Camino del altar. Jeanne AllanЧитать онлайн книгу.
es patético –se irguió y se frotó la espalda.
–¿Y qué es esto? –preguntó él, observando los objetos de metal que había sacado del pequeño tráiler.
Ella le lanzó una mirada despectiva. Hasta Davy, su sobrino de ocho años, reconocía repuestos viejos de automóviles cuando los veía. Pero la curiosidad pudo con Greeley.
–¿Quién es Big Ed?
–Mi abuelo –con cautela movió con el pie un ventilador.
–¿Llama a su abuelo Big Ed? –se quitó el sombrero de ala ancha y el guante de trabajo y se secó la frente con el dorso de la mano.
–A veces. Crecí oyendo que lo llamaban así. Deme un par de guantes y la ayudaré a bajar el resto de esta chatarra.
–¿No me diga que está dispuesto a sacrificar sus caros vaqueros por generosidad? ¿O espera un pequeño favor a cambio? ¿Algo parecido a un viaje a Denver? –lo miró con ojos centelleantes–. No soy estúpida.
–El jurado aún lo está debatiendo.
Greeley lo contempló con manifiesta indignación antes de apreciar lo absurdo de la situación. Entonces soltó una risa desdeñosa.
–¿Se ofrece a mover repuestos sucios vestido con lo que parece una camisa de seda y me llama estúpida a mí? Olvídelo. Probablemente tenga una docena más de distintos colores.
–¿Por qué le caigo tan mal? Antes de que supiera lo que yo quería, fingió ser otra persona.
–Estaba sola y usted era un desconocido –se encogió de hombros–. Una mujer debe ser cautelosa.
–Su actitud no tuvo nada que ver con la cautela –meneó la cabeza–. Fue abiertamente grosera.
–Quizá su aura me indicó que iba a ser un incordio –desvió la vista y se concentró en volver a ponerse el guante. Quería lo imposible de ella, pero era algo más. Quint Damian la irritaba como hiedra venenosa.
–¿Fue feliz de niña? –preguntó él de repente–. ¿Fueron buenos con usted?
Greeley sabía que le era indiferente. No quería que se preocupara por ella. Su vida no era asunto suyo.
–Dormía en el granero y tenía que ocuparme de todos los trabajos sucios del rancho. ¿Satisfecho?
–No me refería…
–Claro que sí. Me mira y ve a un gorrión en el nido –se agachó y recogió una parte de parachoques abollado–. Dos hermanas rubias muy hermosas y una morena.
–¿Es así cómo se ve a sí misma?
Ella no hizo caso de la pregunta y volvió a subirse al tráiler. En ese momento se acercó una mujer y cortó las especulaciones de Quint. Le bastó un vistazo a su pelo rubio y a su cara para saber que ante sí tenía a la madrastra de Greeley Lassiter. Le regaló su mejor sonrisa.
–¿Señora Lassiter? Soy Quint Damian –ella lo estudió en silencio. Quint tuvo la impresión de que en diez años sería capaz de describir cada pelo de su cabeza, cada arruga de su camisa, cada mota de polvo en sus zapatillas. Esas mujeres Lassiter eran especiales para irritar a una persona. Ocultó lo que sentía, mantuvo la sonrisa y añadió con educación–: Hablamos por teléfono ayer.
–Lo recuerdo.
La sonrisa vaciló un poco al oír el tono frío.
–Steele me advirtió sobre las otras dos. Pero no sobre usted.
–¿Conoce a Thomas? –la actitud de Mary Lassiter experimentó un cambio súbito al oír la mención de su yerno.
–Nos conocimos anoche en el St. Christopher Hotel.
–Comprendo –la voz perdió el calor–. ¿Por qué hostiga a mi hija? –recalcó las dos últimas palabras.
–Mi abuelo quiere conocer a la hija de Fern. Y provocar una feliz reunión de madre e hija.
–No me insulte, señor Damian. Si Fern quiere ver a Greeley, lo único que tiene que hacer es venir al rancho.
–No es eso lo que le dijo al abuelo.
–Greeley tiene razón –la señora Lassiter descartó las palabras de Fern con un gesto desdeñoso–. Usted quiere que vaya a Denver y se enfrente a Fern con la esperanza de que su abuelo rechace a la madre de Greeley al enterarse de la verdad.
Quint dio un salto cuando un trozo de metal aterrizó a su lado.
–No es mi madre –afirmó de pie en el extremo del tráiler. Solo los ojos revelaban su vulnerabilidad.
Parecía una niña perdida y Quint experimentó el deseo irracional de tomarla en brazos y consolarla. Le gustaría tenerla en brazos. Sin los vaqueros… sin nada de ropa. ¿Estaba loco? ¿Era el mismo Quint Damian que le recalcaba a sus empleados el respeto hacia las mujeres y que había ordenado que quitaran del almacén el calendario femenino?
–Váyase a casa. No pienso ir a Denver. No tengo interés en ver a esa mujer.
Se preguntó si la fría intransigencia de Greeley Lassiter significaba desinterés o miedo. Apostó por lo último.
–Tiene miedo de conocer a su madre.
–No tengo miedo y no es mi madre.
Por el rabillo del ojo vio que la señora Lassiter agudizaba su atención.
–Tiene miedo –repitió con creciente convicción–. ¿Por qué? Fern no puede hacerle nada.
–No le tengo miedo.
Algo le dio en la rodilla. Quint bajó la vista para ver al viejo Labrador negro mirarlo con expresión expectante. Preguntándose de qué modo podía aprovechar ese miedo a favor de sus fines, se agachó con gesto distraído y acarició al perro detrás de las orejas.
–Eh, muchacho, ¿cómo va todo?
–No pierda el tiempo tratando de ablandarme fingiendo que le gustan los perros. No es mío.
–¿Y qué la ablandaría, señorita Lassiter?
–Nada. Soy inamovible. No me importa si su abuelo se va a morir o…
–Va a morir, desde luego.
–Lo siento –el remordimiento se reflejó de inmediato en su rostro–. No lo sabía. Quiero decir… Quería decir que cuando muriera y dejara el negocio… No tendría que haber mencionado… Lo siento tanto.
Si tuviera menos escrúpulos, aprovecharía la culpa que la dominaba en su contra.
–Va a morir algún día –explicó con una sonrisa–. Nadie vive para siempre.
–Eso ha sido deleznable.
–Le caería bien –en cuanto pronunció esas palabras, Quint supo que eran ciertas. El abuelo se volvería loco con Greeley Lassiter. Aunque también estaba loco por Fern.
–Nunca lo sabremos, porque no va a conocerme.
–Cuando era niño, solía enviarme a la panadería a comprar esos bollos duros.
–Qué nostalgia tan conmovedora –hizo una mueca.
–Usted me recuerda a ellos.
–Las mujeres deben hacer cola para recibir sus cumplidos.
–¿Ha probado alguna vez uno de esos bollos duros recién salidos del horno? Son duros por fuera –esbozó una sonrisa burlona– y blandos como una almohada por dentro –había olvidado a su madrastra hasta que Mary Lassiter se movió a su lado.
–Hay una silla en el porche, señor Damian. Si va a observar trabajar a Greeley, estará más cómodo sentado.
El sol ardiente no hizo nada para enfriar el malhumor de Greeley. Arrastró un