A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.
un largo y exagerado suspiro.
–Entonces, ¿se supone que tengo que dejarme llevar a ciegas?
Después de beberse el agua, no le quedaba otro remedio. Trace sintió que se le encogía el estómago.
–En algún momento hay que empezar a confiar en los demás, cariño. Y tú vas a tener que empezar a confiar en mí.
A ella no le hizo gracia su respuesta.
–Imagino que tú, en cambio, no te fías de mí.
Trace vio que sus ojos empezaban a desenfocarse y contestó suavemente:
–Ni un poquito.
Ella intentó resistirse al sueño.
–Entonces, ¿por qué me has besado?
¿Qué daño podía hacerle reconocerlo? No lo sabia, ni le importaba, en realidad. La miró a los ojos soñolientos y dijo:
–Tenía que probarte.
Priss relajó los brazos y apoyó las manos en el asiento, a ambos lados de sus caderas. Recostó la cabeza contra el respaldo.
–No entiendo.
¿Qué era lo que no entendía?, se preguntó Trace. ¿Lo del beso o aquello? Mientras la veía dormirse, casi se odió a sí mismo.
Pero ya estaba hecho, se dijo. Era necesario, aunque no le gustara. No tenía sentido cuestionarse las cosas, reprocharse sus decisiones.
La agarró de la muñeca.
–No pasa nada, cariño.
–¿Qué? –se rio a medias, luego arrugó el ceño y se llevó una mano a la cabeza–. ¿De qué estás hablando?
–No te resistas –contestó Trace sin dejar de mirarla.
Ella pareció alarmada un instante, pero no logró preocuparse lo suficiente para reaccionar.
–¿Resistirme? –miró la botella de agua–. Oh, no.
–El somnífero no tiene efectos secundarios, así que no te preocupes. Solo vas a dormir, eso es todo.
–¡Yo no quiero dormir! –luchó por mantenerse despierta. De pronto parecía dolida y asustada.
Maldición, maldición, maldición. Trace no podía soportarlo.
–Ven aquí, Priss –la acercó, inclinándose hacia ella, y la besó suavemente en los labios, con ternura.
Cuando se incorporó, ella había cerrado los ojos pero logró susurrar:
–¿Por qué? ¿Por qué me has besado otra vez?
Un instante después se desplomó contra él, inerme.
Aunque sabía que no le oiría, Trace apoyó la cara en su cuello y murmuró con voz ronca:
–Porque contigo, Priss, una vez no es suficiente.
7
Había hecho un montón de cosas atroces a lo largo de su vida. Había herido de gravedad a muchos hombres y matado a más aún, todo ello sin sentir aquel horrible remordimiento. Las cosas que hacía formaban parte de su trabajo, de su deber para con la sociedad. Se dedicaba a eliminar la escoria, dejaba fuera de combate a los criminales sin pestañear siquiera.
A veces, para lograrlo, tenía que manipular a personas inocentes, pero sin hacerles ningún daño.
Esta vez, en cambio, con Priss… La mala conciencia le retorcía las entrañas, lo mantenía tenso y furioso. ¿Qué tenía Priscilla Patterson que lo había cambiado tan bruscamente? Él sabía mejor que nadie lo importante que era mantener la cabeza despejada, dedicarse por entero a su misión.
Murray y su ralea, sus cómplices y admiradores, eran una lacra para la sociedad y una amenaza para personas inocentes. Después de lo que le había ocurrido a su hermana, no iba a dejar que se le escaparan. Ni pensarlo. Antes de abandonar, los vería a todos en el infierno.
Pero con Priss en sus brazos, mientras el dichoso gato lo observaba sin parpadear, deseó rebelarse contra el destino.
¿Por qué había aparecido ella en su vida precisamente en aquel momento?
Drogarla había sido necesario. No podía poner en peligro a Dare, ni a su esposa. ¿Lo entendería ella? ¿Lo perdonaría?
–Mierda –se pasó la mano por la cara y acarició el pelo sedoso de Priss.
Llevaba otra vez aquella maldita coleta, y era una pena. Le gustaba su pelo suelto. Era tan sexy…
La apartó de sí y la apoyó en su asiento. Drogada, parecía engañosamente dulce y recatada.
«Sí, ya».
Aquella mujer era una maestra del engaño. Así que, ¿por qué demonios le importaba que lo perdonara o no? No tenían absolutamente nada que ver. No iban a tener ninguna relación, más allá de unir sus fuerzas para acabar con Murray Coburn.
Estaba convencido de que eso era lo que se proponía ella, pero le faltaba averiguar el porqué. En cuanto lo supiera, podría calcular hasta dónde estaba dispuesta a llegar y cuánto era capaz de sacrificar, y a quién, para alcanzar su meta.
Acarició con un nudillo su sien, su mejilla y su garganta, deteniéndose para sentir el latido de su pulso.
Sacudió la cabeza y reconoció que era tan patético como un adolescente en su primera cita.
El zumbido de su móvil lo sacó de su ensoñación. Liger siguió mirándolo con cara de reproche.
–Tú no sabes nada –le dijo mientras sacaba el teléfono y lo abría–. Miller –respondió.
–¿Dónde estás?
Murray.
–¿En este preciso instante o en general? –preguntó, sofocando su ira.
–Da igual. La verdad es que me importa una mierda, lo que quiero saber es si puedes estar aquí esta noche a las siete.
–¿En la oficina? –preguntó maquinalmente mientras pensaba a toda prisa.
–Sí. ¿Hay algún problema?
–Si quieres que esté allí, allí estaré –miró su reloj. Sí, tenía tiempo suficiente para llegar, dejar a Priss y volver–. ¿Qué ocurre?
–Esta noche tengo que ocuparme de un asunto y quiero que me acompañes.
¿Un intercambio? ¿El muy cerdo quería que tomara parte en una venta de mujeres?
Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Era la primera vez que lo invitaba a presenciar un intercambio. Podía ser la oportunidad que había estado esperando. Al mirar a Priss, comprendió que ella podía ser la siguiente víctima de Murray y contestó casi con un gruñido:
–Entiendo.
Hubo un silencio y Murray dijo con voz sedosa:
–¿Noto cierta reticencia por tu parte?
–No –contestó secamente, aunque en realidad estaba pensando «Va a ser un placer hacerte pedazos»–. A las siete en la oficina, entendido.
–Bien. Bueno, cuéntame, ¿qué tal va todo con Priscilla?
Trace se rascó la nuca y dijo:
–Es una chica de pueblo, Murray.
–¿Podrías ser más concreto?
Maldiciendo para sus adentros, Trace apartó la mirada de Priss. No soportaba mirarla mientras traicionaba de aquel modo su intimidad. Confiaba en poder preservar su pudor hablándole a Murray de su… agreste belleza.
Priss era muy distinta a las mujeres de la alta sociedad de las que solía rodearse Murray.