La Sombra Del Campanile. Stefano VignaroliЧитать онлайн книгу.
de que los escritos de Lucia Baldeschi estuvieran allí, hacía que se inclinase por la teoría de que hubiese vivido allí, y seguramente aquella también había sido la morada del Cardenal. El Tribunal de la Inquisición tenía su sede allí cerca. A principios del siglo XVI, justo por voluntad del Cardenal, había sido transferido desde el convento de San Domenico al más incómodo complejo de San Floriano, mientras que el Torrione di Mezzogiorno había permanecido como la sede de la prisión en la que eran retenidos y torturados los procesados. Quién sabe de qué trataban aquellas páginas arrancadas del libro; quizás se contaba una escabrosa historia en el que el tío abuelo acusaba a su sobrina de brujería, la encerraba en los calabozos del Torrione di Mezzogiorno o en las más cómodas del Complesso di San Floriano, hacía que la torturasen y finalmente arder en la hoguera en la plaza pública. Es cierto, esta historia hubiera enfangado la memoria del Cardenal Baldeschi, y de esta manera alguien de la familia habría arrancado aquellas páginas para hacer desaparecer el rastro.
Comenzaba a hacer calor y Lucia abrió el ventanal de la habitación, justo el que daba a la balconada sostenida por las cuatro extrañas estatuas, teniendo cuidado de cerrar la gran mosquitera, de manera que entrara el aire pero no los fastidiosos insectos. En ese momento hizo su aparición el decano que reprochó a Lucia con la mirada, una mirada inquisidora, que parecía querer interpretar en el gesto de abrir la ventana el deseo, por parte de la joven, de querer encender un cigarrillo.
¡No te satisfaré, vieja cariátide! No fumo aquí dentro, no sólo para no soportar tus improperios sino por respeto a los valiosos objetos, los libros, los estucos, los cuadros, que se conservan aquí dentro, farfulló para sus adentros Lucia mientras observaba la semejanza entre el decano, el casi setentón Guglielmo Tramonti, y el Cardenal Artemio Baldeschi, así como lo veía todos los días en un retrato colgado de las paredes de la sala y así como le aparecía en sus recientes sueños.
―Aunque aquí dentro no hay aire acondicionado, mejor tener las ventanas cerradas. ¡Sudar nunca ha hecho mal a nadie, mientras que el aire podría ser nocivo para las obras que tenemos guardadas!
Lucia vio al decano dirigirse hacia el ventanal pero, en vez de cerrarlo como debía ser su intención, abrió la mosquitera y se asomó a la balaustrada metálica del balcón. En un momento, el decano desapareció. Lucia fue corriendo hacia el balcón y miró abajo. El cuerpo de Guglielmo Tramonti yacía exánime sobre el adoquinado de la plaza, con el rostro vuelto hacia el suelo, vestido de Cardenal y rodeado por una mancha rojiza, que se expandía poco a poco, constituida por su misma sangre. ¿Cómo había podido suceder? ¿De dónde provenía toda aquella sangre? ¡La altura no era excesiva! ¿Quizás se había roto el cráneo y su líquido vital lo estaba abandonando por una herida que se había abierto en la frente? ¿Y los vestidos? ¿Cómo era posible que llevase puesto el hábito purpurado? ¡Hacía unos segundos no lo llevaba! Levantó la mirada para buscar los detalles de la plaza y la vio de nuevo como era en la visión que había tenido poco antes, cuando había salido del bar: la plaza de una ciudad renacentista. La voz del decano, proveniente de su espalda, la devolvió a la realidad. Se encontró observando con cuidado las lápidas con las que, en la fachada que daba a la iglesia de San Floriano, se recordaba a Giordano Bruno como víctima de la tiranía sacerdotal. Todo estaba en su lugar, la fuente con el obelisco, el Complesso di San Floriano, la Catedral, los Palazzi Vescovili, el Palazzo Ghislieri. Un poco más adelante, sobre el campanile del Palazzo del Governo ondeaba la bandera tricolor.
―¿Y bien? Digo que cierres la ventana y ¿tú que haces, sales al balcón? Pero… ¿estás segura de que te encuentras bien, muchacha? Estás muy pálida, ¿quieres volver a casa?
―No, no, gracias, estoy bien. Ya ha pasado todo, sólo ha sido un mareo. Instintivamente he necesitado salir para oxigenarme, para coger un poco de aire fresco. Pero ya está todo bien, puedo volver al trabajo.
―Bien, pero me gustaría que te planteases seguir un control médico. ¿No será que estás embarazada?
―Todavía no ha venido a verme el Espíritu Santo ―concluyó irónicamente Lucia, acompañando estas últimas palabras con un gesto evasivo de la mano. Cogió el libro sobre la Storia di Jesi y comenzó a escanear las primeras páginas. Cuando llegó a la décima página abrió el programa OCR en el ordenador y se puso a corregir manualmente los errores, lo que le permitía leer noticias para ella desconocidas.
LA LEYENDA DE UN REY
La historia de Jesi comienza en un lejano día de hace tres mil años. Un comienzo sin espectadores. Un pequeño grupo de gente remonta el curso de nuestro río, en fila por la orilla izquierda. Avanza lentamente, abriéndose camino entre la espesa maleza y los altos chopos que se reflejan en las aguas del río.
Es gente extraña, con un nombre extraño, pelasgos les llamaban en su tierra, los rostros bronceados, marcados por el cansancio de un viaje largo y aventurado. Llevan indumentaria raída, algunos visten pieles de animales que parecen salvajes. Los rostros de los hombres están encuadrados por melenas y barbas densas que interminables jornadas de sol han convertido en áridas, estropajosas.
Son los supervivientes de una flotilla de pequeños y veloces barcos que han vencido la batalla contra las tempestades del Adriático. Han desembarcado hace unos días en la desembocadura de aquel río que ahora rompe en mil destellos los rayos del sol. Emigrados de su tierra que ha sido la patria de los ancianos, de sus héroes cantados por un poeta ciego por los pueblos de la lejana Grecia, van en busca de una nueva tierra, de una nueva patria.
Y helos aquí que han llegado, después de una marcha extenuante, a los pies ed un monte crecido como por arte de magia en el corazón del valle que los había acogido allí abajo, en la desembocadura del río. Todo alrededor, bosques hasta donde se perdía la mirada, cubrían las colinas circundantes. Y el silencio de una naturaleza adormecida desde hace milenios. Desde siempre.
Un hombre, de aspecto venerable y majestuoso, con la enseña del grupo, señala aquel promontorio que parece casi un isla emergida deliberadamente, en el medio del valle, para acoger a los náufragos. Y se dirige en esa dirección. Los otros lo siguen, manteniendo su paso, sin hablar. En la parte más alta de la colina, el anciano rey mira hacia lo lejos, descubriendo un paisaje maravilloso, dibujado con las centenares de tonalidades de un verde inmenso, trazado apenas por el sinuoso rastro del río que se pierde abajo, hacia el mar.
El anciano rey, volviéndose ahora hacia los suyos, hace una señal de asentimiento y todos dejan en tierra sus pobres haberes. Así que han encontrado finalmente la tierra prometida, han llegado a la meta del largo peregrinar por mares y tierras.
Ésta, de ahora en adelante, será nuestra nueva patria.
Y de esta manera fue que el rey Esio fundó la ciudad de Jesi.
Así que los primeros jesinos eran griegos, fugados de la ciudad destruida de Troya. Como Eneas, que con los suyos había remontado las costas del Tirreno para instalarse en el Lazio, el Rey Esio había encontrado el camino más sencillo remontando el Adriático y llegando a la desembocadura del Esino. Lucia se había entusiasmado con la historia y los sueños y las visiones estaba ahora relegadas en un rincón lejano de su mente. Su cerebro y su fantasía ya estaban en funcionamiento.
Estos datos y estas noticias podrían ser utilizadas para una hermosa publicación o, por qué no, para la elaboración de una novela histórica ambientada en esta zona, comenzó a pensar Lucia meditando incluso sobre las posibles ganancias.
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