Susurran tu nombre. Alex NorthЧитать онлайн книгу.
visto por internet. Había captado muy bien el aspecto raro del edificio. Las líneas curvas e infantiles estiraban la casa dándole una forma extraña, alargando las ventanas y haciéndola parecer más que nunca una cara. La puerta de entrada parecía estar gimoteando.
Pero lo que me llamó la atención fue la planta superior. Me había dibujado en la ventana de la derecha, de pie en mi habitación. A la izquierda, estaba él en su cuarto, al lado de una ventana lo bastante grande como para poder verlo de cuerpo entero. Tenía una sonrisa en la cara e iba vestido con el pantalón vaquero y la camiseta que llevaba puestos en aquel momento y que había sombreado con lápiz.
Y junto a él, había dibujado a otra persona en su habitación. Una niña, con el pelo negro proyectándose con rabia hacia un lado. El vestido estaba coloreado con manchas azules, y el resto lo había dejado blanco.
En las rodillas, unas marcas rojas parecían arañazos.
Y esbozaba una sonrisa ladeada.
Nueve
Aquella noche, después de que Jake se diera su baño, me senté a su lado en la cama para poder leer con él. Jake era un buen lector y en aquel momento teníamos entre manos El poder de los tres, de Diana Wynne Jones. Era uno de los libros favoritos de mi infancia y lo había elegido sin pensar. No había caído en la cuenta hasta más tarde de la terrible ironía del título.
Cuando acabamos el capítulo de aquella noche, dejé el libro junto con los demás.
—¿Un cariñito? —dije.
Retiró la colcha sin decir palabra, se sentó de costado sobre mis rodillas y me abrazó. Saboreé el abrazo todo el rato que pude y luego se metió de nuevo en la cama.
—Te quiero, Jake.
—¿También cuando discutimos?
—Pues claro. Muy especialmente cuando discutimos. En esos momentos es cuando más importa.
Y eso me recordó a un dibujo que yo le había hecho y que sabía que guardaba. Miré de reojo hacia donde estaba su Estuche de Cosas Especiales, asomando por debajo de la cama, de tal modo que si extendía el bracito por la noche podía tocarlo. Pero eso me hizo pensar a su vez en el dibujo que él había hecho por la tarde. Me lo había enseñado a regañadientes y por eso no le había hecho en aquel momento ninguna pregunta al respecto. Pero ahora, bajo la luz cálida y suave de la habitación, pensé que tal vez sí podía formularlas.
—Ese dibujo que has hecho de nuestra casa estaba muy bien —dije.
—Gracias, papá.
—Pero siento curiosidad por una cosa. ¿Quién era esa niña que se veía a través de la ventana, a tu lado?
Se mordió el labio y no respondió.
—No pasa nada —dije con delicadeza—. Puedes contármelo.
Pero siguió sin responder. Era evidente que, quienquiera que fuese, esa niña era el motivo por el cual no había querido mostrarme el dibujo antes y por el que tampoco quería hablar sobre él ahora. ¿Pero por qué no?
Se me ocurrió la respuesta un segundo después.
—¿Es la niña del Club 567?
Vi que dudaba, pero finalmente movió la cabeza en un gesto afirmativo.
Me senté sobre los talones e intenté que no se notara la frustración que me embargaba. La decepción, incluso. Durante la última semana, todo había ido aparentemente bien. Habíamos sido felices en la casa, Jake daba la impresión de estarse adaptándose sin grandes problemas y yo me había sentido cautelosamente optimista. Pero, por lo visto, su amiga imaginaria nos había seguido. La idea me provocó un leve escalofrío; creía haberla dejado atrás, en la antigua casa, pero había estado recorriendo lentamente los kilómetros que nos separaban de allí hasta dar con nosotros.
—¿Y sigues hablando con ella? —pregunté.
Jake negó con la cabeza.
—No está aquí.
Por su cara de frustración, entendí que le gustaría que estuviera aquí y me inquieté, una vez más. No era sano que tuviera esa fijación por alguien que no estaba aquí. Por otro lado, se le veía tan solo y abandonado que me sentí casi culpable de haberlo privado de la compañía de su amiga. Y herido por volver a comprobar que, como era habitual, yo no era suficiente.
—Bueno —dije con cautela—. Mañana empiezas en el colegio. Seguro que harás muchos amigos. Y entre tanto, yo estoy aquí. Estamos los dos aquí. Casa nueva, vida nueva.
—¿Y estamos seguros?
—¿Seguros?
¿Por qué estaría haciendo esa pregunta?
—Sí, por supuesto que sí.
—¿Está cerrada con llave la puerta?
—Claro.
La mentira, una mentira inocente, me salió de manera inmediata. La puerta no estaba cerrada con llave y me parecía que ni tan siquiera había puesto la cadena de seguridad. Pero Featherbank era un pueblo tranquilo y teníamos todas las luces encendidas. Nadie sería tan atrevido.
Pero Jake parecía tan asustado que de pronto cobré consciencia de la distancia que nos separaba de la puerta de entrada. Del ruido del agua mientras se llenaba la bañera. Si hubiera entrado alguien mientras estábamos arriba en el baño, ¿lo habría oído?
—No tienes por qué preocuparte. —Me esforcé para que mi tono de voz sonara firme—. Jamás permitiría que te pasara nada. ¿Por qué estás tan preocupado?
—Tienes que cerrar las puertas —dijo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que tienes que cerrarlas con llave.
—Jake…
—Si dejas la puerta entreabierta, a los susurros tendrás que estar alerta.
Sentí un escalofrío. Jake parecía espantado y aquel verso que acababa de pronunciar no era precisamente algo que pudiera ser de su propia creación.
—¿Y eso que significa? —dije.
—No lo sé.
—¿Dónde lo has escuchado?
No respondió. Pero entonces me di cuenta de que no era necesario.
—¿Te lo dijo la niña?
Asintió y meneé la cabeza, confuso. Jake no podía haber oído aquella frase tan rara en boca de alguien que no existía. ¿Y si me había equivocado en el Club 567 y resultaba que la niña era real? ¿Y si Jake había dicho adiós sin darse cuenta de que la niña ya había salido? Pero cuando llegué, estaba solo en la mesa. Debía de haber sido cualquiera de los otros niños, intentando asustarlo. Y por la expresión de su cara, había funcionado.
—Estás completamente seguro, Jake. Te lo prometo.
—¡Pero no estoy vigilando la puerta!
—No —dije—. Ya la vigilo yo. Y no tienes que preocuparte por nada. Me da igual lo que te hayan contado. Escúchame bien a mí: no pienso permitir que te pase nada. Jamás.
Estaba escuchándome, al menos, aunque no estaba del todo seguro de que hubiera conseguido convencerlo.
—Te lo prometo. ¿Y sabes por qué no pienso permitir que te pase nada? Porque te quiero. Muchísimo. Incluso cuando discutimos.
Eso provocó un amago de sonrisa.
—¿Me crees? —dije.
Asintió, algo más tranquilo.
—Perfecto. —Le alboroté el pelo y me levanté—. Porque es verdad. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches,