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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria DahlЧитать онлайн книгу.

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl


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con menos prestigio de la universidad y el tamaño de los despachos así lo reflejaba.

      Tenía la puerta abierta y cuando Olivia llamó, Lewis alzó la mirada confundido.

      Cuando reparó en su presencia, la incomodidad se reflejó en sus facciones.

      –Olivia, buenos días. Pasa. Y… eh, ¿puedes cerrar la puerta?

      ¡Ay, no! Aquello no presagiaba nada bueno. Nada bueno en absoluto. La sangre abandonó el cerebro de Olivia a tal velocidad que sintió un ligero mareo. Saludó a su jefe con una seria inclinación de cabeza mientras cerraba la puerta.

      –¿Ocurre algo?

      –No estoy seguro –señaló la silla. Olivia tomó asiento–. He recibido una información que necesito exponerte, aunque es de naturaleza personal y preferiría no tener que hacerlo.

      Olivia asintió como si lo comprendiera.

      –Se te acusa de mantener una conducta inadecuada con uno de tus alumnos.

      –¿Qué? –preguntó ella casi sin aliento.

      La sangre que había abandonado su cerebro regresó con una violencia despiadada. La piel le ardía como el fuego.

      –¿Es cierto que tienes una relación personal con uno de tus estudiantes?

      –¿Quién te ha contado eso?

      –Olivia, esa no es la cuestión. ¿Es cierto?

      –Yo. No. Es decir, hay un estudiante en mi clase que es amigo mío. Pero le conocí antes de que comenzaran las clases.

      Lewis esbozó una mueca.

      –¿En qué clase está?

      –En una sesión de formación continua para emprendedores en hostelería. No es un curso que reporte créditos académicos, Lewis. Y no es un estudiante universitario. Es propietario de un restaurante. No es que… Yo jamás…

      Lewis alzó la mano y exhaló despacio antes de tomar aire.

      –De acuerdo. Todas son buenas noticias. Me preocupaba que pudiera tener algo que ver con el grupo de alumnos a los que estás tutorizando este verano.

      –¡No! ¡Claro que no!

      Lewis consiguió esbozar una leve sonrisa.

      –Por supuesto, no podía creerme que estuvieras manteniendo una relación inapropiada con uno de los estudiantes que tienes bajo tu supervisión, pero cualquier indicio de esa clase de conducta debe de ser comunicado sin dilación.

      –¡Por supuesto, por supuesto! –a Olivia se le hizo un nudo en la garganta por culpa de las lágrimas nacidas de una mezcla de miedo y alivio–. Siento haberte puesto en esta situación. No sé quién puede haber insinuado nada de ese tipo.

      –Estoy seguro de que la persona en cuestión solo está preocupada por las implicaciones éticas del asunto.

      Sí, claro. Y las vacas volaban.

      –Si puedes decirme quién te lo ha contado, podría ser yo la que aliviara sus preocupaciones. Me avergüenza que hayamos llegado a este punto. Y, por supuesto, lo último que quiero es dañar la reputación de la universidad.

      –No puedo decirte su nombre, Olivia. Pero le transmitiré lo que me has dicho.

      Olivia asintió.

      –¿Necesitas algo más?

      –Sí, espera un momento –tecleó algo en el ordenador e imprimió una hoja–. Solo necesito que firmes esto, es el reconocimiento de que hemos mantenido esta conversación.

      Olivia fulminó con la mirada la hoja que le tendía. Cuando miró a Lewis, este esbozó una mueca.

      –Lo siento. Tengo que registrarlo. No te estoy pidiendo su nombre. No quiero inmiscuirme en tu vida personal, pero necesito que firmes esto para demostrar que hemos tenido esta conversación.

      Aquello quedaría registrado para siempre. Y saldría a la luz cuando el departamento asignara las clases en otoño. A Olivia le tembló la mano mientras garabateaba su firma.

      Lewis no podía decirle quién le había comunicado aquella bajeza, pero Olivia no necesitaba un nombre. Sabía quién lo había hecho y salió decidida hacia su edificio.

      El Departamento de Economía estaba en un edificio precioso, tradicional, de techos altos y amplios ventanales. Oliva entró como si estuviera tomando un castillo al asalto. No había puesto un pie en aquel edificio desde hacía meses, pero había pasado años subiendo y bajando aquellas escaleras: reuniéndose a almorzar con Víctor cuando este se lo pedía, llevándole libros que se había dejado en casa, corriendo a llevarle su camisa más bonita cuando el decano le pedía una reunión. Si alguna vez había habido una profesora que hubiera sido utilizado como asistente, esa había sido ella.

      Olivia pasó a paso ligero delante de la recepcionista mientras esta balbuceaba una protesta. La puerta de Víctor estaba cerrada, así que avisó con un golpe antes de abrirla. Casi esperaba encontrarle acostándose con una estudiante en el escritorio, pero la mesa estaba vacía. El despacho estaba vacío.

      –¡Señora Bishop! –gritó la recepcionista mientras corría hacia allí.

      –Señorita Bishop.

      –El señor Bishop no está aquí. No ha venido en toda la semana.

      –¿Está en la ciudad?

      –No lo sé, pero no puede presentarse aquí y…

      Olivia pasó por delante de ella, sacando el teléfono móvil mientras caminaba. En cuanto marcó el número de Víctor saltó el buzón de voz, lo que podía significar cualquier cosa. Que estaba de vacaciones con una de sus novias de veintitrés años. O en una pista de raquetbol. O jugando al golf con algún pez gordo de la universidad. O que no la tenía a ella para recordarle que cargara el teléfono.

      Estando tan humillada, mortificada y furiosa, no tenía sentido intentar trabajar. Sentía el corazón a punto de salírsele del pecho.

      ¿Cómo se atrevía? Después de todo lo que le había hecho pasar, ¿cómo se atrevía a lanzarla a los lobos con tan vil ensañamiento? Ella no tenía la protección de su propio trabajo, como él. Ni siquiera tenía un contrato fijo. No era profesora numeraria. En cuanto surgiera la menor duda, lo más prudente para la universidad sería despedirla.

      Para cuando terminó de recoger sus cosas y pudo dirigirse hacia el coche, Olivia estaba al borde de las lágrimas. Si terminaba llorando por culpa de Víctor en el trabajo, le destrozaría. Le arruinaría la vida. Y estaba en condiciones de hacerlo. Por eso era tan impactante que hubiera sido tan mezquino.

      Por suerte para Víctor, consiguió reprimir las lágrimas hasta que llegó al coche y, para entones, la furia había arrasado con las ganas de llorar. El camino hasta la casa de Víctor, la que había sido también su casa, fue visto y no visto. Aparcó en el camino de la entrada, encantada con el chirrido de los neumáticos sobre el cemento. Solo había provocado aquel chirrido otra vez en su vida.

      Con una amarga sonrisa, dejó el coche en la zona del aparcamiento y se abalanzó hacia la puerta como un espíritu vengativo. Así era como se sentía, de todas formas. Aunque probablemente pareciera una profesora irritada y con tacones. El sonido del timbre de la puerta resonó en su cabeza.

      Al no obtener respuesta, tuvo la convicción de que Víctor estaba fuera. Había hecho una llamada de teléfono que podía arruinarle la vida y después se había largado feliz en un avión a Hawái. El muy arrogante, egoísta, inútil… Olivia aporreó el timbre una y otra vez, como si así pudiera descargar su furia.

      –¡Un momento, maldita sea! –gritó una voz de hombre en el interior.

      Olivia se quedó helada con el dedo sobre el timbre.

      La puerta se abrió con un silbido.

      –¿Qué demonios…? –al


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