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Moby Dick. Herman MelvilleЧитать онлайн книгу.

Moby Dick - Herman Melville


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en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.

      Ahora, cuando digo que tengo costumbre de hacerme a la mar cada vez que empiezo a tener los ojos nebulosos y que empiezo a darme demasiada cuenta de mis pulmones, no quiero que se infiera que me hago jamás a la mar como pasajero. Pues para ir como pasajero, por fuerza se ha de tener bolsa, y una bolsa no es más que un trapo si no se lleva algo dentro. Además, los pasajeros se marean, se ponen pendencieros, no duermen por las noches, y en general, no lo pasan muy bien: no, nunca voy como pasajero; ni, aunque estoy bastante hecho al agua salada, tampoco me hago jamás a la mar como comodoro, como capitán ni como cocinero. Cedo la gloria y distinción de tales cargos a aquellos a quienes les gusten. Por mi parte, abomino de todas las honorables y respetables fatigas, pruebas y tribulaciones de cualquier especie. Todo lo que sé hacer es cuidarme de mí mismo, sin cuidarme de barcos, barcas, bergantines, goletas, y todo lo demás. Y en cuanto a ir de cocinero —aunque confieso que hay en ello considerable gloria, porque un cocinero es a bordo una especie de oficial—, no sé por qué, sin embargo, nunca se me ha antojado asar pollos, por más que, una vez asados, juiciosamente untados de manteca, y legalmente salados y empimentados, no haya nadie que hable de un pollo asado con más respeto, por no decir con más reverencia, que yo. A causa de las manías idólatras de los antiguos egipcios por el ibis a la parrilla y por el hipopótamo asado, se pueden ver las momias de esas criaturas en sus grandes hornos, que eran las pirámides.

      No: cuando me hago a la mar, voy como simple marinero, delante del mástil, al fondo del castillo de proa, o allá arriba en el mastelero de juanete. Cierto es que me dan muchas órdenes y me hacen saltar de verga en verga como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio, este tipo de cosas es bastante desagradable. Le toca a uno en su sentido del honor, especialmente si uno procede de una familia establecida desde antiguo en el país, los Van Rensselaer, los Randolph o los Hardicanute. Y más aún si antes mismo de meter la mano en el cubo del alquitrán, ha estado uno hecho un señor como maestro rural, dando miedo a los muchachos más grandullones. La transición es dura, os lo aseguro, de maestro de escuela a marinero, y se requiere una recia infusión de Séneca y de los estoicos para hacerle a uno capaz de sonreír y aguantarlo. Pero hasta eso se pasa con el tiempo.

      ¿Qué ocurre, si algún viejo tacaño de capitán me manda traer la escoba y barrer la cubierta? ¿A cuánto asciende esta indignidad, quiero decir, pesada en las balanzas del Nuevo Testamento? ¿Creéis que el arcángel Gabriel me va a tener en menos porque obedezca con prontitud y respeto a aquel viejo tacaño en ese caso particular? ¿Quién no es esclavo? Decídmelo. Bueno, entonces, por más que el viejo capitán me dé órdenes; por más que me den porrazos y puñetazos, tengo la satisfacción de saber que todo está muy bien; que todos los demás, de un modo o de otro, reciben algo parecido, esto es, desde un punto de vista físico o metafísico; y así el porrazo universal pasa de uno a otro, y todos los hombres deberían restregarse la espalda unos a otros, y quedar contentos.

      Además, yo siempre me hago a la mar como marinero porque se empeñan en pagarme por la molestia, mientras, que yo sepa, jamás pagan un solo penique a los pasajeros. Al contrario, los propios pasajeros tienen que pagar. Y entre pagar y que le paguen a uno, hay la mayor diferencia de este mundo. El acto de pagar es quizá la aflicción más incómoda que nos legaron aquellos dos ladrones del frutal. Pero que le paguen a uno, ¿qué se puede comprar con esto? Es realmente maravillosa la cortés premura con que un hombre recibe dinero, si se considera que creemos en serio que el dinero es la raíz de todos los males terrenales, y que de ningún modo puede entrar en el Cielo un hombre adinerado. ¡Ah, qué alegremente nos entregamos a la perdición!

      Finalmente, siempre me hago a la mar como marinero a causa del sano ejercicio y del aire puro que hay en la cubierta del castillo de proa. Pues como, en este mundo, los vientos de proa son mucho más dominantes que los vientos de popa (es decir, si no se viola jamás la máxima pitagórica), así, casi siempre el comodoro en el alcázar recibe su atmósfera de segunda mano, procedente de los marineros del castillo de proa. Él cree que es el primero que respiraría, pero no es así. De modo muy parecido, la comunidad conduce a sus jefes en muchas otras cosas, mientras que sus jefes lo sospechan muy poco. Pero por qué ocurrió que, después de haber olido la mar muchas veces como marino mercante, ahora se me metiera en la cabeza ir en una expedición ballenera, eso lo puede contestar mejor que nadie el invisible oficial de policía de los Hados que tiene constante vigilancia sobre mí, y me rastrea secretamente, y me influye de algún modo inexplicable. Y no cabe duda de que el marcharme en ese viaje ballenero formaba parte del programa general de la Providencia que estaba trazado hacía mucho tiempo. Llegaba como una especie de breve intermedio de solista entre interpretaciones más amplias. Supongo que esa parte del cartel debía estar hecha de un modo parecido a éste:

      Reñidas Elecciones para la Presidencia de Estados Unidos

      EXPEDICIÓN BALLENERA, POR UN TAL ISMAEL

      SANGRIENTA BATALLA EN AFGANISTÁN

      Aunque no sé decir por qué razón precisa esos directores de escena que son los Hados me eligieron para tan mezquino papel en una expedición ballenera, mientras que a. otros les reservaban para esplendorosos papeles en elevadas tragedias, o para breves y fáciles papeles en comedias elegantes, o para papeles divertidos en farsas; aunque no sé decir por qué precisamente fue así, sin embargo, ahora que evoco todas las circunstancias, creo que puedo penetrar un poco en los resortes y motivos que, al presentárseme astutamente bajo diversos disfraces, me indujeron a disponerme a representar el papel que he hecho, además de lisonjearme con la ilusión de que era una elección resultante de mi propio y recto libre albedrío y de mi juicio discriminativo.

      El principal de estos motivos fue la abrumadora idea del gran cetáceo en sí mismo. Tan portentoso y misterioso monstruo despertaba toda mi curiosidad. Además, los desiertos y lejanos mares por donde revolvía su masa de isla; los indescriptibles peligros sin nombre de la ballena: todas estas cosas, con las maravillas previstas de mil visiones y sonidos patagónicos, contribuyeron a inclinarme a mí deseo. Quizá, para otros hombres, tales cosas no hubieran sido atractivas, pero en cuanto a mí, estoy atormentado por el perenne prurito de las cosas remotas. Sueño con navegar por mares prohibidos y abordar costas bárbaras. Por no ignorar lo que es bueno, me doy cuenta en seguida de los horrores, pero puedo mantenerme en su compañía, si me dejan, ya que está bien mantenerse en términos amistosos con todos los residentes del lugar en que uno se aloja.

      A causa de todo esto, entonces, el viaje ballenero fue muy bien acogido; se abrieron de par en par las grandes compuertas del mundo de las maravillas, y en las locas manías que me arrastraron hacia mi designio, flotaban, de dos en dos, en lo más hondo de mi alma, interminables procesiones de cetáceos, y en medio de todos, un gran fantasma encapuchado, como un monte nevado en el aire.

      II.— El saco de marinero

      Metí una camisa o dos en mi viejo saco de marinero, me lo encajé bajo el brazo, y zarpé hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Abandonando la buena ciudad de los antiguos Manhattos, arribé debidamente a New Bedford. Era una noche de sábado, en diciembre. Muy decepcionado quedé al saber que el pequeño paquebote para Nantucket ya se había hecho a la vela y que hasta el lunes siguiente no se ofrecía medio de alcanzar ese lugar.

      Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco


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