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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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cabeza sobre el pecho y estuvo meditando un rato sobre el por qué de su perra suerte. Ido permaneció completamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y tenía la imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores y desconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebida en su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, durante el cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos que formaban su historia activa... Lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo... no te amontones...». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera —pensaba—, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, le querría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era como otros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de su sitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que su destino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdo debía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia le asignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía. Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pintura histórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de su figura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas y balandranes de raso, y me lo ponen haciendo el duque de Gandía, al sentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante el Consejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Alba poniéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es que aquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instinto de la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabía traducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro.

      Pero en aquella sazón, todo esto era futuro y sólo se presentaba a la mente embrutecida de Platón como presentimiento indeciso de glorias y bienandanza. El héroe dio un suspiro, a que contestó el poeta con otro suspiro más tempestuoso. Mirando cara a cara a su amigo, Ido tosió dos o tres veces, y con una vocecilla que sonaba metálicamente, le dijo, poniéndole la mano en el hombro:

      «Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más, tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor».

      —¡Repóblica puerca, repóblica cochina!—rebuznó Platón , dando en la mesa un porrazo tan recio, que todo el ventorro tembló.

      —Porque todo se puede conllevar—dijo Ido bajando la voz lúgubremente—, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablar de esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propia ignominia... pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que no puede uno callar. El silencio es delito, sí señor... ¿Por qué ha de echar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soy modelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yo adúltero?, ¿cuándo?... que me lo digan.

      De repente, y saltando cual si fuera de goma, el hombre eléctrico se levantó... Sentía una ansiedad que le ahogaba, un furor que le ponía los pelos de punta. En este excepcional desconcierto no se olvidó de pagar, y dando su duro al Tartera , recogió la vuelta.

      «Noble amigo—díjole a Izquierdo al oído—, no me acompañe usted... Estimo en lo que valen sus ofrecimientos de ayuda. Pero debo ir solo, enteramente solo, sí señor; les cogeré in fraganti... ¡Silencio...!, ¡chis!... La ley me autoriza a hacer un escarmiento... pero horrible, tremendo... ¡Silencio digo!».

      Y salió de estampía, como una saeta. Viéndole correr, se reían Izquierdo y el Tartera. El infeliz Ido iba derecho a su camino sin reparar en ningún tropiezo. Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer la cesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo y entró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sin tomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, el labio inferior muy echado para fuera. Sin reparar en nadie ni en nada, entró en la casa, subió las escaleras, y pasando de un corredor a otro, llegó pronto a su puerta. Estaba cerrada sin llave. Púsose en acecho, el oído en el agujero de la llave, y empujando de improviso la abrió con estrépito, y echó un vocerrón muy tremendo: ¡Adúuultera!

      «¡Cristo!, ya le tenemos otra vez con el dichoso dengue...—chilló Nicanora, reponiéndose al instante de aquel gran susto—. Pobrecito mío, hoy viene perdido...».

      Don José entró a pasos largos y marcados, con desplantes de cómico de la legua; los ojos saltándosele del casco; y repetía con un tono cavernoso la terrorífica palabra: ¡adúuultera!

      —Hombre de Dios—dijo la infeliz mujer, dejando a un lado el trabajo, que aquel día no era pintura, sino costura—, tú has comido, ¿verdad?... Buena la hemos hecho...

      Le miraba con más lástima que enojo, y con cierta tranquilidad relativa, como se miran los males ya muy añejos y conocidos.

      «—Fuertecillo es el ataque... Corazón, ¡cómo estás hoy! Algún indino te ha convidado... Si le cojo... Mira, José, debes acostarte...».

      —Por Dios, papá—dijo Rosita, que había entrado detrás de su padre—, no nos asustes... Quítate de la cabeza esas andróminas.

      Apartola él lejos de sí con enérgico ademán, y siguió dando aquellos pasos tragicómicos sin orden ni concierto. Parecía registrar la casa; se asomaba a las fétidas alcobas, daba vueltas sobre un tacón, palpaba las paredes, miraba debajo de las sillas, revolviendo los ojos con fiereza y haciendo unos aspavientos que harían reír grandemente si la compasión no lo impidiera. La vecindad, que se divertía mucho con el dengue del buen ido, empezó a congregarse en el corredor. Nicanora salió a la puerta: «Hoy está atroz... Si yo cogiera al lipendi que le convidó a magras...».

      —¡Venga usted acá, dama infiel!—le dijo el frenético esposo, cogiéndola por un brazo.

      Hay que advertir que ni en lo más fuerte del acceso era brutal. O porque tuviera muy poca fuerza o porque su natural blando no fuese nunca vencido de la fiebre de aquella increíble desazón, ello es que sus manos apenas causaban ofensa. Nicanora le sujetó por ambos brazos, y él, sacudiéndose y pateando, descargaba su ira con estas palabras roncas: «No me lo negarás ahora... Le he visto, le he visto yo».

      —¿A quién has visto, corazón?... ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí le tengo... No me acordaba... ¡Pícaro duque, que te quiere quitar esa recondenada prenda tuya!

      Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Ido volvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio de aplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataque pasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allí habían dejado los chicos, y empujándole por la espalda... «Ya puedes escabecharnos—le dijo—, anda, anda; estamos allí, en el camarín, tan agasajaditos... Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo...».

      Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando la rodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con el palillo, pronunciando torpemente estas palabras: «Adúlteros, expiad vuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todo trapo, y Nicanora arengaba al público diciendo: «pronto se le pasará; cuanto más fuerte, menos le dura».

      «Así, así... muertos los dos... charco de sangre... yo vengado, mi honra la... la... vadita» murmuraba él dando golpes cada vez más flojos, y al fin se desplomó sobre el jergón boca abajo. Las piernas colgaban fuera, la cara se oprimía contra la almohada, y en tal postura rumiaba expresiones oscuras que se apagaban resolviéndose en ronquidos. Nicanora le volvió cara arriba para que respirase bien, le puso las piernas dentro de la cama, manejándole como a un muerto, y le quitó de la mano el palo. Arreglole las almohadas y le aflojó la ropa. Había entrado en el segundo periodo, que era el comático,


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