La ruta del afecto. Gabriel GobelliЧитать онлайн книгу.
junto al café con leche que lleva al microondas una y otra vez para volver a templarlo, acción que repite varias veces los domingos por la mañana entre lectura de diarios y escritura. Su primo, desde San Francisco, luego de leer algunos borradores iniciales, le envía un mensaje de whatsapp: “The pen flows (la pluma fluye)”.
Varios escenarios forman parte de los primeros años de mi infancia: la casa de mis abuelos en Buenos Aires, la casa familiar, la panadería y las vacaciones en Mar del Plata.
Mar del Plata era el ingreso por Avenida Luro, era la playa en la vieja Punta Mogotes, era la campera abrigada a la tardecita sobre el cuerpo que aún conservaba el calor del sol, el placer de ir a un hotel, Sacoa, las medias lunas, la vianda en la playa, la cola en Montecatini.
No existía en mi familia, y supongo que lo mismo ocurriría con otras a fines de los años sesenta, la idea de concurrir de vacaciones a lugares distintos. El destino del lugar para descansar tenía su costado placentero en la repetición de la elección, como un sello distintivo. El nuestro era Mar del Plata.
Siendo nosotros muy chicos, mamá y papá viajaban en micro a unas cortas vacaciones de una semana. Mis abuelos viajaban de Buenos Aires a 9 de Julio para quedarse con nosotros; siempre fue esa ruta Buenos Aires-9 de Julio la ruta del afecto. La puerta de acceso a la casa de mis abuelos y tías, de los cines, del Italpark, de las pizzerías.
Pronto con mi hermano nos incorporamos a las vacaciones familiares que mamá se encargaba de organizar. Por su obra social tenía acceso a buenos hoteles donde sólo pagaba papá una tarifa reducida. A mediados de los ‘70 nos tocó el Hotel Astor de la calle Entre Ríos entre Luro y San Martin; yo tenía 12 años. Era un hotel de cuatro estrellas que significó un acontecimiento para la familia y en especial para José y para mí porque por primera vez íbamos a dormir en habitaciones que si bien estaban localizadas en el mismo piso estaban separadas por varios metros.
Ese fue un fue un viaje hecho en conjunto por las familias de los dos hermanos que compartían la explotación de la panadería, Raúl y Rogelio, mi padre y su hermano. Viajamos a bordo de la rural Falcon que mi papá y mi tío compartían. Haber llegado a ese auto había sido un salto de calidad en la movilidad familiar ya que veníamos de un Citroën 3cv. Aún me acuerdo la patente de esa rural, X056288. Era el tiempo donde la letra indicaba en qué provincia estaba patentado el auto. La X pertenecía a Córdoba ya que la C estaba reservada a la Capital Federal. En la semana se usaba el auto en forma compartida, pero cada domingo era de uso exclusivo de una de las dos familias.
Antes de salir de vacaciones se dejaba el auto cargado desde la noche anterior. Había que salir muy temprano para no llegar a Mar del Plata más allá del mediodía ya que el calor se hacía insoportable. Los 500 km. que separan a 9 de Julio de Mar del Plata insumían siete horas aproximadamente. Desde las diez u once de la mañana hasta que cayera el sol íbamos a las viejas playas de Punta Mogotes que en aquel momento eran casi desérticas. Colocábamos las sombrillas juntas con las circunferencias unidas tangencialmente y vinculadas por lonas que enterrábamos en la arena para resguardarlas del viento. Nos volvíamos con ese calor remanente en la piel, con los labios cuarteados, arena entre los dedos y las piernas frías a la espera de un baño caliente.
Día 5
Todo se vuelve caótico cuando se borra el camino de las hormigas. Con sólo deslizar la yema del dedo sobre el camino que han trazado, un dique virtual se levanta entre las que vienen y las que van. Aquellas que encabezan la caravana, en ambos sentidos, se detienen desconcertadas. Las de atrás chocan como autos en una autopista, se desvían. Otras se paralizan, otro grupo gira y busca reconstruir el sendero para seguir. Algo inesperado les ha cambiado su rutina en segundos. Pero luego de cierto estupor inicial, se redireccionan y vuelven al curso.
Los seres humanos se comportan de una forma parecida ante lo inesperado. Con mayor o menor plasticidad se reconstruyen. A diferencia de otras especies, tienen más información sobre las secuelas psicológicas que se disparan ante los acontecimientos inevitables que los golpean directamente. Reinventarse y seguir, esa es la cuestión.
Eso hizo junto a su padre. La vida deslizó su yema presionando duramente sobre su camino y algo de eso natural que les sucede a las hormigas aconteció en el diario transitar de sus vidas. El seguro de una granada se colapsó en tiempos de edades neurálgicas de ambos: quince y cuarenta y tres.
Poco antes de que su padre se subiera al micro para volver a 9 de Julio luego del festejo del cumpleaños de su nieta mayor, guardó los textos que escribió recientemente sobre ese hecho devastador que les tocó compartir. Su padre los agradece como si los hubiera estado esperando. Le cuenta a través del diálogo casi diario que mantienen a través del messenger, que los lee y los relee. Un canal de comunicación inesperado irrumpe en la vida de los dos. Lo celebran. Lo necesitan. Buscaron, merodearon y, al igual que las hormigas, remarcaron la huella.
Gabriel y José. Buenos Aires, 1968.
José y Gabriel. Mar del Plata, 1975.
Transité mis primeros años en otra casa, también en la calle Río Uruguay, a escasos 200 metros de la nueva que construyó la familia cuando tenía diez años. Nací en el sanatorio 9 de Julio. Mi mamá prefirió que José naciera en Buenos Aires, ya que durante el trabajo de parto que tuvo durante mi nacimiento, sufrió mucho. En parte puede haber sido una de las razones para exportar el segundo parto, pero no se puede soslayar el apego de mi mamá con su familia. Tenía tan sólo 23 años al momento de tener a su segundo hijo.
La primera casa era una típica casa cajón retirada del frente con un pequeño jardín delante del dormitorio y el comedor que miraban a la calle. Al costado estaba el garaje, el principal lugar de juegos en la historia de nuestra infancia. Sobre el contrafrente, el dormitorio de mis padres, la cocina y el lavadero semicubierto.
Era una tarde cálida con el sol casi cayendo en forma horizontal cuando en ese lavadero orientado al oeste nos estábamos peleando a las trompadas con José. El tenía tres años y yo seis. En un momento dado, José se golpeó la cabeza contra el piso de baldosas calcáreas color ocre del lavadero, hizo un ruido seco y se quedó en absoluto silencio. Por unos instantes no se movió. Después comenzó a girar y de su nuca vi algo parecido a lo que para mí era parte de su masa encefálica. Quedé paralizado. José continuó girando y al fin me di cuenta que había visto el dorso de su mano enredada en el cabello sobre la nuca que en mi visión aterrada se me presentó como un desprendimiento. En ese momento, liberó un llanto ensordecedor. Lo abracé fuerte, lloré con él. Fue la primera evidencia palpable de cuánto lo amaba.
Día 6
Es viernes y se dirige a una obra en Plaza Francia. Son las tres de la tarde. Busca un asiento en la plaza de Pueyrredón y Las Heras orientado al sol porque el frío es intenso. Siente su cuerpo aflojarse. Un rato antes se había enfrentado al espejo del baño del estudio y bajo unos ojos levemente enrojecidos se dijo a sí mismo, “cuarenta años”, y se repitió: cuarenta años. Un manto de alivio lo cubre. De temor y de alivio. Siente temor al haber abierto una puerta a un espacio cerrado por muchos años.
Llega el cumpleaños de su hija menor, nacida un 4 de Julio. Esa adolescente en sus 14, vive con absoluta intensidad todos sus cumpleaños. Los saborea con mucho tiempo de antelación, los piensa, los planea, los disfruta. Ver disfrutar a sus hijas en cada instancia que les va tocando lo contagia. Ellas, afortunadamente, van con pocas ataduras.
La noche del martes 13 de diciembre de 1978 fue la última en que tuve una charla con mi mamá. Nunca más volví a pronunciar esa palabra hasta que a veces, actualmente y con otro fin, les comento a las chicas algo referido a Silvina.
No recuerdo en qué momento me preguntaron si yo quería viajar. Elegí quedarme en 9 de Julio. Como una imagen clara aparece ese saludo final que José me vino a dar. Me dio un beso sin que yo me incorporara de la cama. El micro a Buenos Aires salía a la medianoche. Fue la última noche en que dormí tranquilo con la familia completa.
Veinticuatro