El Príncipe y el mendigo. Mark TwainЧитать онлайн книгу.
manera que tu abuela no es muy bondadosa contigo.
–Ni con nadie, para que sea servida Su Majestad. Tiene un corazón perverso y maquina siempre la maldad.
–¿Te maltrata?
–Hay veces que detiene la mano, estando dormida o vencida por la bebida, pero en cuanto tiene claro el juicio me lo compensa, con buenas palizas.
Una fiera mirada asomó a los ojos del principito, y exclamó:
– ¡Cómo! ¿Palizas?
–Oh, claro, sí, si le place, señor.
–¡Palizas! Y tú tan frágil y pequeño. Escucha: al caer la noche tu abuela entrará a la Torre. El rey, mi padre…
–En verdad, señor, olvida su baja condición. La Torre es sólo para los grandes.
–Cierto. No había pensado en eso. Consideraré su castigo. ¿Es bueno tu padre para contigo?
–No más que la abuela Canty, señor.
–Tal vez los padres sean parecidos. El mío no tiene dulce temperamento. Golpea con mano pesada pero conmigo se frena. A decir verdad, no siempre me perdona su lengua. ¿Cómo te trata tu madre?
–Ella es buena, señor, y no me causa amarguras ni sufrimientos de ninguna clase. En eso Nan y Bet son como ella.
–¿Qué edad tienen?
–Quince años, si le place, señor.
–Lady Isabel, mi hermana, tiene catorce, y lady Juana Grey, mi prima, es de mi misma edad, y gentil y graciosa, además, pero mi hermana lady María, con su semblante triste y… Oye: ¿Prohíben tus hermanas a sus criadas que sonrían para que no destruya sus almas el pecado?
–¿Ellas? ¡Oh! ¿Cree que ellas tienen criadas?
El pequeño príncipe contempló al pequeño mendigo con gravedad un momento; luego dijo:
–¿Por qué no? ¿Quién las ayuda a desvestirse por la noche? ¿Quién las viste cuando se levantan?
–Nadie, señor. ¿Querría que se quitaran su vestido y durmieran sin él, como los animales?
–¿Su vestido? ¿Sólo tienen uno?
–¡Oh!, buen señor, ¿qué harían con más? En verdad no tienen dos cuerpos cada una.
–Esa es una idea curiosa y maravillosa. Perdóname, no he tenido intención de reírme. Pero tus buenas Nan y Bet tendrán sin tardar ropas y sirvientes, ahora mismo. Mi mayordomo cuidará de ello. No, no me lo agradezcas, no es nada. Hablas bien, con gracia natural. ¿Eres instruido?
–No sé si lo soy o no, señor. El buen sacerdote, que se llama padre Andrés, me enseñó, bondadosamente, en sus libros.
– ¿Sabes el latín?
–Escasamente, señor.
–Apréndelo, muchacho: sólo es difícil al principio. El griego es más difícil, pero ni éstas ni otras lenguas son difíciles, creo, para lady Isabel y para mi prima. ¡Tendrías que oírlo de estas damiselas! Pero cuéntame de tu Offal Court. ¿Es agradable tu vida allí?
–En verdad, sí, señor, salvo cuando uno tiene hambre. Hay títeres y monos – ¡oh, qué criaturas tan traviesas y qué gallardas van vestidas!–, y hay comedias en que los comediantes gritan y pelean hasta caer muertos todos; es tan agradable de ver, y cuesta sólo una blanca aunque es muy difícil conseguir la blanca.
–Cuéntame más.
–Nosotros, los muchachos de Offal Court, luchamos unos con otros con un garrote, al modo de aprendices, señor.
Los ojos del príncipe centellearon. Dijo:
–A fe mía, esto no me desagradaría. Cuéntame más.
–Jugamos carreras, señor, para ver quién de nosotros será el más veloz.
–También esto me gustaría. Sigue.
–En verano, señor, vadeamos y nadamos en los canales y en el río, y cada uno chapucea a su vecino, y lo salpica de agua, y se sumerge, y grita, y se revuelca, y…
–Valdría el reino de mi padre disfrutarlo aunque fuera una vez. Te ruego que prosigas.
–Danzamos y cantamos en torno al mayo en Cheapside; jugamos en la arena, cada uno cubriendo a su vecino; a veces hacemos pasteles de barro –ah, el hermoso barro, no tiene par en el mundo para divertirse–; nos revolcamos primorosamente, con perdón de Su Majestad.
–¡Oh!, te ruego que no digas más. ¡Es maravilloso! Si pudiera vestir ropa como la tuya, desnudar mis pies y gozar en el barro una vez tan solo, sin nadie que me censure y me lo prohíba, me parece que renunciaría a la corona.
–Y si yo pudiera vestirme una vez, dulce señor, como usted vestido; tan sólo una vez…
– ¡Ah! ¿Te gustaría? Pues así será. Quítate tus andrajos y ponte estas galas, muchacho. Es una dicha breve, pero no por ello menos viva. Lo haremos mientras podamos y nos volveremos a cambiar antes de que alguien venga a molestarnos.
Pocos minutos más tarde, el pequeño Príncipe de Gales estaba ataviado con los confusos andrajos de Tom, y el pequeño Príncipe de la Indigencia estaba ataviado con el vistoso plumaje de la realeza. Los dos fueron hacia un espejo y se pararon uno junto al otro, y ¡he aquí, un milagro! no parecía que se hubiera hecho cambio alguno. Se miraron mutuamente –con asombro, luego al espejo, luego otra vez uno al otro. Por fin, el perplejo principillo dijo:
–¿Qué dices a esto?
– ¡Ah, Su majestad, no me pida que le conteste! No es conveniente que uno de mi condición lo diga.
–Entonces lo diré yo. Tienes el mismo pelo, los mismos ojos, la misma voz y porte, la misma figura y estatura, el mismo rostro y continente que yo. Si saliéramos desnudos públicamente, no habría nadie que pudiera decir quién eras tú y quién el Príncipe de Gales. Y ahora que estoy vestido como tú estabas vestido, me parece que podría sentir casi lo que sentiste cuando ese brutal soldado… Espera ¿no es un golpe lo que tienes en la mano?
–Sí, pero es cosa ligera, y Su Majestad d sabe muy bien que el pobre soldado…
– ¡Silencio! Ha sido algo vergonzoso y cruel –exclamó el pequeño príncipe golpeando con su pie desnudo–. Si el rey… ¡No des un paso hasta que yo vuelva! ¡Es una orden!
En un instante agarró y guardó un objeto de importancia nacional que estaba sobre la mesa, y atravesó la puerta, volando por los jardines del palacio, con sus andrajos tremolando, con el rostro encendido y los ojos fulgurantes: Tan pronto llegó a la verja, asió los barrotes e intentó sacudirlos gritando:
–¡Abran! ¡Desatranquen las rejas!
El soldado que había maltratado a Tom obedeció prontamente; cuando el príncipe se precipitó a través de la puerta, medio sofocado de regia ira, el soldado le asestó una sonora bofetada en la oreja, que lo mandó rodando al camino.
–Toma eso –le dijo–, tú, pordiosero, por lo que me hizo Su Alteza.
La turba rugió de risa. El príncipe se levantó del lodo y se abalanzó al centinela, gritando:
–Soy el Príncipe de Gales, mi persona es sagrada. Serás colgado por poner tu mano sobre mí.
El soldado presentó armas con la alabarda y dijo burlonamente:
–Saludo a Su graciosa Alteza –y luego añadió colérico–, ¡Lárgate, basura demente!
Entonces la regocijada turba rodeó al pobre principito y lo empujó camino abajo, acosándolo y gritando: "¡Paso a Su Alteza Real!, ¡paso al Príncipe de Gales!"
4. Comienzan los problemas del príncipe
Después