En la noche de bodas. Miranda LeeЧитать онлайн книгу.
tuviera la oportunidad de mirarla otra vez con superioridad.
Apretó los dientes y se concentró en el callejero. Una vez que memorizó las direcciones que debía seguir, sacó el Audi recién pulido del arcén y volvió a la autopista.
Una ligera sonrisa apareció en su boca. «No era el coche lo único que había limpiado y pulido esa mañana», pensó riéndose del comentario que hizo acerca de que el domingo no iba a madrugar porque Kathryn Forsythe quisiera.
Su orgullo hizo que se despertara a las seis. A las nueve, había retocado todo su cuerpo, se había peinado la melena y hasta se había hecho la pedicura. Fiona pensó que si por casualidad tenía que quitarse los zapatos y las medias, o cualquier otra ropa, quería que su interior fuese tan perfecto como la superficie.
Al final, lo que le creó más problemas fue la ropa de la parte exterior. En su opinión, algo incomprensible, ya que tenía un armario lleno de la mejor ropa, muy elegante y de la mejor calidad.
Además como era invierno tenía que haberle resultado mas fácil elegir el traje que se iba a poner. Pero no fue así. Los trajes negros que utilizaba para trabajar le parecían demasiado fúnebres, los grises, un poco pálidos ahora que ya no estaba bronceada. El color chocolate era el color de moda del año anterior. ¡No iba a aparecer vestida de ese color! Sólo le quedaba el color crema o el gris pardo. Nunca llevaba colores vivos. Ni blanco.
Estuvo dudando hasta que no le quedó más remedio que decidirse. Se le echaba el tiempo encima.
Desesperada, se vistió con un traje de lana de color crema. Unos pantalones de pierna recta, un chaleco con el cuello de pico, y una chaqueta de manga larga y con solapa. Como los botones del chaleco estaban forrados y llevaban un ribete dorado, decidió que ponerse un collar sería demasiado cargante para un traje de día.
Se puso un reloj clásico y unos pendientes de oro de dieciocho quilates, que le había regalado un admirador.
El bolso y los zapatos eran de piel suave. Le habían costado una pequeña fortuna. Se había maquillado lo mínimo, los labios y las uñas pintados de color marrón. El perfume también era regalo de un admirador, que le dijo que era un perfume exótico y sensual como ella.
Una vez satisfecha con su aspecto, salió de casa preparada para enfrentarse a la mujer que casi destroza su vida.
«Pero despegué de nuevo, Kathryn», se dijo en alto mientras tomaba la salida hacia Kenthurst, «como el fénix».
Fiona se rió, consciente de que Noni ni siquiera habría sabido qué era el fénix. «Has llegado muy lejos, cariño», se felicitó, «muy, muy lejos. Merece la pena ponerse un poco nerviosa para demostrarle a la madre de Philip hasta dónde has llegado».
En ese momento salía el sol y el reflejo de los rayos en el coche rebotaba directamente hacia sus ojos. Fiona buscó las gafas de sol que guardaba en la guantera de la puerta, se las puso y sonrió.
Quince minutos más tarde pasó por delante de la casa de los Forsythe, dejó de sonreír y frunció el ceño.
La casa había cambiado en esos diez años. No sólo el muro de ladrillo que rodeaba la propiedad, sino que le parecía más pequeña y menos intimidadora. Seguía siendo una mansión imponente, la fachada era imitación del estilo Georgiano y estaba situada en lo alto de una colina, a una altura suficiente como para poder tener una vista de trescientos sesenta grados de los alrededores.
Fiona detuvo el coche y observó la casa. «¡Claro! ¡Qué tonta! No era la casa lo que había cambiado, sino su manera de percibirla. Después de todo ya no le impresionaban las mansiones ni la intimidaba la riqueza.
Volvió a sonreír, dio la vuelta y se dirigió hacia el camino de entrada. La reja de hierro estaba abierta, a pesar de la cámara de seguridad que había encima de la columna y del intercomunicador colocado en el poste.
Dejar las rejas abiertas era una imprudencia, pero quizá Kathryn las había abierto porque esperaba su llegada. Su reloj marcaba las once menos dos minutos. Fiona entró, miró por el retrovisor y comprobó que la reja seguía abierta.
«Bueno», pensó y se encogió de hombros. La seguridad de Kathryn Forsythe no era su problema.
La familia de Philip no era tan importante como la de sus tíos. Su tío Harold era un industrial, poseía varias fábricas de comestibles y un montón de caballos de carreras. Su tío Arnold era un pez gordo de la prensa y de la hostelería.
El padre de Philip, Malcom, era el más joven de los tres Forsythe y se dedicaba al derecho empresarial. Philip le dijo una vez a Fiona que era posible que su padre fuese más rico que sus otros dos hermanos, ya que no malgastaba el dinero ni en el juego ni en mujeres.
Los tres hermanos Forsythe se habían casado con bellas mujeres de familia bien, lo que incrementaba sus bienes y aseguraba una buena combinación genética para sus hijos. Harold engendró cinco hijos e hijas, y Arnold tres hijos traviesos. Malcom tuvo un único hijo, Philip.
Ninguno de los hermanos se divorció, a pesar de los rumores que corrían de que Harold y Arnold mariposeaban con muchas mujeres. Las tres esposas de los Forsythes salían a menudo en los suplementos dominicales y en las revistas del corazón, luciendo los logros de la última cirugía estética. Pasaban la mitad de su vida en desfiles de moda, bailes benéficos y verbenas.
Ese tipo de cosas, antes, impresionaban a Fiona.
Ya no.
Miró fríamente las verdes praderas y los árboles alineados, y no se le aceleró el pulso a medida que se acercaba a la casa. La primera vez que entró en ese camino fue diferente, su corazón latía con fuerza y sentía el estómago lleno de nudos. Por aquel entonces, mientras se dirigía a Manderley junto a su rico esposo, se puso tan nerviosa como la protagonista de Rebecca.
Fiona comprendía bien los sentimientos de inseguridad y de incompetencia que experimentaban las novias. Ella había sentido lo mismo. Era curioso que en su inesperado regreso a Manderley ella era la primera esposa.
A medida que se acercaba, la casa se veía más grande. Era blanca y de dos plantas, tenía el tejado de pizarra y las ventanas estaban colocadas simétricamente. El diseño parecía inglés, al igual que el paisaje formado por árboles ingleses y un ordenado jardín. Sin embargo, nada disimulaba el toque australiano: el cielo azul y las montañas cubiertas de eucaliptos, también azules por la neblina que se formaba en ellas.
El camino asfaltado y serpenteante acababa en una placita cubierta con gravilla roja que tenía en el centro una fuente al estilo de Versalles.
El Audi se detuvo frente al pórtico de columnas blancas y casi delante de la puerta en donde la señora de la casa estaba de pie al sol.
Fiona miró a la madre de Philip. Kathryn estaba tan arreglada como ella la recordaba, e igual de elegante. Llevaba un vestido azul de lana, un collar de perlas y el cabello rubio perfectamente peinado.
Pero había envejecido. Mucho. Era posible que aparentara la edad real.
Debía de tener sesenta años. Hacía diez tenía cuarenta y tantos, aunque no aparentaba mas de treinta y cinco.
También parecía débil, como si le hubieran sacado el relleno. Estaba un poco encorvada y su cara denotaba tristeza, lo que hizo que Fiona sintiera un poco de compasión.
Todo su interior se rebeló ante ese desagradable sentimiento.
«¿Compadecerme de Kathryn Forsythe? ¡Nunca!»
Fiona quitó las llaves del contacto y las metió en el bolso, salió del coche y cerró la puerta. Se quitó las gafas de sol y se volvió hacia la que fue su enemiga deseando no ser reconocida.
Kathryn la miró de arriba a abajo y no dio ninguna muestra de haberla reconocido. Todo eran signos de aceptación, incluso de admiración.
Curiosamente, Fiona no se sintió triunfante, sino que, de repente, se sintió malvada y deshonesta.
–Usted debe de ser Fiona –dijo Kathryn mientras le tendía