Robinson. Muriel SparkЧитать онлайн книгу.
más saludable”. Estoy siempre cansada.
Ahora, mientras miro la página ajada de la primera entrada en mi diario recuerdo que fue idea de Robinson que escribiera con letra muy pequeña y sin punto y aparte para ahorrar papel. Aun así, el cuaderno no duró hasta el fin de mi estadía en la isla; después tuve que usar algunas hojas sueltas de papel que encontré en el escritorio de Robinson.
Recuerdo que más de una vez Robinson me había aconsejado que me ciñera a los hechos. Me había aconsejado con vehemencia que no escrutara el mar con la esperanza de ver un barco, ni el cielo en busca de un avión; según él era una costumbre deprimente. Aquellas primeras semanas apenas si podía apartar mis ojos del mar y del cielo, aunque el barco que traía los víveres de Robinson y se llevaba las granadas que cultivaba no llegaría a la costa sur sino hasta la segunda semana de agosto. Yo había hostigado a Robinson con la idea de construir un transmisor de radio. Él decía que no había medios para hacerlo. “A esta altura, Brian creerá que estoy muerta”, pensaba mientras escribía mi primer diario. Pero no lo escribí porque todavía no me constaba que fuese un hecho.
CAPÍTULO II
La casa de Robinson era un edificio de principios del siglo diecinueve, construido en un estilo colonial español. Era un bungalow de piedra ubicado en una ancha saliente natural de la montaña. Estaba rodeada de una pared baja por encima de la cual podía ver, desde mi cuarto, el lago azul y verde en las mañanas sin neblina. En las primeras dos semanas, no me aventuré más allá de las enormes puertas arqueadas de hierro forjado. En cambio, cuando mi confusión se hubo disipado y no estaba cuidando a Tom Wells, vagaba por el descuidado jardincito o me sentaba en el patio igualmente descuidado, masajeándome el hombro lastimado y observando la fuente que no funcionaba.
En su mayor parte, los cuartos estaban desocupados, al parecer desde hacía algunos meses. Los limpié todos. Tres de ellos y la gran cocina de piedra servían como vivienda de Robinson. Miguel dormía en un cuartito repleto de equipos de pesca. Las habitaciones restantes estaban extrañamente amobladas, cada una con camas marineras triples que eran meros catres rellenos con un material sedoso extraído de un helecho que crecía en la isla, una silla de mimbre y una mesa de madera lustrada. En cada una había un crucifijo tallado colgado en la pared. En cuanto hube recuperado la lucidez, le pregunté a Robinson acerca de esos cuartos:
—¿Quién suele dormir allí?
—Los hombres que vienen a recoger las granadas —respondió—. Son cosechadores que vienen cada agosto en el barco. Se quedan durante tres o cuatro semanas, trabajando en el granadal que está allí arriba, en la Cabeza, y cosechan la fruta mientras el barco va a comerciar a las Canarias y a la costa occidental de África.
—¿Y el resto del año usted vive solo en la isla?
—Sí.
—Con Miguel —agregué, intentando sonsacarle algo de información sobre el niño.
—Miguel está conmigo desde hace cinco años. A fin de este año se marchará para ir a la escuela y volveré a quedarme solo otra vez.
Por supuesto, pregunté:
—¿Quiénes son los padres de Miguel?
—A usted sí que le gusta saberlo todo —dijo Robinson con aire misterioso.
Guardé silencio. No estaba tan conmocionada para no advertir que Robinson me incitaba de algún modo a que le revelara mis sospechas. De golpe, se me ocurrió que Miguel no era, como había conjeturado, hijo de Robinson, probablemente ilegítimo.
—Qué misterio, ¿no? —dijo Robinson, bastante ansioso por que le diera la razón.
—No veo misterio alguno. Puedo imaginar el origen de Miguel —dije, mientras en realidad me preguntaba a mí misma qué quería decir con eso.
—¿Y cuál es entonces? ¿Qué imagina?
—Es huérfano de uno de los cosechadores de granadas que murió y usted lo ha adoptado —dije por decir algo.
—Debe de saberlo por Waterford —dijo Robinson.
—Jamás estuve en Waterford.
—Por Jimmie Waterford —dijo—. El hombre alto y rubio que viajaba con usted en el avión. Él debió de haberle contado acerca de la adopción de Miguel. Sabe algunas cosas de mi vida.
Mientras me hablaba parecía acusarme de algo.
—No —dije—. Era una suposición. Me parecía probable.
Pareció aliviado.
—Discúlpeme —dijo—, esperaba que me adjudicara la paternidad.
—No, eso habría sido improbable —dije.
—Dios mío —dijo Robinson, mirándome—, las mujeres salen con cada cosa…
Diario, domingo 23 de mayo. Es el final de nuestra segunda semana en Robinson. Me duele el hombro. Supongo que necesitará un tratamiento eléctrico cuando vuelva a casa, si vuelvo alguna vez. Estoy sentada en el umbral de mi cuarto. J[immie] W[aterford] acaba de regresar y ordeña la cabra. Robinson no volvió todavía. Ahora sé dónde han estado durante el día mientras yo cuidaba a Tom Wells. Primero enterraron a los muertos. Luego examinaron los restos del avión y ahora están rescatando todo lo que puedan. Miguel pescó toda la mañana en el arroyo. Robinson lleva una lista de los muertos. Hay veintiséis y solo está seguro de cuatro de esos nombres. Describe los otros por cualquier objeto que tuviera el cadáver, como la correa de un reloj que cuelga, supongo, de una muñeca calcinada, el anillo en el hueso de un dedo o un dije debajo de la camisa. Robinson fue muy eficiente. He visto la lista. Ahora que han enterrado a los muertos, soy libre de caminar por la isla. Jimmie canta, creo que es una canción holandesa, mientras ordeña la cabra. Es parte holandés, su apellido no siempre fue Waterford. Recuerdo, ahora, que lo conocí en el avión antes del accidente. Pronuncia bien el inglés y su vocabulario es bastante inusual. Creo que R. está preocupado por Jimmie, de un modo personal, como si no fuera un extraño. Jimmie tiene un leve parecido con Robinson, sobre todo en la nariz. Es una suposición. Robinson me aconsejó que me atuviera a los hechos, que describiera hechos. Muy bien, hay un hecho acerca de Tom Wells: la conducta que tuvo conmigo esta mañana. Tendré que contárselo a Robinson.
Aquella mañana, o más bien hacia el mediodía, había llevado a Tom Wells un cuenco de sopa crema de tomate que habíamos abierto para él. Estaba servida en una bandeja con algunos de nuestros bizcochos gruesos y duros. La llevaba sostenida con mi mano derecha, ya que la izquierda seguía en cabestrillo.
Tom Wells estaba recostado; en la última semana su salud había mejorado. Mientras me acercaba a su cama, que era una cama real y no un colchón sobre el piso como la mía, dijo:
—¿Ya enterraron a todos?
—Sí.
Extendió su mano y me tocó.
—Usted es una preciosura —dijo.
Creo que pude haber salvado la sopa. A decir verdad no lo sé, quizá solté la bandeja deliberadamente. La sopa cayó sobre él, se esparció sobre el frente de su camisa y sobre las sábanas, como la sangre en una película en tecnicolor.
Lo dejé en ese estado y volví a la cocina, donde Robinson trinchaba un ave parecida a un pato que acababa de asar. Jimmie estaba de espaldas a la puerta y cuando entré hablaba veloz y suavemente en holandés. Robinson me vio y dijo a Jimmie en voz alta:
—La señorita January está aquí.
La escena con Tom Wells me había puesto nerviosa.
—No me llamo señorita January. Soy la señora Marlow.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Robinson.
—Derramé la sopa encima de Tom Wells —dije.
Robinson salió y regresó de inmediato con otro cuenco de sopa. Me senté en la mesa de la cocina y comí