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La Ciudad Prohibida. Barbara CartlandЧитать онлайн книгу.

La Ciudad Prohibida - Barbara Cartland


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empezó a comportarse de una manera escandalosa con un Conde francés que ella y su esposo habían conocido durante su luna de miel.

      Él fue el primero de una larga lista de amantes. Y, después de cinco años de matrimonio, el esposo de Hester murió de un ataque al corazón. Los malos ratos que ella le había hecho pasar y los excesos en los cuales le obligó a incurrir fueron demasiado para él. Sin lugar a dudas, Hester era la viuda más bella del Mundo Social y cuando volvió sus ojos azules hacia el Marqués, a éste le fue imposible resistirse.

      Ahora comprendía lo insensato que había sido.

      Desde el primer momento en que se conocieron, debió darse cuenta de que Hester no era una mujer normal en ningún sentido de la palabra. Casarse con ella sería como vivir en un infierno indescriptible. Pero en aquel momento no se le ocurría ninguna forma de poder escapar y las paredes de la prisión parecían estar cada vez más cerradas.

      Conocía a Hester bastante como para saber que decía la verdad al amenazarle con ir directamente a la Reina. También sabía que el Duque no dudaría en hacer lo que su hija le pidiera.

      Las propiedades del Duque en Northumberland se encontraban en pésimas condiciones y su Casa necesitaba urgentes reparaciones.

      Su dueño tenía ante sí gran cantidad de cuentas sin pagar. Si el Duque estaba decidido a encontrar un yerno adinerado, entonces no había un candidato mejor en todo el Mundo Social.

      "¿Qué puedo hacer?", se preguntó el Marqués.

      Se sentía como si tuviera la cabeza llena de algodón y le fuera imposible pensar.

      —¿Y bien, Virgil? —preguntó Hester.

      Advirtió que ella le había estado leyendo los pensamientos y eso aumentó su ira.

      —Vuelve a mí —sugirió ella—, y yo te diré qué es lo que vamos a hacer.

      —Permíteme decirte algo —pidió el Marqués.

      Se le acercó mientras hablaba y por la rigidez de sus labios ella supo lo molesto que estaba.

      —Yo te asignaré diez mil libras anuales hasta que te cases con algún hombre rico y ya no las necesites.

      —Diez mil libras al año —repitió Hester—. ¿De veras supones que eso puede atraerme cuando puedo ser tu esposa, la Marquesa de Anglestone?

      Él emitió una exclamación de rabia, pero guardó silencio y la mujer continuó hablando:

      —Así tendré todo a mi disposición, además de disfrutar de una posición hereditaria en la Corte.

      El Carqués tuvo que contenerse para no golpearla.

      Él no podía soportar la idea de ver a Hester en el lugar de su Madre, no sólo en la Corte sino en el Campo, en su Casa de Newmarket y en el Coto de Caza de Leicestershire.

      Aquella idea hizo que quisiera matarla.

      Sabía muy bien de qué manera se comportaba Hester y cómo sus amigos lo compadecerían sin atreverse a decir nada abiertamente.

      Realizando un gran esfuerzo, él preguntó:

      —¿Qué aceptarías entonces?

      —¡Un anillo de matrimonio! —respondió lacónica. Había una expresión de malicia en su cara y él supo que Hester estaba disfrutando chantajeándole.

      Lo estaba quemando en una hoguera y cuanto más se lamentara más disfrutaría ella.

      El Marqués sintió un odio tan violento hacia Hester, que sólo los muchos años de autodominio que tenía sobre sus espaldas evitaron que le gritara y la derribara de un golpe.

      Permaneció en silencio, pues no se atrevía a hablar. Después de un momento, ella dijo con tono triunfal:

      —¡Yo he ganado, Virgil, y no hay salida para ti! Ahora escucha lo que vamos a hacer.

      Se inclinó ligeramente hacia adelante en la silla levantando la cabeza al hacerlo y el hombre intuyó que aquélla era una de sus poses más ensayadas.

      —En cuanto llegue Papá, le contaremos nuestro secreto y arreglaremos una Boda discreta.

      Al ver que el Marqués iba a interrumpirla, continuó de prisa:

      —Estoy segura de que así es como tú lo prefieres y si nos vamos inmediatamente de luna de miel nadie se sorprenderá cuando el bebé nazca de manera prematura, a los siete meses.

      El Marqués apretó los labios mientras Hester continuaba diciendo:

      —Quizá ahora estés molesto; sin embargo, con el tiempo de darás cuenta de que yo seré una esposa mucho más adecuada que cualquier muchachita sosa que te aburriría a las dos semanas de casados.

      El Marqués sintió deseos de gritarle que ella ya le aburría, pero le pareció poco digno de un Caballero.

      —Vamos a ser muy felices juntos —aseguró Hester—. Pero si después de que nuestro hijo nazca tienes otros intereses yo no me meteré en ellos como espero que tú no te metas en los míos.

      Ella hizo un pequeño gesto con las manos cuando añadió:

      —Nada podía ser más civilizado.

      —¡No hay nada civilizado acerca de tu comportamiento! —dijo el Marqués como si no pudiera evitarlo.

      —Eso es lo que siempre decías que te gustaba de mí — recordó Hester—. Tú opinabas que yo era... tan rápida como el viento, tan cortante como la escarcha y tan suave como la nieve.

      Sonrió con sarcasmo.

      —¡Realmente muy poético, mi querido Virgil!

      Se incorporó. El pudo aspirar el perfume francés que llevaba y lo identificó. Recordó cómo se impregnaba en su piel y. duraba como un fantasma en la almohada mucho después de que ella se marchara.

      —Ahora me voy, Virgil —dijo—, pero no te olvides de venir a visitarme mañana por la noche cuando Papá ya esté aquí. Hizo un movimiento como si fuera a tocarle, pero se arrepintió y se alejó.

      Cuando llegó a la puerta se volvió para decir con voz provocativa:

      —Mi querido Virgil, seremos muy felices y creo que deberías hacerme un regalo para conmemorar este maravilloso momento en el que me has prometido casarte conmigo.

      El Marqués apretó los puños y cuando la puerta se cerró detrás de Hester, alzó los brazos al cielo.

      Aquella era la situación más aterradora a la que jamás se había tenido que enfrentar.

      Pasó un cuarto de hora antes de que el Marqués se decidiera a salir del Salón y bajar por la escalera.

      El Mayordomo le miró, preocupado, como si esperara una orden.

      —¡Mi carruaje! —ordenó el Marqués y entró en su Despacho.

      Aquélla era una estancia muy atractiva. Tenía un escritorio al lado de la ventana y las paredes llenas de cuadros. Los periódicos se encontraban sobre una mesita frente al fuego. Los miró y supuso que Hester desearía anunciar el matrimonio al cabo de uno o dos días más.

      ¿Cómo podía aceptar a una mujer de esa calaña en su vida? ¿Cómo podía aceptar al hijo de otro hombre como propio?

      Las preguntas parecían resonar por toda la habitación. Desafortunadamente, su cerebro no parecía poder encontrar una salida para aquella trampa en la que había caído. Era consciente de que todo el mundo había hablado acerca de su romance con Hester el año anterior.

      Cuando se retiró al Campo para tratar de evitarla, nadie imaginó que en realidad el romance entre ellos había terminado.

      El Marqués sabía que ella había vuelto a la casa de su Padre poco después.

      Por lo tanto, sospechaba que Davis Midway había pasado algún tiempo con ella en el Campo.


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