Эротические рассказы

Pacto entre enemigos. Ana IsoraЧитать онлайн книгу.

Pacto entre enemigos - Ana Isora


Скачать книгу
de su nombre? Podía valer hasta un desfile triunfal, y todo el mundo sabía que ese era el máximo honor que podía recibir un ejército romano. Cientos de gentes alabándoles, lanzando hojas de olivo; y los caudillos que tanto daño les habían hecho, los jefes de los astures, ejecutados en el Tullianum. Oh, sí. Merecía la pena pagar el precio ridículo que le exigía aquel joven druida.

      Marco negó con la cabeza. Publio estaba perdiendo la perspectiva. El peligro de que aquella alimaña les engañase seguía siendo muy real, y su superior parecía haberse olvidado de él. De pronto, ya no existía la posibilidad de que el astur solo estuviese evitando la muerte.

      —Piénsalo —le dijo, cuando ambos estuvieron en un lugar apartado—. Sabes que los astures aman las escaramuzas. Para ellos, no habría forma más fácil de enviarnos a la muerte.

      Publio lo miró, molesto:

      —Debes de pensar que soy idiota. No voy a seguir las indicaciones de un bárbaro sin comprobarlas primero. Enviaré una avanzadilla. Nadie que merezca la pena sucumbirá.

      —Pero…

      La mirada de Publio se hizo más fría:

      —Creo que el nuevo rango de centurión primus pilus te afecta. Olvidas que soy tu superior. Que me ayudes es algo que te consiento para contentar a los hombres, pero no eres nadie. Es más, si deseas continuar siendo lo que eres, te sugeriría que no me dieras más consejos.

      Marco asintió, tragándose el orgullo.

      —Como desees —dijo. Esperaba, más por la tropa que por ellos mismos, que el imbécil de su superior estuviera en lo cierto. A él el desfile le daba igual, pero no le gustaba ver morirse a sus hombres. Si para terminar con aquella guerra tenían emplear un traidor, que así fuese.

      Publio volvió a dirigirse a él:

      —Vete a decirle al salvaje que es nuestro prisionero. Que solo obtendrá lo que quiere cuando sepamos que no nos engaña. Y que, si comprobamos que es un ardid, lo va a pasar muy mal —dijo Publio, con expresión feroz—: morirá en la cruz.

      Era un destino terrible, pero los astures eran capaces de inmolarse con tal de matar más romanos. Supuso que Publio pretendía que al menos, no les resultase dulce.

      —Ah, y Marco… Voy a enviar una partida de ojeadores adonde el druida nos indique. He dicho que no se perderá nadie que merezca la pena. Intenta que ese no sea tu caso.

      Marco hizo un esfuerzo por conservar la calma. No estaba bien visto golpear a un superior, y además, Publio era un incompetente: en cuanto obtuviese su ansiado cargo político, regresaría a Roma y los dejaría en paz.

      —Por supuesto, señor. ¿Aviso a los hombres?

      —No: escógelos tú. Así tendrás el gusto de discernir quién se merece correr ese riesgo. Es una gran responsabilidad. Espero que disfrutes —dijo, antes de despedirse.

      Marco deseó más que nunca que lo alcanzase un rayo.

      —¡Es cierto!

      Magilo no mentía. El rostro iluminado de sus hombres cuando regresaron de cumplir su misión así se lo indicó. Habían visto el refugio de los astures, un conjunto de chozas endebles y calles cubiertas de barro; bueno para repeler el ataque de otra tribu, precario si lo que se pretendía era enfrentar a la legión romana. En realidad, los astures no eran tontos, y habían situado su refugio con mucho tino y no poca estrategia. El pueblo se hallaba en una hondonada, medio escondido, con centinelas colocados en lo alto del castro que vigilaban su territorio como aves rapaces. Era un milagro que no les hubiesen descubierto. De todas formas, por mucha técnica que emplearan, los astures estaban indefensos frente a lo más obvio: la superioridad numérica. A decir de sus hombres, a la sublevación astur le quedaba muy poco que defender. La mayoría de sus guerreros habían sido exterminados en otras campañas, y la aldea estaba compuesta por supervivientes, tanto cántabros como astures, y ancianos y niños a los que habían logrado rescatar de las poblaciones arrasadas por la legión. No era mucho con lo que poner en pie a un ejército, pese a que su líder fuese un buen estratega. Ahora bien, el plan debía de ser trazado con meticulosidad, para evitar cualquier posible fallo y convertir el refugio de los astures en una ratonera de la que solo se pudiera salir rindiéndose o muerto. El norte debía ser pacificado para mayor gloria de Roma.

      Publio, Marco y otros oficiales se pasaron varios días ultimando su plan con la ayuda de sus subordinados. Magilo volvió a serles muy útil: les habló de las entradas y de las salidas, de los centinelas y de los cambios de guardia por las noches. No obstante, algo preocupaba a Marco, y era la posibilidad de que la ausencia del mismo druida hiciera sospechar al pueblo. Pero Magilo era taimado hasta en los detalles.

      —No os preocupéis —dijo—, ¿cómo pensáis que logré salir de la aldea? Mis compañeros creen que he ido a parlamentar con otra tribu para convencerles de que luchen con nosotros. Piensan que volveré con refuerzos —añadió, con total tranquilidad. Y siguió trabajando.

      Su actitud impresionó al oficial, que nunca había conocido a semejante víbora. Imaginó a los astures, serenos en la oscuridad de sus chozas, sin saber que pronto iban a ser cercados por la legión romana. Negó con la cabeza. Desde luego, Magilo estaba poniendo fin a la guerra, pero esperaba no encontrarse nunca con alguien así entre los suyos.

      Por fin, llegó la noche escogida. Publio había decidido dividir a los hombres en dos frentes, y a los centuriones les parecía bien. Así complicarían la defensa de los astures, asediados por varios sitios, y facilitarían que una parte de la tropa escapase si finalmente el traidor les hubiera tendido alguna especie de trampa. Esta maniobra, por supuesto, no se la comunicaron al sacerdote.

      Marco quería entrar en combate. Ya no se encontraba débil, y después de haber luchado en la guerra, deseaba estar presente en la batalla que iba a ponerle fin. Además, existía otro motivo, secreto: Marco había estado pensando en Aldana, y había decidido perdonarle la vida si tenía la ocasión. Ella no le agradaba especialmente: era una salvaje rebelde y con maneras de marimacho, casi más una bestia que una mujer. No obstante, Marco no estaría vivo sin su ayuda, y quería pagárselo. Por todo ello, se colocó al frente de las tropas la tarde previa al combate y atendió a las instrucciones del laticlavius y del prefecto.

      —Los nuestros acaban de cargar las flechas incendiarias. Como bien sabéis, aguardaremos a la caída de la noche —explicó Publio, dirigiéndose a las tropas—. Vamos a abrasarlos mientras duermen, tal y como ellos intentaron hacer con nosotros. No penetréis en la aldea hasta que no hayamos diezmado sus defensas, o cada casa se convertirá en una batalla. Una vez lo hayamos conseguido, arrasad con todo: nadie debe burlarse del águila de Roma. ¡Y recordad que sois el orgullo de vuestro pueblo! ¡Avanzad!!

      Los soldados emprendieron la marcha. Algunos rezaron una oración al ponerse en camino, y Marco se encomendó a sus dioses. Nunca venía mal tenerlos de su lado, aunque partieran de una posición ventajosa.

      El refugio de los astures se encontraba a varias horas del campamento, protegido por poderosos riscos, pero todos eran conscientes de que no podrían llegar hasta allí sin ser detectados por los indígenas. En su lugar, aguardarían cerca a la caída de la noche, y recorrerían entonces el último trecho. Contaban con que los astures estuviesen demasiado ocupados intentando sofocar el incendio como para detener bien su ataque. En palabras de César: “La suerte estaba echada”, y un nerviosismo irrefrenable había invadido a los componentes más jóvenes del grupo. Marco solo esperaba que supieran mantenerse firmes.

      La marcha a través de los montes fue una de las pruebas más duras que los centuriones hubieron de vivir, por la amenaza de muerte inminente suspendida sobre sus cabezas; pero pudieron llegar al punto que les habían prometido sus oficiales. Ya había atardecido para entonces, y Marco lo agradeció. En realidad, ninguno esperaba que los astures estuviesen totalmente desprotegidos cuando llegaran a los pies de su aldea: era casi un milagro que no los hubiesen atacado aún; pese a estar a horas de distancia. Los dos sabían que en el monte el sonido de una conversación se transmitía por muchas millas a la redonda, y habían amenazado de muerte a cualquiera


Скачать книгу
Яндекс.Метрика