La hija del rey del País de los Elfos. Lord DunsanyЧитать онлайн книгу.
que se enfriaba se estrechaba: pequeñas partículas se unían, pequeñas fisuras se cerraban, y al compactarse se apoderaban del aire sobre ellas, y en el aire atraparon la runa de la bruja y la sujetaron y la retuvieron para toda la eternidad. Así fue como se convirtió en una espada mágica. Y no existía magia en los bosques ingleses, desde la temporada de anémonas hasta la caída de las hojas, que no hubiera quedado unida a la espada. Y la poca magia de las colinas del sur, donde sólo deambulan ovejas y pastores silenciosos, la espada la atesoró también. La espada desprendía un perfume a tomillo y lilas, y el coro de los pájaros cantaba antes de la puesta del sol en abril, y las azaleas resplandecían con orgullo profundo, y los riachuelos corrían con agilidad entre risas, y los espinos se extendían por kilómetros y kilómetros. Para cuando la espada se tornó completamente negra, era tremendamente mágica.
Nadie puede contar sobre esa espada todo lo que hay por contar, puesto que quienes conocen los caminos del espacio, donde sus metales alguna vez flotaron hasta que la Tierra los atrapó uno a uno mientras giraban suspendidos en su órbita, tienen poco tiempo que perder en cosas como la magia y no pueden contarte cómo se forjó la espada, y quienes saben de dónde vienen la poesía y la necesidad que la humanidad tiene de música, o que conocen alguna de las cincuenta ramas de la magia, tienen poco tiempo que perder en cosas como la ciencia, así que es imposible saber de dónde provienen sus componentes. Basta con decir que alguna vez existió más allá de nuestro mundo y que ahora yace aquí entre piedras mundanas; que alguna vez fue como estas piedras y que posee algo tan suave como la música… Que quienes puedan lo definan.
Entonces la bruja sacó la espada negra por la empuñadura, que era gruesa y redondeada en uno de los extremos, puesto que había dispuesto un pequeño surco en el suelo debajo de ésta para tal propósito, y comenzó a afilar ambos lados, frotándolos con una extraña piedra verdosa, aún cantándole a la espada una escalofriante canción.
Álveric la observaba en silencio, curioso, sin contar los minutos; quizá fue un instante, quizá abarcó el tiempo que las estrellas invierten en su recorrido. De pronto, había terminado. Se puso de pie con la espada sobre ambas manos. Se la ofreció a Álveric con brusquedad; él la tomó, ella se dio la vuelta, y había en su mirada un dejo que permitía entrever que hubiera preferido quedarse con la espada. O con él. Álveric retrocedió para darle las gracias, pero se había esfumado.
Tocó a la puerta de la casa oscura.
—Bruja, bruja —la buscó a lo largo y ancho del páramo solitario, hasta que unos niños en granjas lejanas escucharon su llamado y se aterrorizaron. Luego echó a andar de vuelta a casa, y fue lo mejor que pudo hacer.
II
ÁLVERIC VISLUMBRA LAS MONTAÑAS DE LOS ELFOS
A LA ALARGADA RECÁMARA escasamente amueblada en lo alto de una torre, donde dormía Álveric, entró un rayo directo del sol en ascenso. Se incorporó y recordó de golpe la espada mágica, lo cual le alegró el despertar. Es natural sentir alegría al pensar en un regalo reciente, pero también había cierta alegría intrínseca en la espada, que quizá llegaba con mayor facilidad a los pensamientos de Álveric apenas tras desprenderse del país de los sueños, que era sobre todo el país del que provenía la espada; comoquiera que haya sido, todo el que ha tenido la fortuna de poseer una espada mágica ha sentido este gozo indescriptible cuando, claramente y sin lugar a dudas, dicha espada sigue siendo nueva.
No tenía a nadie de quien despedirse, así que pensó que sería mejor obedecer a su padre antes de verse obligado a explicar por qué llevaba consigo una espada que le parecía mejor que la que el rey tanto amaba. Así que ni siquiera comió, sino que guardó comida en un bolso y colgó en una correa de cuero una cantimplora nueva de buena piel, sin siquiera llenarla puesto que sabía que en su camino hallaría riachuelos; y, portando la espada de su padre como las espadas suelen portarse, se colgó la otra en la espalda con la áspera empuñadura atada al hombro, y se alejó a paso veloz del castillo y del valle de Erl. Dinero llevó sólo un poco, tan sólo medio puñado de cobre para usarlo en los campos por todos conocidos, pues no sabía qué moneda o qué objetos eran válidos más allá de la frontera de crepúsculo.
Ahora bien, el valle de Erl está muy cerca de la frontera después de la cual desaparecen los campos que conocemos. Álveric escaló la colina, caminó a zancadas por los campos, atravesó los bosques de avellano, y el alegre cielo lo iluminó conforme avanzaba por los campos, y el azul celeste hizo eco bajo sus pasos al llegar al bosque, pues era tiempo de campánulas. Comió, llenó su cantimplora y viajó todo el día hacia el este, y por la noche las montañas del país de las hadas se asomaron en el horizonte como pálidas nomeolvides.
Mientras el sol se ponía a sus espaldas, Álveric observó aquellas montañas azul pálido para ver con qué color su cima sorprendería a la noche; pero ni un solo tono robaron al sol poniente, cuyo esplendor doraba los campos que conocemos sin que una sola arruga se destiñera en sus precipicios ni una sola sombra se proyectara, y Álveric comprendió que nada que ocurra en los campos que conocemos puede alterar lo que yace en aquellas tierras encantadas.
Retiró la mirada de su serena y pálida belleza para posarla en los campos que conocemos. Y ahí, con los gabletes levantados hacia el sol sobre los profundos setos bañados de primavera, vio las cabañas de los hombres de este mundo. Pasó frente a ellas a medida que avanzaba la noche, con los pájaros entonando canciones y las flores desprendiendo su perfume, entre aromas cada vez más penetrantes y la noche que se engalanaba para recibir a la Estrella de la Noche. Pero antes de que la estrella apareciera el joven aventurero encontró la cabaña que buscaba: batiéndose encima de la puerta, divisó el enorme letrero de cuero marrón cuya extravagante caligrafía con recubrimiento dorado rezaba que quien ahí vivía era un talabartero.
Un viejo abrió la puerta cuando Álveric tocó. Pequeño y encogido por la edad, se inclinó aún más cuando Álveric le dijo su nombre. El joven pidió también una funda para su espada, sin revelar entonces de qué espada se trataba. Ambos entraron en la cabaña, donde la anciana esposa estaba junto al fuego, y la pareja rindió a Álveric los honores correspondientes. El viejo se sentó junto a una mesa gruesa, cuya superficie brillaba con tersura dondequiera que no hubiera agujeros, producto de las delicadas herramientas con que se habían perforado trozos de piel no sólo durante la vida de ese viejo hombre, sino también durante la de sus antepasados. Y luego puso la espada sobre sus rodillas y se asombró por la aspereza de la empuñadora y la protección, puesto que estaban hechas de metales crudos sin tratamiento alguno, así como por la anchura de la espada; luego entornó los ojos y comenzó a pensar en su oficio. En un instante resolvió lo que tenía que hacer: su esposa le acercó una piel fina, y el talabartero marcó sobre ella dos piezas del ancho de la espada e incluso un poco más anchas.
Y cualesquiera preguntas que hiciera el anciano sobre aquella ancha y brillante espada, Álveric las esquivaba, puesto que no quería perturbar su mente al hablarle de su procedencia: ya había desconcertado lo suficiente a aquella pareja de ancianos al pedirles posada para esa noche. A ello respondieron con infinitas disculpas, como si hubieran sido ellos quienes irrumpieran en el palacio pidiendo morada, y le ofrecieron una copiosa cena proveniente de su caldero, donde hacían hervir todo aquello que cazara el hombre; y nada pudo decir Álveric que impidiera que le cedieran su propia cama y para sí mismos apilaran un montón de pieles sobre el piso para pasar la noche al lado del fuego.
Después de la cena el anciano cortó las dos anchas piezas de cuero y comenzó a zurcirlas de cada lado. Y luego Álveric empezó a hacerle preguntas sobre el camino, y el viejo talabartero habló del norte y del sur y del oeste, e incluso del noreste, pero del este y del sureste no dijo nada. A pesar de vivir justo en la frontera de los campos que conocemos, ni él ni su esposa musitaron una sola palabra. Ahí donde la jornada de Álveric se extendería a la mañana siguiente, para ellos parecía terminar el mundo.
Al reflexionar después sobre todo lo que le había dicho el anciano, recostado en la cama que le habían cedido, Álveric se sorprendía de su ignorancia, y aun así se preguntaba si era posible