y yo examinamos las cuentas. Todas estaban cuadradas o, en las contrataciones a plazos, con créditos y débitos venciendo regularmente, excepto un caso. Era en relación con un cliente del sector al por mayor, dueño de un negocio cercano de antigüedades, que tenía en las cuentas una larga lista de incumplimientos y, al final, dos notaciones, escritas en rojo, una sobre la otra. La primera: «Le he amenazado con la quiebra». La siguiente: «20 de mayo de 1959. He telefoneado al delincuente que, o paga al final del mes, o de inmediato presento una denuncia de quiebra: ¡le mando a la cárcel por compra fraudulenta!»
Evidentemente, Tarsicio no era precisamente un santo: cuando menos, era iracundo, dado que había anotado sus propósitos en libros, sin duda para desfogarse.
–¡Tal vez lo tengamos! —exclamó el comisario—: Ran, tomemos nuestro auto con dos hombres y vayamos a ver a este quebrado.
Era un hombre unos cincuenta años, con una mujer de una edad similar y una hija soltera veinteañera, socia de su empresa.
Solo eran las seis de la tarde, pero encontramos el negocio con el cierre bajado. Como los dueños vivían en el piso superior, Vittorio y yo subimos dejando a nuestros hombres, uno junto al automóvil y el otro delante del portal. Fue su hija, una joven insignificante y pecosa, con el pelo desaliñado de color rojo zanahoria, la que abrió la puerta con una fea mueca en la cara después de que nos identificamos:
—¿Para qué