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El brindis de Margarita. Ana AlcoleaЧитать онлайн книгу.

El brindis de Margarita - Ana Alcolea


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cenizas de sus poseedores, como sus voces y sus silencios. Como sus prisas y sus deseos.

      Solo hay un par de cartas en el buzón, a nombre aún de mi padre, que ha sido el último en marcharse. Una de la compañía eléctrica y otra del Ayuntamiento, con un recibo del agua. No tengo llave del buzón, así que las saco introduciendo mis dedos en la ranura. Me araño la piel como tantas veces al intentar extraer las cartas cuando venía del colegio y todavía no tenía edad para ser poseedora de llaves. Las llaves dan libertad y poder. Siempre fueron un símbolo de ambas cosas, tanto en el antiguo Egipto o en las aldeas vikingas, como en todas nuestras casas de barrio obrero. Hubo un tiempo en el que ya dueña de llaves, pero de nada más, esperaba con ansiedad la llegada del cartero. Fue cuando un chico me prometió que me escribiría desde la ciudad en la que estudiaba. Todos los días esperaba la hora, y todos los días la misma decepción: nunca llegaba la misiva deseada. Nunca llegó, y a pesar de ello nos hicimos novios. El patio había sido testigo de muchos momentos que dichosamente habían pasado al reino amable del olvido.

      Meto las dos cartas en el bolso, y empiezo a subir las escaleras. Por el primer piso han pasado varias familias y unas estudiantes universitarias en los años en los que yo era adolescente. Una de ellas estudiaba Magisterio y la otra Filosofía y Letras. No tenían teléfono y sus madres las llamaban a mi casa cuando las llamadas de los pueblos aún se hacían a través de una centralita. Eran de una pequeña localidad en la que se hablaba una variedad del catalán, así que a veces mi madre y mi abuela no se entendían con la telefonista, y yo bajaba corriendo las escaleras para llamar a las chicas. Eran altas, guapas y delgadas, y una de ellas tenía un novio en la tuna de Medicina, así que de vez en cuando los tunos las rondaban debajo de la ventana. Cantaban rancheras y melodías portuguesas, y todos los vecinos de la calle nos asomábamos al balcón para verlos y oírlos cantar, ellos ataviados con sus capas y sus cintas de colores, nosotros con las ropas de dormir. Una noche, las chicas me invitaron a su casa mientras estaban los tunos. Como ya era púber y casi pertenecía al mundo de los mayores, me enseñaron una de sus canciones, una de esas que ahora me sonroja recordar porque contaba una historia de amor que acababa en homicidio. Pero lo más de lo más fue el día en el que se casó uno de mis muchos primos. A los postres llegaron los tunos, precisamente los de Medicina, que me reconocieron como la vecinita del piso de arriba del de sus pecados, y me dedicaron la susodicha canción. Aquel fue uno de los momentos más felices de mi adolescencia. Ya me había crecido el pelo, me había puesto lentillas y no tenía granos. Me sentí protagonista más de un pasodoble que de una ranchera, sobre todo cuando uno de los tunos me lanzó un clavel rojo que previamente había besado. Aquella noche me fui a la cama más feliz que una perdiz.

      Sí, el primer piso había dado mucho juego.

      4

      Subo los siguientes tramos de escaleras y llego a mi casa. Respiro hondo antes de meter la llave en la cerradura. No he vuelto desde que papá murió hace unos meses y tuve que ir a recoger papeles y a tirar comida que aún se había quedado en la nevera. El felpudo está torcido, como siempre después de que la limpiadora lo vuelve a colocar cuando termina su trabajo. Lo pongo recto con el pie. Doy las dos vueltas de llave a la izquierda y abro la puerta. Está oscuro porque había bajado las persianas la última vez. Me parece que entro en un túnel sin fin, que vuelvo al mismo útero materno del que tantos años me había costado salir.

      Estoy en el pasillo. En el largo pasillo por el que me daba miedo transitar de niña cuando llegaba la noche. Creía que monstruos terribles habitaban debajo de las camas y saldrían a comerme cuando pasara junto a los umbrales de los dormitorios. Por eso corría lo más rápido que podía para llegar cuanto antes desde la sala de estar hasta el cuarto de baño o viceversa.

      Respiro profundamente para mantenerme en pie y no perderme en las galerías de la imaginación. Noto que aún quedan restos del olor a la colonia de mi padre.

      El aroma me dice que estoy en mi casa y que algo de sus habitantes se ha quedado allí dentro para siempre. Enciendo el interruptor y se hace la luz.

      El olor me conduce hasta la habitación de mi padre, la que había compartido con mamá hasta que ella murió diez años antes que él. Subo la persiana y veo el frasco de cristal sobre el tocador. Es el único objeto vivo sobre el mármol, el único que desprende un intento de comunicación. Es como las botellas de los cuentos orientales con un genio dentro, como la lámpara de Aladino. Cojo el frasco y le quito el tapón. Me lo acerco a la nariz y aspiro lo más intensamente que puedo. Quiero llenarme del olor de papá aunque sé que eso no lo va a traer a mi lado. Pulverizo la habitación y observo las minúsculas gotas que flotan en el aire. El genio de la botella no es nada más que polvo perfumado. No puedo ni siquiera pedirle un deseo. Me siento en la cama. Sobre la colcha todavía está la funda de la urna que contuvo sus cenizas y que no me había atrevido a tirar.

      —Joder, papá. ¿Y qué hago con esto? —digo en voz alta. Seguro que él habría tenido alguna solución.

      Me levanto y me voy al cuarto de estar.

      Todo está como siempre. La mesa camilla con sus faldas de terciopelo rojo. El último tresillo que había sustituido al rojo, al verde, y al marrón de escay, que había sido el primero y mi favorito. Los cuadros que había pintado papá en los años de su depresión. Las decoraciones que había hecho mamá en los cursos del barrio para amas de casa. La orla de mi fin de carrera con las fotos de mis compañeros en blanco y negro. Y la mía, una imagen en la que no me reconocía, seria, grave, convencida de que había hecho algo muy importante al ser la primera de la familia que había conseguido ser universitaria. Recuerdo que hasta me hice unas tarjetas de visita inútiles en aquel momento con mi nombre y con la leyenda Filóloga, que casi nadie sabía lo que quería decir. Pero como todo el mundo estaba orgulloso de que por fin alguien de la familia hubiera ido a la universidad, la orla llena de caras más o menos sonrientes, más o menos antipáticas, ocupó siempre la pared principal del salón.

      Me siento en uno de los sillones, el que está más cerca de la librería. La librería. Nunca supe por qué ese mueble tiene un nombre tan pretencioso, cuando en realidad es un armario con estanterías, aparador, televisión, vitrina, mueble bar y generalmente con muy pocos libros.

      La contemplo y pienso que ahí está una parte de la historia de mi vida. Abro la puerta de la parte inferior. Ahí tenía mamá la vajilla de los días de fiesta. Y la botella de la quina Santa Catalina. La vajilla sigue en su sitio, ordenada por el tamaño de los platos y las fuentes. Y hay una botella de quina. La debió de comprar mi padre poco antes de enfermar. La abro. La huelo. Me la llevo a la boca y bebo un trago.

      —Por vuestra memoria, ya que no puedo brindar por vuestra salud.

      De repente, regresan los días en los que el cuarto de estar no estaba habitado por las sombras y el silencio. Los vinilos de 45 y los LP sonaban los fines de semana. Algún domingo incluso comíamos allí y no en la cocina como el resto de los días. Mi padre montaba el tren eléctrico, mamá cocinaba la paella cuyo olor llegaba hasta el salón, y la abuela tejía con aquellas largas agujas de acero con las que se podía cometer un homicidio con gran facilidad. Yo hacía los deberes al ritmo de la música de Los Brincos y de Los Tamara. A veces hasta venían a comer o a merendar mis tíos y mis primos.

      5

      —Mamá, ¿quién era José Antonio Primo de Rivera?

      Mi madre palideció. Había otras madres alrededor esperando a sus hijas a la salida del colegio, e incluso una de las monjas que nos acompañaban hasta la puerta principal. Mamá no contestaba, así que insistí.

      —Mami, que quién era José Antonio Primo de Rivera.

      —Pues —titubeó por fin—, era el fundador de la Falange. Lo mataron en la guerra.

      —¿Y qué es la Falange? ¿Y por qué lo mataron en la guerra?

      Y ya esas preguntas se quedaron sin respuesta porque mi madre no sabía qué contestar. La Falange era un partido, pero no había otros partidos, porque estaban prohibidos. Si la palabra


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