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El excéntrico señor Dennet. Inma AguileraЧитать онлайн книгу.

El excéntrico señor Dennet - Inma Aguilera


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      —Desde luego no tanto como el de su hermana Charlotte —indicó Amalia retomando su té—. Dicen que es polémico, provocador…

      —Vaya, que ese es el primero que has adquirido —deduje, calada como la tenía.

      —Por supuesto —reconoció entre recatadas risas y aplausos—. Quería los tres, pero Cumbres borrascosas es el primero que pienso leer.

      —¿Ves como no todo es el romance? —me jacté.

      Sin embargo, la joven Heredia se inclinó hacia mí en su asiento.

      —Este supuestamente también es romance, Nía, y de los intensos. —Me guiñó un ojo, haciéndome sonreír—. Lo que trato de demostrarte es que hay muchos tipos de romance.

      —Y yo te digo que no —suspiré defendiendo mi postura—. ¿Cuántos libros habremos leído ya, Amalia? —Me recosté en el precioso sillón isabelino—. ¿Y en cuántos pasa siempre lo mismo? Hasta en los de Jane Austen —me exasperé un tanto cómica—. Siempre hay una muchacha insegura, con carácter o no, pero insegura, a la que se le aparece un caballero orgulloso que no se doblega por nada hasta que comprende que la ama. O ella le ama a él y se conquistan mutuamente. ¿No te cansa intuir tanto el final de una historia? ¿No te aburre?

      Amalia liberó un enorme e irónico suspiro ensoñador:

      —Oh, sin duda, es soporífero.

      Yo le di un pequeño achuchón cómplice por su escepticismo.

      —Hablo en serio, Amalia. Leo porque me gusta soñar y precisamente por ello no puedo soñar siempre con lo mismo, pues no hay mayor ponzoña para las ilusiones que el hastío. —Ya que me sonrió enternecida, tuve que decirlo—: A veces es más sano para el corazón soñar con verdaderos imposibles, que no te esperancen de ninguna manera. El romance planta una semilla de anhelo en el alma de las doncellas que se marchita cruelmente cuando es regada por la triste realidad de la arrogancia masculina.

      Amalia esbozó una mueca de desagrado:

      —En eso no puedo más que darte la razón. De ahí sostengo que el amor es un estupendo imposible con el que fantasear.

      Al momento dibujé una enorme sonrisa:

      —¿Lo dices por don Jorge?

      —¿Qué? —se escandalizó ella algo sobreactuada—. Por favor, no me ofendas con semejante sujeto. Bastante debo aguantar con que sea socio de la familia.

      —No finjas, Amalia, es evidente que le profesas los más bellos sentimientos.

      —Por enésima vez, eso no es cierto, Nía —negó apurada, aunque enseguida expresó desconsuelo—. Y, de serlo, como si le importase. Cuando nos tiene delante a ambas es obvio a cuál de las dos antepone.

      Yo resoplé.

      Jorge Enrique Loring Oyarzábal era el tercer hijo de George Loring, un comerciante originario de Massachusetts. Se afincó con su esposa en Málaga tiempo atrás y se habían convertido en una de las principales familias de empresarios junto con los Heredia y los Larios, incluso después de fallecer su progenitor, gracias a la formidable gestión de los hijos con sus propiedades. Jorge tenía ocho años más que nosotras, había cursado sus estudios en Harvard y mantenía algunas diferencias notables en su refinado comportamiento con las maneras que nos procurábamos en Málaga, pero desde el primer momento que Amalia posó su mirada de azabache en él, supe que esta le había entregado por completo su corazón.

      Sin embargo, dado el carácter orgulloso de mi amiga, esta prefería evitarle o saltar con alguna impertinencia de las suyas cuando Jorge le hablaba, lo que había provocado en el caballero una cierta preferencia hacia mi compañía. Pese a ello, yo sabía que en el fondo aquella actitud solo pretendía enmascarar su incomodidad hacia el desdén de la otra.

      —Qué diferente es usted de ciertas damas, señorita Cobalto —me expresaba el joven Loring cada vez que Amalia se mostraba desagradable con él—, sin duda la categoría no lo es todo en la educación de una mujer. Por eso, para mí usted es mucho mejor que la mecenas a la que tanto estima.

      Y yo me limitaba a sonreírle bastante apurada, pues lo que él denominaba categoría, yo lo consideraba libertad, y de haber dispuesto de ella, estaba convencida de que habría demostrado incluso más genio que Amalia a la hora de expresar mis ocurrencias. A pesar de saber que mi bajo nivel social nunca me lo permitiría.

      Dejaba mis reflexiones menos apropiadas para los poemas o relatos que escribía por pura afición y que no compartía ni siquiera con Amalia. Sencillamente porque no me convenía que se conociera esa parte de mí.

      Y eso era quizás lo que me tenía tan desencantada del romance o del amor.

      ¿Cómo iba a encontrarlo cuando no podía permitirme ser yo misma? Mucho menos con un hombre.

      Así asumí que todo buen sentimiento que me pudiera procesar un caballero como Jorge Loring, por muy distinguido que este fuera, sería para mí tan irreal como las novelas más rocambolescas. Además de que nunca podría traicionar a Amalia de ese modo sabiendo lo que sentía por él.

      —Eres tan hermosa —me dijo la Heredia de repente haciéndome sonreír—, normal que todos mis invitados se muestren embriagados por tu presencia. Contemplan esos ojos que tienes y dudan si eres real.

      Yo me cohibí un poco.

      Era cierto que mis ojos oscuros siempre habían presentado un matiz violáceo tan poco común como difícil de explicar. No obstante, lejos de hacerme sentir orgullosa, siempre me habían acomplejado. Por lo que precisé cambiar de tema.

      —Tú eres mucho más bella que yo —corregí imprimiéndome de cierto humor—, y seguro que todos esos invitados tuyos en realidad se sorprenden porque me toman por tu ama de llaves y no entienden cómo puedo hablar tanto en tu presencia.

      —¡Oh, no digas eso ni en broma, Nía! —me riñó contundente mi amiga—, cualquiera que te oiga se da cuenta de que tu educación no es la de cualquier mujer. Mucho menos la de un ama de llaves. Aunque les guarde gran respeto —corrigió al instante haciéndome sonreír.

      Amalia no era la típica señorita rica que juzgara a los demás por su ocupación o por sus orígenes.

      No era la típica señorita en nada.

      —Me basta con que tú sepas la verdad sobre mí —le tomé la mano—, por eso eres la única con la que comparto mis lecturas. Tanto las que son de papel como las que me surgen sobre el mundo.

      La joven Heredia me devolvió la expresión de afecto, se levantó y me animó para fundirnos en un cálido y fraternal abrazo. Luego me acompañó a la enorme entrada de su casa, pues ya era hora de que regresase.

      La mansión de los Heredia estaba situada en el número 28 de la avenida de la Alameda, en la esquina con la calle Torregorda. Aquella era la zona residencial más adinerada y prestigiosa para vivir, repleta de árboles que refrescaban las tardes de verano y en cuyo centro a menudo tocaban orquestas por las noches, a las que podías escuchar cómodamente desde los bancos de piedra. Casi todos sus vecinos eran socios de la familia Heredia, como los Loring, que vivían en el número 49. La casa de los Heredia, por su parte, era igualmente impresionante, tan grande como un hotel, aunque Amalia solo la compartiera con su madre, sus dos hermanos mayores y sus respectivas mujeres.

      En el lado de la Alameda que daba a su puerta me esperaba su coche de caballos, como siempre, para llevarme hasta el barrio del Perchel, donde se encontraba mi hogar. Bastante más humilde, pero no menos acogedor.

      Justo cuando pensé que nuestra conversación había terminado, Amalia Heredia me detuvo antes de que saliera por la puerta:

      —A propósito, Nía, no te he dicho que tenemos un nuevo vecino.

      Informó indicándome la vivienda de en frente, algo más pequeña que la suya, pero igual de bonita y envidiable. Por lo general, siempre estaba vacía, aguardando a que acaudalados comerciantes extranjeros o


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