La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley BrindleyЧитать онлайн книгу.
barro púrpura y marrón, sin querer creer lo que veían mis ojos. Pero era cierto: el preciado vino de pasas de Yzebel ya no estaba. Había fracasado.
Había confiado en mí para llevar el vino al panadero a cambio de pan, pero no llegué ni a la mitad del camino. Ver a Obolus vivo me había distraído de mi responsabilidad, y mis emociones habían arruinado mi deseo de hacer algo bueno por Yzebel. Para empeorar las cosas, la jarra también había desaparecido. Alguien se la había llevado, dejando solo una huella de sandalia en el barro. ¿Cómo podría reemplazarla?
Se me cayó el alma y comencé a llorar. Yzebel no volvería a confiar en mí.
—¿Perdiste algo? —dijo una voz familiar a mi espalda.
Miré hacia los suaves ojos marrones del joven del río. El que me puso su capa, Tendao.
—El vino de Yzebel. —Me limpié los dedos embarrados en la mejilla—. Ya no está.
Me extendió la mano para ayudarme a levantarme, parecía no importarle el barro.
—¿Se suponía que ibas a llevar el vino a Bostar a cambio de pan?
Asentí.
—¿Sabes para qué quería el pan Yzebel?
Subimos por Elephant Row hasta la bifurcación del sendero.
—Para los soldados cuando vengan a sus mesas esta noche.
—Sí, le gusta tener pan para la cena.
—La fallé, Tendao. Y ahora tengo que contarle lo que he hecho.
—Sí, debes decírselo —dijo—. Pero antes, pasemos por la tienda de Lotaz.
No había oído hablar del tal Lotaz, pero no tenía prisa por volver con las manos vacías y admitir mi fracaso a Yzebel.
Intenté eludir la imagen del rostro severo de Yzebel pensando en otras cosas. El terreno en Elephant Row se sentía suave y cálido bajo mis pies. Pensé en los cientos de elefantes y humanos que lo habían pisoteado a lo largo de muchas estaciones, convirtiendo la tierra en un fino polvo. Los robles y los pinos se alineaban en el sendero, dando sombra a los animales. Las largas sombras ahora cubrían gran parte del ancho camino.
Al regresar a la cima de la colina, fuimos a la derecha, tomando el camino que debí haber seguido. Después de un rato, llegamos a una tienda hecha de un material fino. Los colores rojo, amarillo y azul de la tela a rayas brillaban en el crepúsculo. Las sombras se proyectaban desde una lámpara que ardía en el interior. Un toldo con flecos sobresalía por delante, sostenido por dos lanzas de metal clavadas en la tierra. Un hombre estaba sentado con las piernas cruzadas debajo del toldo.
—Ve con ese esclavo.
Tendao me detuvo a cierta distancia, y me dijo qué decirle al hombre. Le repetí las instrucciones, asegurándome de que las entendía.
—Pero parece muy desagradable, Tendao. ¿Vendrás conmigo?
—No. Debes hacer esto por ti misma.
El esclavo me miró atentamente mientras me acercaba a él, arrastrando los pies, reacios a llevarme a donde no quería ir.
A diez pasos de distancia, me detuve y dije:
—Lotaz.
No respondió, solo me miró fijamente hasta que bajé los ojos al suelo. Finalmente, habló.
—Esta es la tienda de Lotaz. ¿Qué asuntos tienes aquí?
—Estoy en el negocio de Tendao.
El esclavo se puso de pie y entró rápidamente. Un momento después, salió una mujer delgada. Estaba iluminada por un par de lámparas de aceite que colgaban de los soportes de las lanzas. Lotaz estaba resplandeciente con una túnica de seda azul pálido y un par de zapatillas a juego. Un ancho cinturón escarlata de cuerdas trenzadas ceñía su estrecha cintura, y una fina cadena de oro sujetaba la vaina de una daga enjoyada. El arma se balanceaba en su muslo con cada movimiento. Sus labios estaban pintados de rojo y sus mejillas de color rosa, haciendo un suave contraste con su tez cremosa. Un collar de plata y oro corría por su garganta.
El esclavo salió para ponerse detrás de ella, con los brazos cruzados sobre su pecho desnudo. Se erguía como una enorme y oscura sombra, en fuerte contraste con la piel blanca de la mujer.
—¿Qué sabes de Tendao? —me preguntó.
—El hará lo que usted le pidió.
Miró detrás de mí, escaneando el oscuro sendero en ambas direcciones. Yo también miré en esa dirección, pero Tendao no estaba a la vista.
—¿Por qué te envía?
Sacudí la cabeza, sin saber cómo responder.
—¿Cuándo se completará la tarea? —La voz de Lotaz sonaba aguda y exigente.
—Mañana, antes del atardecer —respondí con las palabras que Tendao me había dicho.
Parecía reacia a tratar conmigo este asunto. Tampoco entendía por qué iba yo a Lotaz en nombre de Tendao.
Después de un momento, dijo:
—Muy bien. Espera aquí.
Lotaz entró y pronto regresó. En una mano, llevaba una jarra de vino casi idéntica a la que yo había perdido. La otra mano permanecía cerrada, con los dedos apretados. Varios brazaletes tintinearon en su muñeca cuando hizo un movimiento para entregarme la jarra de vino. Pero entonces se detuvo.
—¿Por qué vienes a mí tan sucia?
Miré mis manos extendidas; estaban cubiertas de barro seco. Cuando intenté limpiármelas, el esclavo desapareció detrás de la tienda y regresó con una palangana de arcilla con agua, y la puso a mis pies. Me arrodillé para lavarme, con la cara ardiendo de humillación. Lo hice rápidamente, me puse de pie y me sequé las manos en mi capa.
El esclavo me sonrió rápidamente y me guiñó un ojo cuando se interpuso entre la mujer y yo. Cogió la palangana y volvió a su sitio. No sabía si le daba pena o solo intentaba ser amable con otra esclava. Lotaz ciertamente me hizo sentir como una esclava.
Me dio la jarra y la agarré bien. No dejaría caer ésta.
—Este vino es el pago por el trabajo que Tendao hará por mí —dijo Lotaz—. No le pagaré más.
Extendió su otra mano y lentamente abrió sus dedos. Dos perlas emparejadas, grandes y muy hermosas, descansaban en la palma de la mujer. Solo podía admirar el brillo de las preciosas gemas, que brillaban a la luz amarilla de las lámparas.
—Tómalas —ordenó Lotaz—. Y asegúrate de que las perlas vayan a Tendao inmediatamente. Serán utilizadas para el trabajo. ¿Me entiendes?
Asentí, moviendo la jarra para liberar la mano derecha y así poder coger las perlas de Lotaz. Me quedé quieta, mirando a la mujer, sin saber qué hacer a continuación.
—¡Ve! —dijo con un movimiento de la mano, ahuyentándome como un mosquito molesto.
Me apresuré por el oscuro camino en la dirección que Tendao me había indicado. Justo antes de llegar a los árboles, miré hacia atrás para ver a Lotaz y al esclavo observándome. Sentí gran alivio cuando crucé una valla de estacas donde Tendao esperaba.
—Veo que tienes el vino de pasas.
—Sí.
Le mostré las perlas. Él las tomó, y yo pude sujetar la jarra con las dos manos. Las inspeccionó y las dejó caer en un bolso de cuero atado a su cinturón.
—Ahora —dijo, apretando los cordones—, vamos a buscar a Bostar el panadero y a cambiar ese vino por un poco de pan.
Eso me sorprendió. El vino era un pago a Tendao por un servicio que tenía que prestar a Lotaz, pero parecía dispuesto a dejarme usarlo en lugar de la jarra que había perdido. ¿Por qué haría eso? ¿Y qué deber tenía que cumplir