¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'Читать онлайн книгу.
un televisor a disposición de sus clientes, sobre todo, durante los meses fríos del invierno o en las noches lluviosas. Pero el olor de los vapores del alcohol me subía rápidamente a la cabeza, me hacía recordar a mi padre y me obligaba a escapar como un recluso que busca el camino hacia la libertad.
En casa tenía una radio vieja que cada tanto encendía, cuando me daban ganas de escuchar una voz que fuera lo suficientemente distante como para no exigirme una respuesta, una interacción. La había encontrado en un puesto de usados, a la venta por unos pocos dólares. Estaba rota, pero el vendedor me había asegurado que sería fácil de reparar. La compré, a pesar de no estar completamente convencida de haber hecho un buen trato, y un amigo se ofreció a reparármela gratis. Se llamaba Ryan. Ese joven fue el único hombre capaz de regalarme un poco de amistad sana e incondicional, esa que necesitaba con vehemencia, esa que no había tenido jamás la suerte de probar en toda mi vida.
También con él me mostraba cerrada en muchos aspectos, pero mientras otras personas, frente a ello, sentían la obligación de hurgar en mis debilidades, él las respetaba. Ryan jamás me preguntó acerca de mi pasado, jamás juzgó mis acciones o las pocas elecciones que había hecho desde que vivía como una mujer libre. Comprendía el momento en que yo tenía ganas de conversar porque me desahogaba como un río en crecida en el que él se dejaba arrastrar. Y aceptaba mi fragilidad, manifestada a través de silencios, cuando prefería quedarme sola para contemplar una hoja de ensalada colocada sobre la mesa de la cocina. Cuando veía llegar uno de estos momentos, tan frecuentes en mí, él me saludaba con un gesto militar y se alejaba marchando, sin hablar, cerrando dulcemente la puerta tras de sí. Me hacía reír, me hacía sentir bien. Como nunca había reído antes y como nunca me había sentido tan bien en mi vida.
Sentía algo por él, un sentimiento extraño que no lograba reconocer ni darle nombre. Cuando un día estuvimos uno frente al otro, a punto de besarnos, lo alejé con fuerza. Había sentido miedo. En ese entonces, no pude comprender a qué le temía, pero tenía la certeza de que era temor puro. Sin embargo, ese gesto inmaduro de mi parte no hizo mella en él y siguió comportándose conmigo del mismo modo.
Un día, me dijo que su familia debía mudarse a causa del trabajo de su padre y de otros temas que este debía afrontar. Por seguridad, no me dijo dónde iría a vivir. Así que debíamos alejarnos durante un tiempo, y yo no podría verlo bajo ningún punto de vista. Pero no debía temer, porque él me buscaría, mantendríamos el contacto y el volvería apenas las aguas se hubiesen calmado. «Te lo prometo, Melanie. Dame la mano, colócala aquí y escucha: ¿sientes mi corazón?». Fueron las últimas palabras que le escuché pronunciar mientras apoyaba mi mano contra su pecho, antes de su último saludo militar, de su última marcha, esa que anunciaba su partida. No respondí a sus palabras con otras que hubiera querido decir y que, por el contrario, quedaron atrapadas en la garganta, sofocadas por el llanto, negándome el respiro.
A través de esa radio —que me recordaba su presencia— yo disfrutaba pasivamente de las transmisiones, las noticias, los boletines meteorológicos, las canciones de los Beatles, de Hendrix, de Armstrong y de los Rolling Stones. Desde hacía unos años, un joven se había presentado en el escenario musical: se llamaba Elvis Presley. Ese guapo muchacho hacía delirar a todas las mujeres cada vez que cantaba y regalaba movimientos pélvicos durante sus presentaciones. A las chicas no les importaba gastar buena parte de sus sueldos para comprar sus discos o para asistir a sus animados conciertos, soñando, tal vez, con tirarse al vacío y ser atrapadas al vuelo por sus fuertes brazos.
La fiebre por ese bonito muchacho de Memphis también me alcanzó. En una tienda encontré uno de sus discos y lo compré, a pesar de que en casa no tenía un tocadiscos. Lo dejé apoyado a la vista durante meses, mientras se cubría de polvo. Lo adoraba en silencio, me detenía a mirarlo algunos minutos y, cada vez que recibía la nómina, sentía ganas de correr a comprar un tocadiscos para, finalmente, poder escucharlo.
Para las mujeres de veintiocho años, como yo, Elvis era el argumento que monopolizaba todas las conversaciones entre colegas, las horas del almuerzo, cualquier momento del día. Habría sido un buen partido bajo cualquier punto de vista. Mis colegas, “las otras” como solía llamarlas, describían con demasiados detalles los pensamientos eróticos que tenían respecto a ese joven. Algunas, incluso, llegaron a confesar que no habrían tenido ningún problema en abandonar sus maridos e hijos si ese “muchacho guapo” les hubiera dado una mínima esperanza. Yo no comprendía del todo esos discursos, no estaba en condiciones de medir la fuerza de la fuente de energía que los alimentaba.
Cuando se hablaba de sexo, yo sentía un crudo desagrado, sentía nacer y crecer una profunda repulsión dentro de mí, dentro de mis vísceras, atenazadas como dos manos alrededor del cuello, listas para sofocarme. El sexo me hacía recordar al ogro, a mi sufrimiento, al dolor y a todas las humillaciones que había padecido; al sabor del esperma de un hombre enfermo, esparcido sin control sobre mi vientre joven, sobre mi cándida piel que debería haber conocido solo pureza y pudor; a mi sangre y a de la de mi madre, vertida todos los días sobre las blancas sábanas de una cama siempre desecha. Mis compañeras se percataron de que había algo que no estaba bien en mí. Algunas eligieron no inmiscuirse, otra, en cambio, lo hizo con el amargo pretexto de ofrecerme una valiosa ayuda.
–¿Qué tienes, Mel?
–Nada. ¿Por qué me lo preguntas?
–Pues… te comportas de forma extraña.
–Así soy. ¿Qué puedes hacer? —respondía abriendo los brazos en señal de resignación al diseño de mi vida.
–¿Te gustan las mujeres?
–¿Cómo?
–Te he preguntado si te gustan las mujeres, si te sientes atraída por ellas.
–¿Las mujeres? ¡Vamos, no digas estupideces!
–En todos estos años, nunca nos has contado ninguna experiencia sexual que hayas vivido con un hombre, mientras todas nosotras lo hemos hecho. Está bien, tal vez tú no la hayas tenido aún, pero quizás te gustaría tenerla y podrías conversarlo con nosotras. Y en cambio tú ¿qué haces? ¡Te escondes dentro de tu caparazón como una tortuga!
¿Cómo podía decirle que mi “primera vez” había sido a los cinco años, a manos de mi padre? Él me había dicho que se trataba de un juego. ¿Cómo podía convencerla del hecho de que ese juego que él había pensado para mí y que consistía en la desvergonzada exploración de mi intimidad, en realidad, no me gustaba para nada porque yo, a esa edad, hubiera preferido jugar con las muñecas, como cualquier otra niña? ¿Cómo podía echarle en cara que, si yo no hubiera jugado con él de ese modo, él habría obligado a mi madre a someterse a la misma práctica, al mismo juego, pero con reglas distintas y mucho más severas, apropiadas para los adultos?
–Es un tema del que no quiero hablar, no hay ninguna razón en particular. Tal vez aún no estoy lista o no lo estaré jamás. Suficiente.
–De acuerdo, Mel, como quieras. Esta noche nos encontraremos en una fiesta de pijamas. ¿Te gustaría venir?
–¿Habrá hombres?
–No.
–¿Se hablará de sexo?
–No lo sé, pero temo que sí.
–Entonces no, gracias. No tendría nada para decir y seré una molestia para todas.
Cuando regresé a casa esa noche, cogí el disco de Elvis y lo arrojé al cubo de la basura.
Escuché sonar el timbre una vez y, luego, una segunda antes de que pudiera llegar hasta la puerta.
–¡Ya voy! —exclamé en voz alta.
Cuando abrí la puerta me encontré de frente con un policía. Llovía a cántaros. El policía tenía el uniforme empapado, a pesar de que recién había bajado de la patrulla estacionada a pocos pasos de la puerta de mi casa. Un colega suyo estaba sentado en el lugar del conductor y miraba hacia nosotros, con el cuerpo erguido hacia adelante y los ojos en dirección hacia arriba para encuadrar mejor la escena a través del marco de la ventana.
–Buenas noches, agente —dije sorprendida.
–Buenas