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Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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Sin embargo, Miliukov, en su calidad de ministro de Estado, se vio obligado a pedir al gobierno inglés, por mediación del embajador ruso Nabokov, que se pusiera en libertad a Trotsky y se le permitiera dirigirse a Rusia. «El gobierno inglés, que conocía la actuación de Trotsky en los Estados Unidos —escribe Nabokov —, no salía de su asombro: “¿Qué es esto, malignidad o ceguera?”. Los ingleses se encogieron de hombros, comprendieron el peligro, nos lo advirtieron». Lloyd George, sin embargo, tuvo que ceder. En contestación a la pregunta que formuló Trotsky al embajador británico en la prensa de Petrogrado, sir Buchanan retiró, confundido, su acusación y declaró: «Mi gobierno retuvo en Halifax a un grupo de emigrantes, únicamente hasta que el gobierno ruso aclarara su personalidad. A esto se reduce la detención de los emigrantes rusos». Buchanan era, no sólo un gentleman, sino también un diplomático.”

      En la reunión de los miembros de la Duma del Estado, celebrada a principios de junio, Miliukov, arrojado del gobierno por la manifestación de abril, exigió la detención de Lenin y Trotsky, aludiendo de un modo inequívoco a las relaciones de los mismos con Alemania. Al día siguiente, Trotsky declaró en el Congreso de los Soviets: «Mientras Miliukov no confirme o no retire esta acusación, quedará grabado en su frente el estigma de calumniador indigno». Miliukov contestó en el periódico Riech que, en efecto, esté «descontento de que los ciudadanos Lenin y Trotsky se paseen libremente», pero que la necesidad de su detención la motivaba «no en el hecho de que sean agentes de Alemania, sino en el de que han pecado suficientemente contra el Código». Miliukov, que no tenía nada de gentleman, era, en cambio, un diplomático. La necesidad de la detención de Lenin y Trotsky se le aparecía de un modo completamente claro antes de las revelaciones de Yermolenko: la trama jurídica de la detención la consideraba como una simple cuestión de técnica. El jefe de los liberales se había servido de la acusación mucho antes ya de que fuera puesta en circulación en forma «jurídica».

      Donde aparece de un modo más elocuente el papel desempeñado por el mito del oro alemán es en el pintoresco episodio relatado por el administrador del gobierno provisional, el kadete Nabokov (al que no hay que confundir con el embajador ruso en Londres, citado anteriormente). En una de las reuniones del gobierno, Miliukov observó incidentalmente: «Para nadie es un secreto que el dinero alemán fue uno de los factores que contribuyeron a la revolución». Esto se parece mucho a lo de Miliukov, aunque la fórmula esté evidentemente atenuada. «Kerenski —según el relato de Nabokov— se puso literalmente fuera de sí; cogió su cartera y, golpeando con ella la mesa, dijo a grandes gritos: “Después que el ciudadano Miliukov se ha atrevido a calumniar en mi presencia la sagrada causa de la gran revolución rusa, no tengo el menor deseo de permanecer aquí ni un minuto más”». Esto tiene todas las trazas de ser de Kerenski, aunque los gestos aparezcan acaso un tanto recargados. Hay un refrán ruso que aconseja no escupir en el pozo cuya agua tendrá uno acaso que beber un día u otro. Ofendido por la Revolución de Octubre, Kerenski no ha encontrado cosa mejor que dirigir contra esa revolución el mito del oro alemán. Lo que en Miliukov era «calumnia contra una causa sagrada», en Burstein-Kerenski se convirtió en la sagrada causa de la calumnia contra los bolcheviques.

      La cadena interrumpida de sospechas de germanofilia y espionaje que, partiendo de la zarina, de Rasputín, de los círculos palaciegos y pasando por los ministerios, el Estado Mayor, la Duma, las redacciones liberales, llegaba hasta Kerenski y parte de los círculos soviéticos dirigentes, sorprende más que nada por su uniformidad. Los adversarios políticos parecían haber decidido ahorrar todo esfuerzo a su imaginación, y se limitaban a pasar una misma acusación de un sitio a otro, preferentemente de derecha a izquierda. La calumnia lanzada en julio contra los bolcheviques no cayó del ciclo sin más ni más, sino que era el fruto natural del pánico y del odio, el último eslabón de una cadena ignominiosa, la transmisión de la fórmula calumniosa preparada con un nuevo y definitivo destino que reconciliaba a los acusadores y acusados de ayer. Todas las ofensas de los dirigentes, todo su miedo y su rencor se dirigían contra aquel partido, situado en la extrema izquierda, que era la máxima encarnación de la fuerza irresistible de la revolución. ¿Podían, en efecto, las clases dirigentes ceder el sitio a los bolcheviques sin hacer una última y desesperada tentativa para hundirlos en la sangre y en el cieno? La calumnia debía caer fatalmente sobre la cabeza de los bolcheviques. Las revelaciones del contraespionaje no eran más que la materialización del delirio de las clases poseedoras, que se veían en una situación sin salida. De ahí que la calumnia adquiriese una fuerza tan terrible.

      El espionaje alemán, ni que decir tiene, no era ningún delirio. El espionaje alemán en Rusia estaba incomparablemente mejor organizado que el ruso en Alemania. Bastará recordar que el ministro de la Guerra, Sujomlinov, fue ya detenido bajo el antiguo régimen como hombre de confianza de Berlín. Es asimismo indudable que los agentes alemanes procuraban infiltrarse no sólo en los círculos palatinos y monárquicos, sino también en los de la izquierda. Las autoridades austríacas y alemanas, ya desde los primeros días de la guerra, se dedicaron a coquetear asiduamente con las tendencias separatistas, empezando por la emigración ucraniana y caucásica. Es curioso que Yermolenko, reclutado en abril de 1917, fuera destinado a la lucha por la separación de Ucrania. Ya en el otoño de 1914, tanto Lenin como Trotsky habían incitado desde la prensa, en Suiza, a romper con los revolucionarios que se dejaban coger en el anzuelo del militarismo austro-alemán. A principios de 1917, repitió Trotsky, en Nueva York, esta advertencia respecto de los socialdemócratas de izquierda, partidarios de Liebknecht, con los que habían intentado entablar relaciones los agentes de la embajada británica. Pero al hacer el juego de los separatistas con el fin de debilitar a Rusia y de asustar al zar, el gobierno alemán se hallaba muy lejos de pensar en el derrocamiento del zarismo. La mejor prueba de esto la tenemos en la proclama distribuida por los alemanes, después de la Revolución de Febrero, en las trincheras rusas, y leída el 11 de marzo en la reunión del Soviet de Petrogrado. «En un principio, los ingleses marcharon juntos con vuestro zar; ahora se han levantado contra él, porque no está de acuerdo con sus exigencias interesadas. Han derribado del trono al zar que os había dado Dios. ¿Por qué ha sucedido así? Porque el zar había comprendido y denunciado la política falsa y pérfida de Inglaterra». Tanto la forma como el contenido de este documento son garantía de su autenticidad. Es tan imposible falsificar al teniente prusiano como su filosofía histórica. Hoffman, teniente general prusiano, consideraba que la revolución rusa había sido planeada en Inglaterra. Semejante suposición, con todo, es menos absurda que la teoría de Miliukov-Struve, pues Postdam siguió confiando hasta el último instante en la paz separada con Tsárskoye Seló, mientras que en Londres lo que más se temía era esa misma paz. Únicamente cuando se vio claramente la imposibilidad de la restauración del zar, el Estado Mayor alemán cifró sus esperanzas en la fuerza desmoralizadora del proceso revolucionario. Pero ni siquiera en la cuestión del viaje de Lenin a través de Alemania partió la iniciativa de los círculos alemanes, sino del propio Lenin, y en su forma primitiva, del menchevique Mártov. El Estado Mayor alemán no hizo más que aceptar la iniciativa, aunque, con toda seguridad, no sin vacilaciones. Ludendorff se dijo: «A ver si van un poco mejor las cosas por ese lado».

      Durante los acontecimientos de julio, los propios bolcheviques buscaban la acción de una mano extraña y criminal en ciertos excesos inesperados y evidentemente deliberados. Trotsky escribía por aquellos días: «¿Qué papel han desempeñado en esto la provocación contrarrevolucionaria o el espionaje alemán? Ahora es difícil decir nada en concreto sobre el particular... Habrá que esperar los resultados de una verdadera investigación. Pero desde ahora puede ya decirse con seguridad que los resultados de una tal investigación puede arrojar una viva luz sobre la labor de las bandas reaccionarias y el papel subrepticio del oro, alemán, inglés o simplemente ruso, o de todo él junto. Sin embargo, ninguna investigación judicial puede modificar la significación política de los acontecimientos. Las masas de obreros y soldados de Petrogrado no han sido ni podían ser comparadas, Dichas masas no están al servicio ni de Guillermo, ni de Buchanan, ni de Miliukov. El movimiento fue preparado por la guerra, el hambre inminente, la reacción que levantaba la cabeza, la incapacidad del gobierno, la ofensiva aventurera, la desconfianza política y la inquietud revolucionaria de los obreros y soldados». Todos los materiales, documentos y memorias conocidos después de la guerra y de las dos revoluciones, atestiguan, de un modo incontestable, que la participación de los agentes


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