La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley BrindleyЧитать онлайн книгу.
te sientes? —preguntó.
Me senté lentamente, tratando de entender lo que había pasado. Me zumbaba la cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Mirando alrededor mi mente se despejó, pero todo parecía extraño, el fuego crepitante, el humo retorciéndose hacia mí, y las mesas que rodeaban la cocina como animales de patas rígidas esperando pacientemente ser alimentados. La luz amarilla del sol se inclinaba sobre las copas de los árboles, bañando todo en oro y ámbar. La cara de la mujer brillaba con el resplandor del atardecer.
Recordé que era Yzebel.
Me puse la capa sobre los hombros, estiré los brazos y me toqué la nuca. El chichón había bajado y ya no era tan doloroso como antes.
—Bien —dije—. Me siento bien. —Hice una pausa por un momento, haciendo un esfuerzo por recordar—. Me estabas contando una historia sobre una reina y un buey, pero no recuerdo el final.
—¿Recuerdas haberte caído?
—No.
—Dormiste todo el día —dijo Yzebel.
—Lo siento.
—No lo sientas. Estabas agotada.
—Por favor, ¿podrías contarme la historia otra vez?
—Lo haré. —Yzebel se levantó—. Pero primero, quiero que te levantes para comprobar que no te vas a caer en el fuego como casi hiciste esta mañana.
Mientras estaba de pie, Yzebel me tomó por los hombros, mirándome a los ojos.
—¿Te vas a caer? —preguntó.
Sacudí la cabeza y luego miré mi cuenco vacío sobre la mesa.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
Yzebel llenó el cuenco hasta la mitad con el contu luca y me lo dio. Me senté junto al fuego mientras ella agitaba la gran olla y me contaba la historia de la Reina Elisa desde el principio.
Cuando llegó a la parte de la plata, le pregunté:
—¿Talento? ¿Qué es…?
Yzebel me miró con expresión de preocupación, quizás pensando que podría desmayarme de nuevo, pero entonces le sonreí. Ella sonrió también y continuó.
—Un talento es un gran lingote de plata. —Tomó su cuchillo—. Dos veces la longitud de mi cuchillo, es el peso que un hombre puede soportar durante un día. Vale unos seis elefantes de guerra, o tal vez siete. —Tomó una zanahoria de la cesta y la cortó en la enorme olla—. Nuestra Elisa era muy hermosa, con melena larga y rizada y dulce sonrisa, pero no era tan estúpida como pudo parecer a aquellos nativos. Después de pensarlo un poco, aceptó su propuesta. Entonces, con la ayuda de sus sirvientas, procedió a cortar una piel de buey en muchas tiras finas. La Reina Elisa colocó estas tiras formando un amplio arco que se extendía desde la orilla del mar, alrededor de una colina, y de vuelta a la orilla del otro lado. «Tendré esa tierra, ahora encerrada por la piel de un solo buey», dijo Elisa al jefe de esa gente. Viendo que era más lista que ellos, los nativos le dieron la tierra a regañadientes y le desearon buena suerte en la construcción de un asentamiento. Se marcharon con el talento de plata para reflexionar sobre su pérdida. Elisa había seleccionado una sección de la costa que contenía uno de los mejores puertos naturales a lo largo de toda la costa sur del Mar de Thalassa, llamado Mare Internum por los romanos. Esto demostraría más tarde ser muy beneficioso para la Reina Elisa y el asentamiento al que llamó Ciudad Nueva, que es nuestra Cartago.
El chico que me había amenazado con su bastón en el bosque se acercó a Yzebel. Me sorprendió verlo y me pregunté por qué vendría a su hogar.
Buscó en la olla un trozo de carne, pero Yzebel le agarró la mano y se la apartó.
—Mira lo sucias que tienes las manos. Ya sabes que así no.
—Tengo hambre.
—Puedes esperar como hacemos todos. ¿Llevaste la leña a Bostar como te dije?
Asintió con la cabeza, pero sus ojos estaban sobre mí y mi cuenco de contu luca.
—Ha robado la capa de Tendao.
—No, no la ha robado.
Tomé un gran trozo de carne de mi cuenco y lo mordí. Estudié al chico, que parecía mayor que yo, quizás un verano. A diferencia de los ojos marrones de Yzebel, los suyos eran de un indolente gris.
¿De qué color son mis ojos? Espero que sean marrones como los suyos.
—¿Entonces por qué se la pone? —preguntó el chico con voz quejumbrosa. Su actitud hacia Yzebel era arisca, y me miró con desprecio, como si le diera asco.
Yzebel golpeó su cuchara de madera en el borde de la olla con tanta fuerza que pensé que se iba a romper. Luego miró fijamente al muchacho hasta que él bajó los ojos.
—Si no aprendes a contener tu lengua, alguien acabará cortando esa daga rencorosa de tu boca. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo mientras me miraba de reojo.
¿Creerá que soy la culpable de esa reprimenda? Tiene la lengua fea y se la ha merecido.
Tomé otro nabo de la cesta.
Tal vez no aprendió nada de las palabras de Yzebel, pero yo sí. Y por la forma en que lo trata quizás sea su hijo, hermano de Tendao. Lástima que no se parezca en nada a él.
Quería saber más sobre la Reina Elisa y sus largos rizos, su dulce sonrisa y sus maneras ingeniosas, pero no quería que Yzebel continuara la historia con el chico presente. Quería que me la contara a mí sola, para poder guardarla hasta el día en el que pudiera pasársela a otra niña tonta que no supiera de cosas bellas.
Terminé de cortar la cáscara del nabo y, después de cortarlo en la olla, miré a Yzebel y señalé la cesta. Ella asintió, y yo tomé otro para continuar.
El chico se secó las manos en su túnica después de lavárselas y se arrodilló en la tierra. Cogió un nabo y lo peló con el cuchillo que sacó de la funda de su cinturón.
—Jabnet —dijo Yzebel—. ¿Ves dónde está el sol?
Entonces, su nombre es Jabnet. Un nombre estúpido para un chico estúpido. El nombre que elegí para mí es mucho mejor, y también noble, tal vez incluso regio.
Jabnet miró hacia el oeste, donde el sol ya había caído bajo las copas de los árboles del otro lado del campamento.
—Sí, madre.
Era casi tan alto como ella y, si sonreía de vez en cuando, podía incluso parecer guapo. Pero su expresión amarga empañaba toda su imagen.
—¿Qué tienes que hacer cada día cuando se pone el sol?
—Limpiar las mesas. —Bajó los hombros y se quedó mirando al suelo—. Y sacar los tazones, el vino y las lámparas.
Dejó caer el nabo parcialmente pelado en la cesta y se limpió el cuchillo en la manga.
—¿Tengo que recordarte todos los días lo que debes hacer?
—No, madre.
Jabnet frunció el ceño y volvió a meter el cuchillo en su funda. Cuando se volvió para hacer sus tareas, deliberadamente me pisó el pie descalzo con su sandalia. El borde de su sandalia me cortó en la parte superior del pie, pero me negué a darle la satisfacción de oírme gritar o quejarme a su madre.
—Cuando vengan los soldados —dijo Yzebel—, encontraremos un lugar para que duermas. ¿Te gustaría quedarte en mi tienda esta noche?
—¿Soldados?
No me gustaban. Eran malos y feos. Sabía que se burlarían de mí y del pobre Obolus, el elefante. Yo