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En Sicilia con amor. Catherine SpencerЧитать онлайн книгу.

En Sicilia con amor - Catherine Spencer


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quería correr el riesgo de que la pobre mujer se cayera y se rompiera una cadera.

      –Mañana Matthew y yo iremos a verla… después de que yo haya hablado con él –dijo.

      Aquella noche apenas pudo dormir debido a la preocupación. No paró de preguntarse si la herida de la señora Lehman sería más seria de lo que parecía. La mujer tenía setenta y tantos años y a esa edad…

      Entonces se centró en la causa subyacente de tanta angustia. Se preguntó qué le estaba ocurriendo a su hijo, por qué tenía tan mal comportamiento. Ella misma había tenido algunos altercados con el pequeño similares al que aquella noche había sufrido la señora Lehman.

      Finalmente, más o menos a las cuatro de la madrugada, se quedó dormida. Pero no fue un sueño tranquilo, sino que tuvo muchas pesadillas.

      Se despertó justo después de las ocho con el pulso acelerado. Vio que su hijo se había metido en la cama con ella y que estaba dormido y acurrucado a su lado. Era la imagen de la inocencia y sintió cómo el corazón le daba un vuelco.

      Quería a su hijo más que a su propia vida. A veces pensaba que lo quería demasiado para poder mantener la disciplina. Cuando las cosas marchaban mal, como había ocurrido la noche anterior, la responsabilidad de ser madre y padre a la vez le pesaba en la conciencia. Pero sabía que, aunque hubiera vivido, Joe no habría compartido con ella esa responsabilidad.

      Se levantó de la cama, se duchó y se vistió con unos cómodos pantalones de lana y una camiseta. Entonces bajó a la cocina para preparar el desayuno. Se preguntó si debía prepararle a su hijo unas tortitas tal y como le había prometido o si ello implicaría que estaba aprobando su mala conducta.

      Todavía estaba planteándose qué hacer cuando Matthew apareció en la cocina y se subió al taburete que había junto a la mesa del desayuno. Tenía el pelo alborotado y las marcas de las sábanas en un lado de la cara. Al mirarlo, a Corinne se le derritió el corazón.

      Mientras le servía un vaso de zumo se dijo a sí misma que le prepararía tortitas, pero sin arándanos. Ella necesitaba una taza de café muy fuerte ya que le hacía falta mucha cafeína para afrontar el día que tenía por delante.

      Durante la noche el cielo se había encapotado y la humedad se colaba en la casa. Oyó cómo en la casa de sus vecinos la señora Shaw le gritaba a su marido que bajara a desayunar antes de que lo que le había preparado se enfriara. En su propia cocina, un adormilado Matthew comenzó a comerse las tortitas y a mancharse de sirope por todas partes.

      Ella esperó a que su hijo terminara de desayunar antes de tratar el tema de lo que había ocurrido la noche anterior. Como esperaba, la conversación no fue muy bien.

      –No tengo que hacerlo –contestó el niño cuando su madre le dijo que debía obedecer a la señora Lehman–. Ella no es mi madre. Es tonta –añadió, bajándose del taburete–. Ahora me voy a jugar con mis trenes y caballos.

      Rápidamente, Corinne le impidió salir de la cocina y le llevó de nuevo al taburete.

      –No vas a hacerlo, jovencito. Vas a escucharme y una vez te hayas vestido vamos a ir a ver a la señora Lehman para que le digas que sientes haberle hecho daño.

      –No –contestó Matthew–. Tú también eres tonta.

      Ya eran casi las nueve. Cuando fue a llevar a su hijo a su dormitorio, el pequeño se tiró al suelo y comenzó a llorar. Todavía estaba gritando cuando sonó el timbre de la puerta. Corinne se dirigió a abrir y vio que había sido la señora Lehman quien había llamado. Tenía el ojo muy hinchado y un gran moretón.

      –No, querida, no voy a pasar, gracias –contestó su vecina ante la invitación de Corinne–. Voy a quedarme en casa de mi hija, la que está casada, para ayudarla con el nuevo bebé. Llegará en cualquier momento para buscarme.

      –¡Qué bien! –dijo Corinne, a quien le costaba mirar a la mujer a la cara–. Pero debería simplemente haber telefoneado, en vez de haber salido con este tiempo. Y si está preocupada porque no va a poder cuidar a Matthew, por favor, no se inquiete. El negocio nunca va muy bien en enero y estoy segura de que puedo…

      –Sí, bueno, acerca de eso. Me temo que no voy a cuidarlo nunca más, querida, porque no voy a vivir aquí durante mucho más tiempo. Mi hija y su marido me han estado insistiendo desde hace mucho para que me vaya a vivir con ellos y he decidido aceptar. Por eso he venido. Tú siempre has sido muy amable conmigo y quería decírtelo personalmente. Y devolverte la llave.

      –Ya veo –respondió Corinne, que tenía todo demasiado claro. Lo ocurrido la noche anterior había sido el colmo–. Lo siento tanto, señora Lehman. Me siento como si la estuviéramos empujando a marcharse de su casa.

      –¡Qué tontería! La verdad es que no hay nada que me ate a este lugar desde que perdí a mi marido. Pero para ser sincera, aunque no me mudara con mi hija, no iba a poder seguir cuidando de tu pequeño durante mucho más tiempo. Tiene mucha más energía de la que puede quemar y yo ya estoy demasiado mayor para eso –explicó la señora Lehman, esbozando una irónica sonrisa al oír los llantos de Matthew–. Bueno, será mejor que te deje volver con él. Parece que vas a estar ocupada esta mañana.

      Justo en ese momento llegó un coche que aparcó frente a la puerta de su vecina.

      –Ahí está mi hija. Y todavía tengo que meter un par de cosas en la maleta –comentó la señora Lehman, dándole a Corinne un papel–. Esto es lo que me debes. Simplemente déjame un cheque en el buzón de correos y yo lo recogeré cuando vuelva a por el resto de mis cosas –añadió, sonriendo con tristeza–. Adiós, querida. Espero que te vaya muy bien.

      Corinne observó cómo la hija de su vecina se bajaba del coche y cómo, impresionada, exclamaba al ver el aspecto de su madre. Entonces la miró a ella con mala cara. Ante aquello, se apresuró a entrar de nuevo en su casa y cerró la puerta tras de sí.

      Se dirigió a la cocina, donde encontró a Matthew recuperado de su pataleta y jugando con sus trenes y caballos.

      Deseó poder dejar las cosas como estaban, poder olvidar el incidente de la noche anterior y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero por muy pequeño que fuera su hijo debía ser responsable de sus acciones. Y si no le enseñaba ella… ¿quién iba a hacerlo?

      Suspiró y se preparó para lo que sabía sería una gran batalla. Trató de razonar con él. Trató de utilizar la calma en vez de la histeria. Pero nada funcionó. Matthew se resistió a ella durante todo el tiempo, se lanzó al suelo y volvió a llorar y a gritar.

      Le rompió el corazón con sus lágrimas y enfado. Sabía lo que le ocurría a su pequeño; necesitaba una madre que se ocupara permanentemente de él. Y ella no le podía satisfacer. El saber que estaba haciendo todo lo que podía dadas las circunstancias no lograba tranquilizarle la conciencia. Algo tenía que cambiar… y rápido, pero no sabía el qué.

      Una vez el pequeño subió castigado a su dormitorio, ella se sirvió una taza de café y anduvo por la cocina considerando las opciones que tenía. Podía contratar más personal para su negocio y así pasar más tiempo en casa con su hijo. Pero era muy caro y difícil contratar a personas que fueran buenas. Había tenido muchos problemas desde que Joe había muerto y su situación económica había ido cada vez a peor debido a las deudas que él había contraído.

      Poco después de su muerte, el banco había ejecutado la hipoteca y se había quedado con su casa. Corinne se había visto forzada a dejar el agradable barrio en el que vivían, barrio en el que había nacido Matthew y donde casi todas las familias eran jóvenes y con niños. También había tenido que vender su fiable coche y comprar una furgoneta de segunda mano que fuera lo suficientemente larga como para poder llevar en ella los pedidos del catering.

      Pero aunque fuera ella la que estaba metida en aquella situación económica, era Matthew el que estaba pagando las consecuencias. Y no se atrevía a pensar cuál podría llegar a ser el precio final.

      Con tristeza pensó que su hijo y ella ya no se lo pasaban bien juntos. Ella solía


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