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Vacuidad y no-dualidad. Javier García CampayoЧитать онлайн книгу.

Vacuidad y no-dualidad - Javier García Campayo


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      Pasa a la edad de 6-7 años, inicio de la enseñanza primaria. Sitúate en algún recuerdo agradable de la época. Conecta con la sensación del yo, con tu autoconcepto en ese momento. Probablemente surgían descripciones de contenido psicológico y en forma dicotómica, extrema.

      Trasládate a la adolescencia, 14-16 años. De nuevo selecciona alguna circunstancia agradable. Intenta recordar tu autoconcepto en aquella época; quizá inseguro, cambiante y muy dependiente de la opinión del entorno y de las expectativas sociales internalizadas.

      Conecta con tu juventud, sobre los 20-25 años. Selecciona algún buen momento de esa época y trata de recordar la idea general que tenías de ti mismo: probablemente como alguien capaz de hacer grandes cosas en la vida, con una proyección vital casi ilimitada.

      Termina con tu autoconcepto actual. ¿Cómo te describirías en este momento? ¿Con qué te identificas? Las diferencias con los anteriores momentos de tu vida son obvias. ¿Cómo se mantiene la idea de identidad pese al cambio continuo? Cuando te sientas preparado, puedes finalizar la práctica.

      Los sesgos de autorreferencia (Moghaddam, 1998)

      El yo, el autoconcepto, sesga el mundo y lo interpreta de una manera distorsionada. Esta crítica, que siempre ha sido defendida por las tradiciones contemplativas orientales, ha sido demostrada por la psicología occidental moderna. El autoconcepto se recuerda continuamente, al menos partes de él, mediante el diálogo interno e interactúa y modela toda nuestra experiencia presente. En general, el sesgo de autorreferencia se manifiesta en que recordamos mejor aquella información que hemos percibido y elaborado con relación a nosotros mismos, en comparación con la misma información relacionada con cualquier otro tema. Por ejemplo, si hemos contestado de manera afirmativa que «seguro de mí mismo» me describe en comparación con otra respuesta como «seguro de mí mismo rima con istmo», posteriormente recordaremos mejor la información contenida en la primera afirmación. La razón es que elaboramos más la información que nos implica personalmente y la integramos con más facilidad en nuestras categorías y conexiones cognitivas.

      Otros aspectos del sesgo de autorreferencia son:

       Sesgo de autogeneración: las personas recuerdan mejor la información que ellas mismas han generado activamente en comparación con la que han recibido pasivamente.

       Sesgo de autoimplicación: se recuerdan mejor las tareas que están en vías de realizarse en comparación con las que ya han finalizado.

       Sesgo de autocentración: las personas sobreestiman su responsabilidad o la importancia de su participación en hechos pasados. Por ejemplo, cuando se pregunta a los miembros de una pareja qué parte del trabajo doméstico hace cada uno de ellos, la puntuación total supera el 100%; es decir, cada persona sobreestima el trabajo que ha realizado. Otra manifestación de este sesgo es que los individuos perciben que los demás son más parecidos entre ellos que uno mismo con los demás. El sentido de ser diferente a los demás es muy potente.

       Sesgo de comparación: en situaciones de cooperación, las personas eligen compararse con individuos con habilidades superiores, sin embargo, en situaciones de competición, que amenazan más la autoestima, prefieren compararse con otros sujetos con habilidades similares. En esta misma línea, las personas con una enfermedad crónica o incapacitante utilizan frecuentemente la comparación «hacia abajo» como una forma de manejar la ansiedad y la amenaza a su autoestima (p. ej., «El cáncer que padezco es una enfermedad terrible, pero las personas que padecen SIDA están aún peor»). Los estudios demuestran que los seres humanos se encuentran más motivados para mantener una buena imagen de sí mismos que para obtener una información exacta y veraz sobre sí mismos.

       Sesgo etnocéntrico: es la tendencia a percibir nuestro grupo (sea el que sea) como heterogéneo, con muchos matices y diferencias, mientras que los demás grupos se perciben como homogéneos, sin distinciones entre los individuos. Se cree que, en nuestra evolución histórica, la diferenciación entre grupos internos y externos estaba relacionada con la supervivencia, porque los miembros del grupo externo eran rivales en la consecución de comida. El estereotipo y el prejuicio hacia los otros grupos son fenómenos universales (Du y cols., 2003).

      Práctica: los efectos mes y vocales

      1 EFECTO MES: observa los acontecimientos importantes que pasan en el mundo. Nos llaman más la atención los que ocurren en el mes que nacimos que los que suceden en los otros once meses restantes. Este hecho aún es más evidente si el suceso ocurre en el día de tu nacimiento.

      2 EFECTO VOCALES: elige cuáles son las dos vocales que más te gustan. Lo más probable es que las vocales que forman parte de tu nombre y apellido sean las que más te gusten. El efecto es mayor en el nombre y más aún con la primera vocal del nombre.

      Esos efectos ilustran el fenómeno de la autorreferencia: los atributos que se vinculan al «yo» se recuerdan más y se evalúan mejor. Nuttin (1967) fue el primer autor en descubrir que cuando se le pedía a una persona elegir letras, esta prefería aquellas que formaban parte de su nombre y apellidos. Incluso en el caso de una tarea abstracta y descontextualizada, en la que no se menciona explícitamente la identidad de la persona, la tendencia de los seres humanos a preferir los estímulos asociados con uno mismo es evidente. Este «efecto letra y mes» se ha encontrado en diferentes países europeos, en Estados Unidos e incluso en culturas colectivistas, como la japonesa. La preferencia por las letras contenidas en el nombre y por el mes de nacimiento es una medida implícita del apego al yo. Algunas culturas como la japonesa, aunque en tareas explícitas no demuestran un sesgo de preferencia por los atributos del yo, en una tarea indirecta como esta, sí que muestran su apego al yo (Kitayama y Karasawa, 1997).

      El desarrollo del yo a lo largo de la evolución humana (Loy, 2018)

      Cuando los seres humanos éramos cazadores-recolectores, la conciencia del yo era mucho menor. En un entorno donde teníamos que cazar y podíamos ser cazados continuamente, aprendimos a sentir y pensar como lo haría una presa, y como lo haría un depredador, para poder sobrevivir. En el Neolítico, el desarrollo de la agricultura hace que se establezcan vallas para defender cultivos y ciudades. Los excedentes generan la riqueza y el dinero, con lo que ese yo va separándose progresivamente del entorno, aislándose.

      Pero en las culturas primitivas como Egipto, Mesopotamia o las nativas americanas, esta conexión con el entorno no se perdió del todo. Desde la jerarquía social hasta los hábitos diarios, todo estaba conectado con una creencia religiosa profunda y primitiva por lo que consideraban que el mundo tenía que ser así, que todas sus acciones seguían el orden universal, que las cosas no podían ser de otra manera. De esta forma se sentían conectados con el entorno, con una sensación de pertenencia y de sentido.

      La cultura griega, cuna de la civilización occidental, rompe este esquema. Comprenden algo que para nosotros parece demasiado obvio hoy en día, pero que en su tiempo constituyó una revolución. El ser humano no tenía por qué seguir los dictados del orden natural, sino que podía libremente escribir su propia historia y cambiar lo que quisiese del entorno sin seguir ninguna regla. De esta forma surge la democracia y un profundo sentido de libertad y de empoderamiento. Como es lógico, esto dio alas a la sensación de yo, proceso que iría desarrollándose progresivamente hasta alcanzar su culminación en la sociedad moderna actual.

      El autoconcepto en las culturas individualistas y colectivistas

      Hofstede (1980) fue de los primeros en acuñar este concepto que, posteriormente, se ha desarrollado con Triandis (1989), sobre todo en relación con los aspectos del yo y el autoconcepto influenciados por la cultura. Se definen como sociedades individualistas aquellas que dan más importancia al individuo que al resto del grupo, como el familiar o el social. Por el contrario, las culturas colectivistas dan más relevancia al grupo que al sujeto individual. La cultura occidental se considera la principal representante de las culturas individualistas (Europa, Estados Unidos, Canadá o Australia). Por el contrario, Asia, África y Latinoamérica se consideran culturas colectivistas.


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