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El secuestro de la novia. Jennifer DrewЧитать онлайн книгу.

El secuestro de la novia - Jennifer Drew


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llamaba el otro secuestrador, según su compañero, la agarraba del brazo igual que una tenaza, arrastrándola con los tacones. Y mientras trataba de mantener el equilibrio, Stacy se pisaba el vestido cada pocos pasos.

      La máscara naranja estaba flotando en algún lugar del lago. Harold se la había quitado, nada más sentir mareos a causa de las olas. Tenía la ropa calada, porque se había caído al tratar de salir de la pequeña barca, al atracar en la isla. Se quejaba constantemente, pero no lograba obtener la simpatía de su compañero, que no se hartaba de gritarle.

      —Me duele la tripa —se quejó Harold—. No me dijiste nada de la barca.

      —¿Crees que iba a dejar que fueras por ahí hablando más de la cuenta y arruinando los planes? —preguntó Perce—. ¡Cretino, jamás había oído que nadie vomitara las galletas en una barca de remos con motor de un solo caballo!

      —Había olas —se defendió Harold—. Creo que me voy a morir.

      —Me aseguraré de que así sea, ¡so tonto! ¿Cómo has podido olvidarte del teléfono móvil?

      —¡Lo siento! —se disculpó Harold—. Debo de habérmelo dejado en la cocina, cuando fui por la cerveza. Pero tienes que admitir que esas latas han sido muy útiles.

      —Sí, hasta que te bebiste cinco y las vomitaste en el lago.

      —¿Es que no hay un teléfono por alguna parte en esta isla?

      —No, no hay ningún teléfono por ninguna parte en esta isla —repitió Perce imitando la voz de Harold en tono burlón—. He estado aquí mil veces con mi tío Rudy, y no hay teléfonos.

      —Está cerrado —dijo Harold girando el picaporte de la puerta de la cabaña con la mano que le quedaba libre.

      —Por supuesto que está cerrado, estúpido. ¿Crees que al tío Rudy le gustaría que cualquiera pudiera entrar y usar la cabaña? La llave está encima del marco de la puerta. Búscala.

       Harold encontró la llave, pero se le cayó al césped, junto a la pared de metal ondulado de la cabaña.

      —Recógela —le ordenó Harold a Stacy, olvidando que tenía las manos atadas.

      Stacy sacudió la cabeza. Era todo lo que podía hacer, con un esparadrapo en la boca. Nick admiró su valentía, teniendo en cuenta que su captor podía retorcerle el brazo cuanto quisiera.

      —Pues yo no meto la mano ahí —dijo Harold—. Podría haber incluso serpientes.

      —¡Recoge esa maldita llave! —le gritó su compañero.

      —¿Por qué tengo que hacer yo siempre el trabajo sucio? —se quejó nuevamente Harold.

      —¡Porque tienes el cerebro de un mosquito! Yo no puedo dejar de vigilar a este tipo solo para recoger una llave que tú has tirado.

      Nick se planteó la idea de derribar a aquellos dos hombres mientras discutían, pero con las manos atadas era imposible. No quería que le hicieran daño a Stacy, ni era muy inteligente conseguir que volvieran a golpearle la cabeza. Tras abrir la puerta Harold y hacer entrar a su prisionera, Percy empujó a Nick. Un solo golpe en el lugar indicado hubiera bastado, pero lanzarse sobre Harold habría sido como lanzarse sobre un enorme balón. Habría rebotado contra su barriga, sin tocar siquiera ningún punto vital.

      Nick entró en la cabaña de una sola habitación, posiblemente utilizada como cabaña de pesca. A la escasa luz de las dos únicas ventanas, pudo observar una vieja cocina en un rincón, una mesa de formica naranja, dos sillas de madera distintas, un fregadero de acero y un armario de cocina viejo pintado de verde. Sobre una cama metálica, un colchón sin funda ni sábanas. Eso, junto con un sofá de flores descolorido, cubierto por una tela medio rota negra, completaba el mobiliario. En un rincón se amontonaban aparejos de pesca, trozos de cuerda vieja y otras guarrerías.

      —Tengo que volver a tierra firme a llamar por teléfono —dijo Percy—. Átales los pies con esa cuerda.

      Como ambos tenían las manos atadas a la espalda, Harold se atrevió a empujarlos sobre el colchón y comenzó a atarles los pies. Stacy hizo pequeños ruidos estrangulados con la boca, sugiriendo con ello que podían quitarle el esparadrapo, pero ninguno de los dos hombres le hizo caso.

      —Quédate aquí y vigila —ordenó Percy mientras Harold comenzaba a atar a Nick.

      —¡De ningún modo! Este sitio apesta. Están atados, ¿qué pueden hacer?

      —Volveré en cuanto llame por teléfono —insistió Percy.

      —¡Tú aquí no me dejas! —exclamó Harold cruzándose de brazos—. Quédate tú, yo iré a llamar.

      Percy se rascó la barbilla por debajo de la máscara y se acercó a comprobar que Nick estuviera bien atado.

      —Bueno, supongo que no podrán moverse.

      Bien, pensó Nick. El primer error de los secuestradores sería dejarlos solos, y el segundo no registrarlos.

      —No comprendo por qué tenemos que llamar por teléfono —se quejó Harold—. Como si no fuéramos dignos de confianza, o algo así.

      Percy regañó a su compañero por hablar demasiado y se dirigió a la puerta, quitándose la máscara en cuanto se dio la vuelta. Nick pudo ver unos cuantos cabellos pelirrojos sudados antes de que Harold le bloqueara la visión, siguiendo a su compañero. En cuanto se hubieron marchado, Stacy comenzó a hacer ruidos y a gesticular.

      —Si no te importa que me acerque, creo que podría quitarte el esparadrapo de la boca —dijo Nick. Stacy comenzó a moverse sobre la cama—. No, no trates de levantarte. Quédate tumbada. Así no tendré miedo de tirarte al suelo.

      Stacy musitó algo. Sus pechos quedaron planos como los pechos de cualquier mujer cuando se tumba boca arriba. Nick había tenido pocas ocasiones de comprobar ese fenómeno últimamente. El escote de su vestido se levantaba lo suficiente como para atisbar una suave y cremosa porción de carne, y no pudo evitar pensar en lo delicioso que resultaría acariciarla. De momento, sin embargo, prefería rescatarla que descubrir sus encantos.

      Stacy tenía dos tiras de esparadrapo pegadas de mejilla a mejilla. Por suerte, la de abajo estaba ligeramente levantada por una esquina, proporcionándole la oportunidad de tirar de ella con los dientes.

      —Esto va a resultarte un poco incómodo —advirtió Nick, sabiendo que le dolería a rabiar. No podía utilizar los brazos, así que no podía sostenerse. Tenía que tumbarse a medias sobre ella, esperando no resultarle pesado—. Lo siento, si peso.

      Nick sintió cómo se le aplastaba el pecho bajo su peso. Ella musitó algo así como «date prisa».

      —Vamos a probar de lado —dijo Nick tras unos minutos intentándolo, frustrado—. Así no tendré que preocuparme de si te hago daño.

      Nick rodó hasta ponerse de lado y ella se movió en sentido contrario, pero la maniobra no parecía haber sido calculada precisamente para ocupar su mente en la tarea que tenía entre manos. El colchón, viejo, se hundía por el centro, haciéndolos chocar por muchos esfuerzos que hicieran por separarse. Nick estaba sudando en todos los sentidos, pero no había tiempo de adoptar posiciones menos provocativas. Y la cosa no era tan fácil como parecía. Nick logró agarrar con los dientes el esparadrapo, pero mordió a Stacy sin querer en la barbilla.

      —Lo siento —musitó consciente de su respiración, al acercarse a la nariz de Stacy.

      Por fin consiguió atrapar la punta del esparadrapo con los dientes. Quería tirar y quitárselo de una vez, para evitar en lo posible el dolor, pero lo único que pudo hacer fue lamerlo con la lengua para tratar de soltarlo otro poco. Había progresado ya bastante, cuando un ligero llanto lo hizo detenerse.

      —Aguanta, casi lo tengo.

      Por fin tenía el esparadrapo seguro entre los dientes. Tiró con fuerza. Stacy se agitó, pero no se apartó. Le había quitado la primera tira, pero por desgracia la segunda seguía


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