Obras de Emilio Salgari. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.
tres barcos navegaban hacia Oriente impulsados por una brisa tan ligera que la marcha se hacía cada vez más lenta.
Tanta calma no podía durar mucho tiempo. Hacia las nueve de la noche el viento comenzó a soplar con violencia, señal segura de que alguna tempestad conmovía al océano.
Las tripulaciones saludaron con alegría las rachas vigorosas de aire, sin mostrar miedo por el huracán que las amenazaba. Sólo el portugués se inquietó y quiso que se amainaran las velas, pero Sandokán no lo permitió, en su ansia por llegar a las costas enemigas.
Al caer la noche el viento redobló su violencia. Al ver el aspecto del cielo y del mar, otro navegante se habría resguardado en la costa más próxima. Pero Sandokán sabía que estaba a menos de cien kilómetros de Labuán y ni siquiera pensó en tal posibilidad.
—Temo que este huracán nos envíe a todos a beber en las profundidades del mar -dijo Yáñez.
—Nuestros barcos son muy sólidos.
—Pero me parece que el huracán que viene es de los peores.
—No le temo. Vayamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Distingues a los otros paraos?
—Diría que uno va hacia el Sur. Es tan grande la oscuridad que no se ve a más de cien metros.
—Si se extravían, ya sabrán encontrarnos.
—Pero pueden extraviarse para siempre, Sandokán.
—¡Pues yo no retrocedo!
—¡Entonces, ponte en guardia, hermano!
Un relámpago deslumbrador rasgó las tinieblas; un trueno espantoso lo siguió.
Sandokán se levantó, extendió la mano hacia el Sur y dijo:
—¡Huracán, ven a luchar conmigo! ¡Te desafío! Atravesó el puente y se puso al timón, mientras los marineros aseguraban los cañones. Llegaban del Sur las primeras rachas de viento, empujando delante de sí montañas de agua.
El parao, con el velamen reducido, avanzaba como una flecha, haciendo frente a los elementos desencadenados y sin desviarse una línea de la ruta bajo la férrea mano de Sandokán.
A eso de las once se desató el huracán con toda su majestuosa fuerza. El mar se arrojaba con indescriptible ímpetu hacia el Norte, como si fuera una colosal catarata.
El parao danzaba desordenadamente, ya en las espumantes crestas de las olas, ya en el fondo de los movibles abismos. Pero Sandokán no cedía y guiaba el barco hacia Labuán. Sus hombres, asidos al cordaje, miraban impasibles los asaltos del mar, prontos a llevar a cabo la más peligrosa maniobra.
Y el huracán seguía aumentando en intensidad. Se alzaban montañas de agua que, con rugidos espantosos, abrían profundos abismos que parecían tener por fondo las arenas del interior del océano. El viento bramaba agolpando las nubes, dentro de las cuales retumbaba el trueno incesantemente.
El parao se defendía con tesón. Daba bandazos tremendos, se enderezaba como un caballo encabritado, hundía la proa en el agua y había momentos en que caía de tal modo que parecía que no lograría recobrar la vertical.
Seguir luchando contra aquel mar era una locura. Había que dejarse conducir al Norte, como seguramente lo hicieron los otros dos paraos.
Yáñez, que comprendía la imprudencia de seguir en la ruta, pensó rogar a Sandokán que cambiara el rumbo, cuando resonó mar adentro una detonación y pasó silbando una bala por encima de la cubierta.
Un grito estalló a bordo ante una agresión que nadie esperaba en tan críticos momentos.
Sandokán se lanzó a proa.
—¡Todavía hay cruceros que vigilan! —exclamó. En efecto, el agresor era un gran buque inglés a vapor. ¿Qué hacía en pleno mar con aquel huracán?
—¡Viremos! —gritó Yáñez—. Ese barco sospecha que somos piratas y que nos dirigimos a Labuán.
Un segundo cañonazo retumbó y otra bala pasó por el cordaje del parao.
Los piratas se precipitaron hacia los cañones, pero Sandokán los detuvo con un gesto.
No había necesidad de combatir, pues el buque, a pesar suyo, tuvo que dejarse arrastrar hacia el norte. En muy pocos minutos se alejó lo suficiente para que su artillería resultara inútil.
—¡Lástima que me encontrara en medio de esta tempestad! —dijo Sandokán—. ¡Lo hubiera asaltado, a pesar de su mole y de su tripulación!
—Ha sido mejor así, Sandokán —dijo Yáñez.
—¡Que el diablo se lo lleve y lo hunda en los abismos!
—¿Qué haría en pleno mar mientras todos buscan refugio?
—¿Estaremos en las cercanías de Labuán? preguntó el portugués.
—Eso sospecho —repuso Sandokán—. ¿Ves algo delante de nosotros?
—Nada, excepto montañas de agua.
—Sin embargo, me late fuerte el corazón.
—El corazón suele equivocarse —sonrió Yáñez.
—Pero el mío no. ¡Mira!
—-¿Qué ves?
—Un punto oscuro hacia el Este. Lo vi a la claridad de un relámpago.
—Pero aun cuando estemos cerca de Labuán, ¿cómo atracar con semejante tiempo?
—¡Atracaremos, Yáñez, aunque se haga pedazos el barco!
En ese momento gritó un malayo desde lo alto:
—¡Tierra frente al asta de proa!
—¡Labuán! —gritó con alegría Sandokán.
Atravesó el puente, pese a las olas que lo barrían, y poniéndose al timón lanzó el parao hacia el Este.
A medida que se acercaban a la costa el mar parecía redoblar su furia, como si quisiera impedir el desembarco.
Olas monstruosas saltaban en todas direcciones, y el viento extremaba su fuerza desde las alturas de la isla. Sandokán no cedía y, con la mirada vuelta hacia el Este, continuaba impávido su camino, aprovechando la luz de los relámpagos para orientarse.
Muy pronto estuvo cerca de la costa.
—¡Prudencia, Sandokán! —dijo a su lado Yáñez.
—¡No temas, hermano!
—Cuidado con las escolleras.
—Las sortearé.
—¿Dónde vas a encontrar refugio?
—¡Ya lo verás!
A corta distancia se vislumbraba confusamente la costa, contra la cual se estrellaba el mar con indecible furor.
—¡Atención! —gritó Sandokán a los piratas que maniobraban.
Empujó el parao hacia adelante con una temeridad que pondría los pelos de punta a los más intrépidos lobos de mar, atravesó un paso estrecho entre dos rocas enormes y penetró en una pequeña bahía que, al parecer, terminaba en un río.
La resaca era tan violenta dentro de aquel refugio, que el parao corría grave peligro. Era cien veces más fácil desafiar la ira de los elementos en mar abierto que en ese sitio, barrido por las olas que se amontonaban unas sobre otras.
—No es posible intentar nada —dijo Yáñez—. Si nos acercamos el barco se irá al fondo hecho astillas.
Tú eres muy buen nadador, ¿no es cierto? -le preguntó Sandokán.
—Como nuestros malayos.
—¿No