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La Sombra Del Campanile. Stefano VignaroliЧитать онлайн книгу.

La Sombra Del Campanile - Stefano Vignaroli


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el recorrido de sus pensamientos un débil rayo de luz generado por un sol cercano al crepúsculo consiguió filtrarse desde una pequeña ventana con parteluz, situada en lo alto, enfrente del ábside de la catedral que estaba encima, yendo a iluminar aquella zona en que habían sido amontonadas las cabezas de las estatuas romanas. La atención de Lucia se paró en algunos detalles que no había conseguido notar antes, allí, cerca de aquellas cabezas esculpidas en piedra muchos siglos antes. En el suelo de tierra batida había sido dibujado una especie de pentáculo, distinto del que habitualmente veía dibujado en la cubierta del diario de la familia que le había sido entregado con anterioridad por su abuela. El dibujo parecía asimétrico, representaba una estrella de siete puntas generada trazando una línea continua en el interior de un círculo. Cada punta de la estrella cortaba un punto de la circunferencia, enfrente de cada uno de ellos habían sido escritos unos caracteres hebraicos, de los que Lucia no conocía el significado. Coincidiendo con cada uno de los siete puntos se podía ver el rastro de cera caída, dejada por una vela que había sido encendida. En el centro de la figura dos muñecas de trapo, realizadas con paja alrededor de la cual se habían envuelto vestidos en miniatura. Representaban a una mujer anciana y a una muchacha: los vestidos de la anciana estaban quemados mientras que la joven tenía un alfiler clavado a la altura del pecho. Lucia tuvo un sobresalto, el corazón comenzó a latirle a lo loco, en un santiamén había comprendido todo. En aquel lugar habían sido realizados ritos de magia negra y las muñecas simbolizaban a su abuela y a ella. Era evidente que alguien las quería ver sufrir, e incluso muertas. ¿Quién? ¿Quién podía ser? Una sola persona podía haber bajado allí. La iglesia que estaba encima ahora ya estaba cerrada, prohibida para los fieles desde hacía más de un año, y por lo tanto la cripta no podía ser accesible desde la catedral. El pasadizo que había recorrido ella estaba cerrado por una puerta constantemente bloqueada y la llave sólo la tenía su tío, el Cardenal, el Inquisidor jefe Artemio Baldeschi. Era verdad, hacía mucho tiempo que en Jesi no tenían lugar ejecuciones capitales, la última hoguera se había encendido seis años antes, en la que había perdido la vida Lodomilla. Ahora el Cardenal debía aplacar su sed, su necesidad de víctimas, su deseo de asistir al sufrimiento y a la muerte directamente bajo sus ojos, bajo su mirada. Ya, porque al contrario de la mayoría de los inquisidores que, una vez pronunciada la condena, entregaban la víctima al brazo secular de la ley, evitando presenciar el suplicio de los que había condenado, Artemio a menudo contemplaba la ejecución en primera fila, a veces cogiendo la antorcha y prendiendo fuego a la pira. Parecía que sentía un gusto sádico al ver a su víctima retorcerse entre las llamas, continuaba mirándola fijamente hasta el fin y por un motivo concreto: capturar el alma del condenado en el momento mismo en que abandonaba su cuerpo mortal.

      Entristecida por estas reflexione, atemorizada por lo que había visto, Lucia aferró la linterna y se precipitó hacia las escaleras con la mente ocupaba por un único temor. ¿Encontraría la puerta abierta? ¿Y si el tío se hubiese acordado de no haberla cerrado y hubiese vuelto a atrancarla? ¿O si quizás lo había hecho adrede, para inducirla a bajar y enterrarla viva? No, no hubiera sido bastante para Artemio, él debía ver en la cara el sufrimiento de la propia víctima, no sería algo propio de él dejarla morir allí. Quería sólo atemorizarla y lo había conseguido. La pequeña puerta de madera estaba abierta, Lucia salió al vestíbulo, volvió a poner la linterna donde la había cogido, ni siquiera miró a Morocco y salió corriendo al aire libre, a la plaza, todavía con el corazón sobrecogido.

      Casi era la puesta de sol de un cálido día de finales de mayo y la luz rojiza del sol regalaba unos colores espectaculares a la estupenda plaza en la que tres siglos antes había nacido el Emperador Federico II di Svevia4 . Se dijo a sí misma que debería buscar el significado de los símbolos descubiertos en la cripta en el Diario de Familia, en aquel valioso manuscrito que le había entregado la abuela. Pero ahora debería calmarse y decidió dar un pequeño paseo por la ciudad. Atravesó la plaza hasta llegar al lado opuesto, giró a la izquierda y descendió por la Costa dei Longobardi, para llegar a la parte más baja de la población, donde vivían mercaderes y artesanos. Los edificios eran menos suntuosos con respecto a los de la parte alta de la ciudad pero, de todas formas, estaban ennoblecidos con elementos decorativos, con refinados portales y molduras alrededor de las ventanas. Las fachadas estaba casi todas embellecidas con enlucidos, pintados en color pastel, como el azul celeste, el amarillo, el ocre, el naranja suave; por lo general no se dejaban los ladrillos a vista, como en cambio sucedía en los edificios señoriales del centro. Como recordatorio de que aquellas moradas habían sido construidas gracias al dinero ganado por quien las habitaban, a menudos sobre los arquitrabes de los portales o las ventanas del primer piso aparecían frases como De sua pecunia o Suum lucro condita – Ingenio non sorte. En el fondo de la Costa dei Longobardi, girando a la derecha, en poco tiempo se podía llegar a la iglesia dedicada al apóstol Pietro, hecha construir por la comunicad longobarda residente en Jesi en la segunda mitad del siglo trece. Principi Apostolorum – MCCLXXXXIIII, se leía encima del portal; quien había grabado la fecha no se acordaba muy bien de cómo se escribían los números en latín o quizás nunca lo había sabido al ser un arquitecto de origen bizantino, ya habituado a tener que lidiar con las cifras árabes, mucho más simples de memorizar. Enfrente de la iglesia, el Palazzo dei Franciolini, acabado de construir, era la residencia del Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini. También él había hecho su fortuna como mercader dado que, después del descubrimiento del Nuevo Mundo, nuevos canales comerciales habían sido abiertos y muchas mercancías nuevas habían llegado incluso hasta Jesi. Quien había podido, había aprovechado la ocasión y había conseguido en poco tiempo acumular notables riquezas. Lucia se paró bajo el rico portal del palacio, limitado por dos columnas y por algunos azulejos cuadrados de piedra arenisca, decorados con representaciones de Dios y símbolos de la época romana. Con toda probabilidad, al excavar los cimientos del edificio, habían sido descubiertos elementos decorativos de una casa de algún patricio romano y estos habían sido reutilizados para adornar el portal. Lucia reconoció al dios Pan, Bacco, la Diosa Diana, y luego también los lirios de tres puntas y… una estrella de seis puntas formada por dos triángulos entrecruzados – extraño, ¿no era por casualidad el símbolo de los hebreos? –y otra estrella de cinco puntas, un pentáculo5 y… una estrella de siete puntas inscrita en una circunferencia, igual en todo a la que había visto poco antes en la cripta. Estos últimos dibujos no podían remontarse a la época romana y, de hecho, observando con atención las baldosas sobre los que estaban realizados, se notaba que éstas eran de factura diversa, más recientes respecto a las otras, quizás hechas con el fin de decorar el portal. ¿Pero qué significado tenía todo esto? En aquella plaza convivía lo sagrado con lo profano: por un lado la iglesia dedicada al principal de los apóstoles, Pedro, el primer Papa de la historia del cristianismo, de la otra figuras paganas y símbolos que podían acusar al dueño de la casa de ser un herético. Y sin embargo el tío Cardenal estaba en buenas relaciones con los Franciolini, ¡incluso le había propuesto al hijo como su prometido! Cuanto más miraba aquellos símbolos más pensaba Lucia que en aquel lugar hubiese algo mágico. Quizás aquel palacio había sido construido sobre las ruinas de un templo pagano y había mantenido sus peculiaridades. Intentó concentrarse, abrir su tercer ojo a las visiones, invocó a su espíritu, para liberarlo hacia arriba y que escrutase los elementos que de otra manera no habría visto. Entre sus manos juntas, en forma de copa, se estaba materializando la bola semi fluida de distintos colores, cuando el portalón del palacio se abrió de par en par de repente, mostrando en la penumbra a un joven que llevaba puesta una ligera armadura de batalla, montando un potente caballo, a su vez, con la cabeza cubierta para protegerse de eventuales golpes que le podían ser infligidos por espadas o lanzas.

      El caballero mantenía en la mano derecha el estandarte de la República Jesina, constituido por el león rampante adornado con la corona real. En cuanto el portalón se abrió completamente, incitó al caballo a salir al exterior, casi arrollando a Lucia que estaba allí delante. La muchacha, atemorizada, se desconcentró y la esfera desapareció enseguida. El caballo, enfrente del obstáculo imprevisto, se encabritó dando patadas al aire con las patas delanteras. Lucia sintió una pezuña a poca distancia de su cara pero no se dejó llevar por el pánico y clavó su mirada en los ojos azul marino del caballero, que tenía la visera del yelmo alzada. Durante un momento se perdió en aquellos ojos, el caballo se tranquilizó y el caballero respondió a la mirada de la damisela, mirando


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