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rato después, aquella misma tarde, Spencer se encontró delante de la hermosa pelirroja y decidió que no tenía nada que perder y sí mucho que ganar invitándola a su rancho en California para que viera a Indigo.
Recordaba con claridad la mirada de desprecio a la que ella le sometió antes de rechazar su invitación y repetir los comentarios negativos que, evidentemente, le había oído hacer respecto a ella.
Por ese motivo, le sorprendió mucho que Maura le llamara por teléfono la semana anterior para preguntarle si seguía necesitando que le ayudara con el caballo. Spencer no había podido rechazar el ofrecimiento ya que seguía teniendo problemas con Indigo y faltaban menos de diez días para una carrera importante.
—Tienes una casa preciosa —comentó Maura.
—Gracias. Los establos están detrás de la casa. Luego te daré un paseo por la granja —dijo Spencer.
Al acercarse a la puerta, ésta se abrió repentinamente y Maura reconoció al instante a la atractiva mujer de cabello plateado que le sonrió.
—¡Maura! Me había parecido oír voces. Estoy encantada de verte —el recibimiento de Nora Diamond fue cálido y sincero, y Maura se vio envuelta en un abrazo de bienvenida.
Inesperadamente, sintió ganas de llorar y tuvo que hacer un esfuerzo por controlar las lágrimas.
—Gracias, señora Diamond. Yo también me alegro de verla. Tiene muy buen aspecto.
—Gracias —respondió Nora echándose a un lado para dejarla pasar—. Por favor, entra. ¿Qué tal el viaje? ¿Te apetece una taza de café?
—El viaje ha sido agotador; y gracias, jamás le digo que no a un café —contestó Maura.
—Spencer, querido, lleva la maleta de Maura a su habitación.
—Ahora mismo, mamá —Spencer echó a andar hacia las escaleras.
Maura, detrás de Nora, cruzó un vestíbulo solado con baldosines, siguió por un pasillo, pasando por un gran cuarto de estar, y llegó a una amplia cocina.
En el centro de la cocina había un mostrador de madera, el resto de los aparatos y muebles de cocina formaban una U alrededor del perímetro de la estancia.
Los muebles estaban pintados de un blanco inmaculado debajo de una encimera color pizarra del mismo color que los azulejos del suelo.
A Maura le gustó especialmente el detalle de decoración que ofrecían las cacerolas y sartenes de cobre colgando del techo encima del mostrador del centro.
Delante del ventanal, que daba al porche, había una mesa de roble y seis sillas haciendo juego. El porche daba a un jardín y, a cierta distancia, Maura pudo distinguir los tejados de unas construcciones que supuso serían los establos.
—Qué cocina más bonita —comentó Maura.
—Gracias. Por favor, siéntate —dijo Nora mientras se acercaba al mostrador central—. Bueno, dime qué tal el viaje.
—Muy bien, gracias —respondió Maura educadamente—. Me encanta viajar viendo el campo.
Maura no tenía carnet de conducir y no soportaba volar. Los dos días de viaje en autobús a través de cinco estados habían sido agradables.
Durante el trayecto, no había dejado de pensar en cómo iba a arreglárselas para tener un encuentro con su padre.
Maura se había enterado de la existencia de su padre hacía solo un mes, al encontrar una caja de zapatos mientras vaciaba el armario de su madre. Dentro de la caja había varios papeles, incluido un viejo diario.
Intrigada, Maura empezó a leer el diario, que su madre inició a los veintiún años. Al llegar a la parte que describía un día de un cálido verano en el que su madre conoció a un atractivo joven llamado Michael Carson, el estilo y el contenido de la redacción cambió dramáticamente.
Se habían conocido en la feria de campo de Bridlewood y, desde ese momento, el diario de Bridget Murphy contenía las fantasías de una joven enamorada.
Pronto, Maura se dio cuenta de que su madre y ese joven se habían convertido en amantes. Pero un mes después de su encuentro, Mickey, como le llamaba su madre cariñosamente, regresó a California. Tras su marcha, las anotaciones en el diario se hicieron más escasas, hasta interrumpirse definitivamente.
Maura no pudo evitar sentir cierta desilusión al enterarse de que el romance no había tenido un final feliz. Justo al cerrar el diario, notó que había un sobre entre sus páginas.
El sobre estaba escrito con la letra de su madre y dirigido a Michael Carson, en Walnut Grove, Kincade, California. La carta había sido abierta y leída, pero en el sobre se había borrado la dirección del destinatario y se le había devuelto al remitente.
La carta, con letra de su madre, comenzaba así: «Querido Mickey… voy a tener un hijo, tu hijo…»
Perpleja, Maura volvió a leer el diario y la carta, dándose cuenta de que la carta estaba fechada dos meses antes de que ella naciera. Michael Carson era su padre.
Al principio, no supo qué hacer. Sin embargo, después de unas discretas llamadas de teléfono, descubrió que Michael Carson aún vivía en Kincade, la pequeña ciudad de California.
—¿Cómo tomas el café? —la pregunta la hizo Spencer mientras se acercaba a la mesa con una bandeja en la que había tazas, crema y azúcar.
Maura, ensimismada en sus pensamientos, no le había oído entrar en la cocina; sin embargo, la profunda y resonante voz de Spencer la devolvió inmediatamente al presente.
Maura miró los azules ojos de él y, durante unos segundos, sintió lo mismo que lo que debía sentir un ciervo al que los faros de un coche sorprendían en medio de una carretera.
Maura contuvo la respiración, ruborizada. El corazón empezó a palpitarle con fuerza.
—Oh, lo siento —murmuró ella—. Estaba… con la cabeza en otro sitio, disfrutando de la vista.
Maura sonrió nerviosamente.
—Pues a juzgar por cómo fruncías el ceño, apostaría a que estabas dándole vueltas a un problema —comentó Spencer—. ¿Me equivoco?
Maura tragó saliva. Ese hombre era demasiado perceptivo para su gusto, y también estaba claro que sentía ciertas reservas hacia ella.
En realidad, no podía culparle. Dos meses atrás, cuando se conocieron, se había mostrado muy desagradable con él al rechazar su invitación a ir al rancho; no obstante, el comportamiento arrogante de ese hombre y los escépticos comentarios con los que cuestionó su profesionalidad, fueron el motivo de su comportamiento hacia él y de que rechazara su invitación.
La llamada que le había hecho para preguntarle si aún requería ayuda con aquel caballo debía haberle sorprendido enormemente.
La verdadera razón por la que Maura le había llamado era porque recordaba que el rancho Blue Diamond estaba en Kincade, California, la misma ciudad a la que había sido dirigida la carta de su madre.
—¿Lo ves? Estás frunciendo el ceño otra vez —bromeó Spencer, pero Maura notó que no estaba bromeando del todo.
—Spencer, querido, compórtate —le amonestó su madre mientras llevaba a la mesa la cafetera y un plato con pastas—. Maura debe estar cansada del viaje.
Maura lanzó a la madre de Spencer una mirada de agradecimiento.
—¿Crema y azúcar? —preguntó Spencer a Maura educadamente mientras su madre servía el café en las tazas.
—Sí, crema, gracias —respondió Maura forzándose a mirar a Spencer a los ojos.
—De nada, pelirroja —dijo él mientras le echaba crema en la taza.
Maura gruñó para sí al oír el detestado mote. Bajó los ojos y reprimió el deseo de