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El único e incomparable Bob. Katherine ApplegateЧитать онлайн книгу.

El único e incomparable Bob - Katherine Applegate


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que ella la paseara.

      —¡Snick, tienes buen aspecto hoy, nena! —grito por la ventana abierta, y ella me responde con su labio curvado y sus ojos entrecerrados, aunque pensándolo bien, es más o menos su aspecto de siempre.

      Como de costumbre, Snickers viste a la última moda. Lleva puesto un impermeable rosado, un brillante sombrero para la lluvia y unas diminutas botas rosas.

      —Esas botas fueron hechas para reírse de ellas —agrego de paso.

      Me gusta causarle un poco de aflicción. Pero antes de que pueda disfrutar el momento, aparece otro molesto conocido mío.

      Nutwit

      Nutwit, la ardilla gris que vive en el roble de nuestro jardín delantero, salta a una rama más baja y me mira con una compasión apenas disimulada.

      Odio la compasión. En particular, la apenas disimulada.

      —No sé por qué te burlas de ella —dice—. No estás en condiciones de hablar, Bob. Sois iguales.

      —Ven a la ventana y repite eso.

      —Para que puedas ¿qué?, ¿babearme hasta la muerte?

      —¿Eres consciente de que mi mejor amigo es un gorila? —pregunto—. Serías una fantástica comida para simios, cola esponjada.

      Nutwit se estira para atrapar una bellota que cuelga frente a él y tira de ella para liberarla.

      —Creía que los gorilas eran vegetarianos.

      —Iván come termitas —digo—. Podría hacer una excepción contigo.

      —Reconócelo, Bob. Eres un animal doméstico. Estás a un solo paso de tener tus propias botas rosas para la lluvia.

      —Tiene razón —dice Minnie, uno de los conejillos de Indias de la familia, desde su jaula, a un lado del televisor.

      —No, no la tiene —dice Moo, su compañero de jaula.

      —Sí, tiene razón —chilla Minnie.

      —No la tiene.

      —La tiene.

      —La tiene.

      —No la tiene… —Minnie hace una pausa—. ¡Espera, me has engañado!

      Los conejillos de Indias rara vez están de acuerdo en algo.

      Nutwit salta hacia la ventana, con una bellota en la pata. Presiona su pequeña e inquieta nariz contra el cristal.

      —No durarías un día aquí afuera, Bob. Algunos de nosotros tenemos que buscarnos la vida.

      —Eh, he vivido en la calle más tiempo del que tú has estado vivo.

      Nutwit mordisquea su bellota. Es un tragón bastante melindroso.

      —Lo que tú digas, Bob.

      —Digo que te largues de aquí.

      —Bien. Sugerencia aceptada. De cualquier forma, la tormenta viene en camino. Debería almacenar mi reserva de nueces mientras pueda —Nutwit me dirige una mirada que pretende ser sabia—. Así es como se hace en el mundo real.

      Se escabulle con una ostentosa floritura acrobática.

      Las ardillas nunca hacen un salto simple cuando tienen la opción de dar una voltereta hacia atrás seguida de un salto cuádruple.

      —Estás lleno de ti mismo —digo a nadie en particular.

      —¡Sí, estamos llenos de nosotros mismos! —dice Minnie.

      —¡Sí, estamos extremadamente llenos de nosotros mismos! —dice Moo, y salta como una palomita de maíz para manifestar su acuerdo.

      Los conejillos de Indias saltan arriba y abajo cuando se sienten felices. A eso se le llama palomitear. Y es totalmente ridículo.

      ¿Eres feliz? Mueve la cola como un verdadero mamífero.

      —No soy un animal doméstico —murmuro, oliendo mi sobresaliente barriga.

      Salto con esfuerzo fuera del sofá. Luego me dirijo al cuarto de baño para dar un buen trago del tazón de agua turbulenta.

      Mimado

      Sé que Nutwit tiene razón.

      Me he convertido en un animal de costumbres, mimado, después de aquella época en que yo era responsable de mi futuro y tomaba mis propias decisiones. Durante mucho tiempo fui Bob, el fiero, el astuto, el callejero.

      Como perro callejero, vivía de las sobras en el centro comercial mientras Snickers cenaba croquetas de primera, vestida con sus sofisticadas prendas. Caramba, cómo me encantaba ese algodón de azúcar que se quedaba pegado al suelo. Los ovnis inesperados. Los trozos de perritos calientes cubiertos de cátsup y esparcidos debajo de las gradas como si fueran, no sé, dedos gordos o algo así.

      Iván se ofrecía a compartir su comida de gorila conmigo, y Stella y Ruby siempre estaban listas para pasarme una zanahoria o una manzana. Pero me negaba. Necesitaba estar en forma, ser resistente, mantenerme fiel a mi naturaleza salvaje.

      De acuerdo, tal vez de vez en cuando me comía un plátano del desayuno de Iván.

      Pero luego las cosas cambiaron. Me volví civilizado. Doméstico. Una mascota.

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      No me malinterpretes. Definitivamente tiene sus ventajas. Julia, que es toda una artista, pintó mi nombre en un tazón de comida. Me dio esta manta tan maravillosamente suave en la que se puede hacer

      el baile de cama por siempre hasta que logres acurrucarte.

      Adoro esa manta. Pero no puedo dormir sin Noesquetepilla, el viejo gorila de peluche de Iván.

      Por supuesto, justo cuando tengo marcados mi manta y Noesquetepilla con la cantidad correcta de Eau de Bob, la madre de Julia hace lo impensable. Los arroja en la lavadora y elimina hasta el último rastro de… mí.

      Hay otras indignidades que tolero.

      La caminata diaria con una cuerda de tira y afloja, después de haber salido sin correa durante toda mi vida.

      Los intentos de entrenarme. Como si eso fuera a pasar alguna vez.

      Los besos y los arrumacos.

      Bueno, los arrumacos están bien, supongo.

      Pero no entiendo los besos, de verdad. Si quieres besar a tu perro, ¿por qué no le das una gran lamida en la cara y ya está?

      No importa. ¿Y qué pasa si me he vuelto un poco mimado? ¿Un poco doméstico?

      Hay una gran diferencia entre ser doméstico y ser un cobarde.

      Otra confesión

      Lástima que no puedo negar la verdad.

      Soy ambas cosas.

      Grillo bravucón

      Cuando Julia regresa de su paseo, corro y le doy un buen saludo al viejo estilo Bob. Muchos ladriditos y vueltas, seguidos de algunos intentos de saltar a sus brazos.

      Los humanos adoran esas cosas.

      Julia me dirige una mirada severa y dice:

      —Abajo, Robert.

      Salto un poco más porque estoy decidido a convencerla de que soy incorregible. Indomable. Es parte de mi encanto. Mi sello único.

      —Abajo —dice ella de nuevo. Del bolsillo de su abrigo saca su pequeño pulsador de metal, junto con algunas golosinas.

      Odio ese pulsador. Se supone que sus clics deberían ayudar a entrenarme. Pero suenan más como un grillito bravucón.

      Ésta es la teoría. Hago algo bien, Julia da un clic. Me da un premio. Los clics me dicen cuándo me estoy comportando bien y los premios


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