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Los Lanzallamas. Roberto ArltЧитать онлайн книгу.

Los Lanzallamas - Roberto Arlt


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Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain vive por muchos hom­bres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a que­rerlo usted?

      Hipólita se echó a reír.

      –No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se quiere…

      El Astrólogo movió la cabeza.

      –Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…

      –Usted sabe lo de la criatura en una plaza… –y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.

      Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el As­trólogo, girando sobre los talones y rascándose la ore­ja, murmuró:

      –Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pe­cados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?

      –Sí…

      –¿Usted venía a extorsionarme, no?

      –Sí…

      –¿Y ahora qué piensa hacer?

      –Nada, irme.

      Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un ae­roplano que se desploma en un poco de aire. El celes­te del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes ro­jas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad subma­rina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misterio­sa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminan­do en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y en el simple gesto de una mano hubiera con­sistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.

      El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a mo­do de reflexión:

      –Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera…

      Hipólita se tapó los oídos horrorizada.

      –… y los testículos me estallaron como granadas…

      Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un ci­garro, y dijo:

      –Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Ve­nezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De ma­nera que usted no debe avergonzarse de haberme ofre­cido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bue­no, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?

      –¡Cómo! ¿No lo mataron?

      –No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?

      –No, le creo… le juro que le creo…

      –Lo sé. También sé que el amor salvará a los hom­bres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debe­mos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contempla­rá nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos. Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades angélicas.

      –¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?

      –No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras con­versaba con usted se me ocurrió este proyecto: ofre­cerle cinco mil pesos por su silencio, hacerle firmar un recibo en el cual usted, Hipólita, reconocía haber recibido esa suma para no denunciar mi crimen, pre­sentarle luego a Barsut, con ese documento inofensi­vo para mí, pero peligrosísimo para usted, ya que con él yo podía hacerla a usted encarcelar, convertirla en mi esclava; mas usted me ha dado la sensación de que es mi amiga… Dígame, ¿quiere ayudarme?

      Ella, que caminaba mirando el pasto, levantó la cabeza:

      –¿Y usted creerá en mí?

      –En los únicos que creo es en los que no tienen nada que perder –habían llegado ahora frente a la gradinata guar­necida de palmeras. El Astrólogo dijo–. ¿Quiere entrar?

      Hipólita subió la escalera. Cuando el Astrólogo en el cuarto oscuro encendió la luz, ella se quedó obser­vando encurioseada el armario antiguo, el mapa de Estados Unidos con las banderas clavadas en los te­rritorios donde dominaba el Ku Klux Klan, el sillón forrado de terciopelo verde, el escritorio cubierto de compases, las telarañas colgando del altísimo techo. El enmaderado del piso hacía mucho tiempo que no había sido encerado. El Astrólogo abrió el armario antiguo, extrajo de un estante una botella de ron y dos vasos, sirvió la bebida y dijo:

      –Beba… es ron… ¿No le gusta el ron?… Yo lo bebo siempre. Me recuerda una canción que no sé de quién será, y que dice así:

      Son trece los que quieren el cofre de aquel muerto.

      Son trece, oh, viva el ron…

      El diablo y la bebida hicieron todo el resto…

      El diablo, oh, oh, viva el ron…

      Hipólita lo observó recelosa. El rostro del Astrólogo se puso grave.

      –A usted le parecerá extemporánea esta canción, ¿no es cierto? –preguntó–. Yo la aprendí escuchán­dola de un chico que la cantaba todo el día. Vivía en el altillo de una casa cuya medianera daba frente a mi cuarto. El chico cantaba todas las tardes, yo estaba convaleciente de la terrible desgracia… Una tarde no la cantó más el chico…; supe por un hombre que me traía la comida que la criatura se había suicidado por salir mal en los exámenes. Era un hijo de alemanes, y su padre un hombre severo. No he visto nunca el semblante de ese niño, pero no sé por qué me acuerdo casi todos los días de aquella pobre alma.

      Impaciente, estalló Hipólita:

      –Sí, nada más que recuerdos es la vida…

      –Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos los hombres ten­gan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un Dios creador del cielo y de la tierra… –cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca–. Vea.

      Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hi­pólita, retrayendo el cuello entre los hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja. Él se cubrió con delicadeza y dijo:

      –Pensé matarme; muchos monstruos trabajaron en mi cerebro días y noches; luego las tinieblas pasaron y entré en el camino que no tiene fin.

      –Es inhumano –murmuró Hipólita.

      –Sí, ya sé. Usted tiene la sensación de que ha en­trado en el infierno… Piense en la calle durante un minuto. Mire, aquí es campo; piense en las ciudades, kilómetros de fachadas de casas; la desafío a que usted se vaya de aquí sin prometerme que me ayudará. Cuando un hombre o una mujer comprenden que de­ben destinar su vida al cumplimiento de una nueva verdad, es inútil que traten de resistirse a ellos mis­mos. Solo hay que tener fuerzas para sacrificarse. ¿O usted cree que los santos pertenecen al pasado? No… no. Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá


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