Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.
es que el Santo Sínodo se apresuró el 9 de marzo a bendecir la revolución efectuada, e invitaba al pueblo a «otorgar su confianza al gobierno provisional». Sin embargo, el porvenir se presentaba amenazador. El gobierno guardaba silencio sobre la cuestión de la Iglesia, lo mismo que sobre otras. El clero se hallaba completamente desconcertado. De vez en cuando llegaba de un sitio remoto, por ejemplo, de la ciudad de Verni, situada en la frontera de China, un telegrama del párroco asegurando al príncipe Lvov que su política respondía completamente a los preceptos del Evangelio. La Iglesia, adaptándose a la situación, no se atrevía a intervenir en los acontecimientos. Esto se manifestó con particular evidencia en el frente, donde la influencia del clero se desmoronó junto con la disciplina inspirada en la intimidación. «La oficialidad —confiesa Denikin— luchó durante algún tiempo por conservar sus atribuciones y su autoridad; en cambio, desde los primeros días de la revolución, la voz de los curas se extinguió, y cesó toda participación de los mismos en la vida de las tropas». Las reuniones del clero en el Cuartel General y en los Estados Mayores transcurrían sin dejar absolutamente ninguna huella.
A pesar de todo, el Concilio, que representaba antes que nada los intereses de casta del propio clero, sobre todo de su sector superior, no quedó encerrado en el marco de la burocracia eclesiástica: la sociedad liberal se agarró a él con todas sus fuerzas. El partido kadete, que no tenía raigambre política en el pueblo, soñaba con que la Iglesia reformada le sirviera como de agente de relación con las masas. Desempeñaron un papel activo en la preparación del Concilio, al lado de los príncipes de la Iglesia, los políticos de la nobleza de distintos matices, tales como el príncipe Trubetskói y el marqués Olsufiev, Rodzianko, Samarin y los profesores y escritores liberales. El partido kadete hizo vanos esfuerzos para crear alrededor del Concilio una atmósfera de reforma, sin dejar de temer, al mismo tiempo, que un movimiento imprudente hiciera tambalearse el carcomido edificio. Tanto el clero como los reformadores de la nobleza, se hallaban lejos de pensar en la separación de la Iglesia y el Estado. Los príncipes de la Iglesia estaban, naturalmente, inclinados a debilitar el control del Estado sobre sus asuntos interiores, pero sin dejar de aspirar a que el Estado no sólo siguiera protegiendo su situación privilegiada, sus tierras y sus ingresos, sino también cubriendo la parte del león de sus gastos. La burguesía liberal estaba dispuesta, a su vez, a garantizar a la Iglesia ortodoxa su situación de Iglesia dominante, pero a condición de que aprendiera a servir en una nueva forma a los intereses de las clases gobernantes entre las masas.
Pero aquí era donde empezaban las principales dificultades, Denikin hace notar que la revolución rusa «no creó un movimiento religioso popular más o menos digno de atención». Más justo sería decir que a medida que iban incorporándose a la revolución nuevos sectores del pueblo, volvían casi automáticamente la espalda a la Iglesia, si es que antes habían tenido alguna relación con ella. En el campo, algunos que otros curas podían tener aún cierta influencia personal como consecuencia de la actitud adoptada por ellos en la cuestión de la tierra. En la ciudad, a nadie, no ya en los medios obreros, pero ni entre la pequeña burguesía, se le ocurría dirigirse al clero para resolver las cuestiones planteadas por la revolución. El Concilio se preparó en medio de la mayor indiferencia del pueblo. Los intereses y las pasiones de las masas hallaban su expresión en el lenguaje de las consignas socialistas, y no en los textos religiosos. La Rusia retrasada, que hacía rápidamente su curso de historia, se veía obligada a pasar por alto no sólo la época de la Reforma, sino también la del parlamentarismo burgués.
El Concilio eclesiástico, proyectado en los meses ascensionales de la revolución, coincidió con las semanas de defensa de la misma. Esto le dio un carácter todavía más reaccionario. La composición del Concilio, las cuestiones tratadas por el mismo, incluso el ceremonial de su apertura, todo atestiguaba que se habían producido modificaciones radicales en la actitud de las distintas clases con respecto a la Iglesia. En el oficio celebrado en la catedral de Uspenski participaron, al lado de Rodzianko y de los kadetes, Kerenski y Avkséntiev. En su discurso de salutación, el socialrevolucionario Rudniev, alcalde de Moscú, dijo: «Mientras viva el pueblo ruso, brillará en su espíritu la llama de la fe cristiana». En la víspera, todavía, esos mismos hombres se tenían por descendientes directos del gran socialista ruso Chernichevski.
El Concilio envió manifiestos a todos los rincones del país, invocó un poder fuerte, anatematizó a los bolcheviques, y haciendo coro al ministro del Trabajo, Skóbelev, adjuró: «Obreros, trabajad sin escatimar vuestras fuerzas, y subordinad vuestras demandas al bien de la patria». Pero a lo que el Concilio concedió particular atención fue al problema de la tierra. Los metropolitanos y los obispos estaban no menos asustados y enfurecidos que los terratenientes por las proporciones que tomaba el movimiento campesino, y el miedo a perder las tierras de la Iglesia y de los monasterios les emocionaba mucho más que el problema de la democratización de la Iglesia. Amenazando con la cólera divina y la excomunión, los mensajes del Concilio exigen «que se devuelvan inmediatamente a las iglesias, conventos, parroquias y propietarios particulares las tierras, los bosques y las cosechas que les han sido robados». Aquí sí que es oportuno recordar lo de la voz que clama en el desierto. El Concilio estuvo reunido semanas y semanas, y hasta después de la Revolución de Octubre no dio cima a sus trabajos, que culminaron en la restauración del patriarcado, abolido por el emperador Pedro 200 años antes.
A finales de julio, el gobierno decidió convocar en Moscú, para el 13 de agosto, una conferencia de todas las clases e instituciones sociales del país. La composición de la conferencia fue determinada por el mismo gobierno. En contradicción completa con todas las elecciones democráticas celebradas en el país, el gobierno tomó medidas para que participara en la asamblea un número igual de representantes de las clases poseedoras y del pueblo. Sólo a base de ese equilibrio artificial, confiaba en salvarse a sí mismo el gobierno destinado a salvar la revolución. No se otorgó ninguna atribución definida a dicha conferencia. «La conferencia —dice Miliukov— tenía, a lo sumo, un carácter consultivo». Las clases poseedoras querían dar a la democracia un ejemplo de abnegación para adueñarse luego del poder por completo y de un modo más seguro. Oficialmente se asignó como fin a la conferencia «la unión del Estado con todas las fuerzas organizadas del país». La prensa habló de la necesidad de cohesionar, conciliar, animar y levantar el espíritu. En otros términos, los unos no querían decir claramente, y los otros eran incapaces de hacerlo, para qué se reunía en realidad la conferencia. En este caso correspondió también a los bolcheviques el papel de llamar a las cosas por su nombre.
Capítulo XXIX
Kerenski y Kornílov
Se ha escrito no poco sobre el tema de que las sucesivas calamidades e incluso el advenimiento de los bolcheviques se hubieran evitado de haberse hallado al frente del gobierno, en vez de Kerenski, un hombre de pensamiento claro y carácter firme. Es indiscutible que a Kerenski le faltaba lo uno y lo otro. Pero, ¿por qué determinadas clases sociales se vieron obligadas a levantar sobre sus espaldas precisamente a Kerenski?
Como para remozar la memoria histórica, los acontecimientos españoles han venido a mostrarnos nuevamente cómo en los primeros momentos la revolución, borrando las demarcaciones políticas habituales, lo envuelve todo en una niebla rosada. En esta etapa, hasta sus enemigos se esfuerzan en teñirse de su color; en este mimetismo se expresa la tendencia semiinstintiva de las clases conservadoras a adaptarse a las transformaciones que les amenazan, con miras a sufrir lo menos posible las consecuencias de esas mismas transformaciones. La solidaridad de la nación, basada en unas cuantas frases hueras, convierte la tendencia conciliadora en una función política necesaria. En esa fase, los idealistas pequeñoburgueses, que se elevan por encima de las clases, piensan con frases de cajón, no saben lo que quieren y desean que todo el mundo vaya bien: son los únicos caudillos posibles de la mayoría. Si Kerenski hubiera tenido un pensamiento claro y una voluntad firme, habría resultado completamente inservible para desempeñar su papel histórico. Esto no es una apreciación retrospectiva. En el momento en que los acontecimientos se hallaban en su apogeo, los bolcheviques lo estimaban ya así. «Defensor de los procesos políticos, socialrevolucionario que se hallaba al frente de los trudoviki, radical sin ninguna escuela socialista, Kerenski era el que mejor reflejaba