Un puñado de esperanzas 3. Irene MendozaЧитать онлайн книгу.
en la última frase, una lágrima resbaló por su mejilla y Charlotte se la retiró con la mano, con rapidez y rudeza. Ese reparo en mostrar sus emociones era mío y la ternura cálida y amorosa cuando bajaba la guardia era de su madre, pensé.
Los aplausos fueron atronadores. Había enamorado al público con tan solo su voz y el sonido de un par de guitarras. Nosotros no podíamos dejar de aplaudir, me dolían las manos mientras gritaba bravos a Charlotte, que avergonzada por mis efusivos alaridos me hacía señas para que me callara mientras el DJ le entregaba un enorme ramo de rosas blancas, sus favoritas.
Frank me miraba entre divertida y emocionada. Mis hijos pequeños corrieron a abrazar a su hermana, que ya bajaba del escenario junto con mi madre, que también se retiraba una lágrima furtiva.
Después de la actuación, Charlotte, que por culpa de los nervios no había podido cenar nada del exquisito menú que Fisher había mandado servir, se retiró a las cocinas a comer algo. Charlie estaba cansada y llamó a John, su guardaespaldas y chófer, un tipo malcarado, rapado, como un armario de grande que llevaba al servicio de mi madre desde después de la Primera Guerra del Golfo, y se marchó a casa con Korey y Valerie, que se morían de sueño, aunque no quisieran reconocerlo. A Charlotte la dejamos quedarse un poco más con la condición de que tendría que irse a casa de su abuela en cuanto John regresase para acompañarla. Ella también acusaba ya el cansancio por culpa de los nervios que había pasado. Ya lo habíamos pactado con el exmarine; aparecería de nuevo por la casa de Fisher a una hora prudencial. Charlotte, muy a regañadientes, aceptó a cambio de que la dejásemos salir alguna noche a cenar al Nobu de Malibú, al Soho House o al Chatteau Marmont. Aquel último fue descartado de inmediato por su fama de lugar de perdición hollywoodiense. Nuestra hija se quejó amargamente alegando que con tan férrea protección paterna le iba a ser imposible hacer amistades en Los Ángeles. Frank y yo concluimos que lo hablaríamos con más calma al día siguiente.
Tras aquel pequeño tira y afloja, Charlotte se mimetizó con el ambiente, bailando los pegadizos temas del carísimo DJ europeo.
—No me gusta nada esta música —me quejé.
—La verdad es que es un poco repetitiva —dijo Frank.
Resoplé para no tener que decir lo que realmente opinaba del DJ y su sesión de ruidos.
—Me estoy aburriendo. ¿Qué te parece si…?
—¿Sí? —preguntó Frank atenta a mi silencio repentino—. ¿En qué estás pensando exactamente, Gallagher?
Miré a Frank de arriba abajo con una mezcla de codicia y lujuria.
—Bueno… me estoy acordando de una fiesta de la que escapamos hace muchos años. Tú estabas, preciosa, igual que hoy y yo tenía muchas ganas de estar a solas contigo y… —dije en voz baja, acercándome despacio, acariciándola con mis palabras sabiendo que eso la haría encenderse.
—¿Y? —sonrió mordiéndose el labio.
—Y de hacerte de todo muy lento, durante toda la noche, hasta el amanecer. Hoy también tengo esas mismas ganas, nena.
Lo dije pegado a ella, tomándola por la cintura.
—Yo también, chéri.
Acaricié el hueco de detrás de su oreja con la punta de mi nariz y enganché su lóbulo levemente con mis dientes. Frank ronroneó retorciéndose contra mi cuerpo y supe que era el momento de largarnos.
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