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Sigmund Freud: Obras Completas - Sigmund Freud


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el temor y los desvelos que le ocasiona la enfermedad de su hija, se propone guardar el más absoluto silencio para no perturbar el anhelado reposo de la enferma. Pero hallándose en un estado de gran agotamiento, la representación contrastante de que acabaría por producir algún ruido demuestra ser la más fuerte, consigue dar origen a una inervación de la lengua, inervación que el propósito de permanecer en silencio había, quizá, olvidado de impedir; rompe la contracción de los labios y produce un ruido, el cual adquiere un carácter fijo a partir de este momento, especialmente después de la repetición del mismo suceso.

      Para llegar a una completa comprensión de este proceso hemos de atender aún a una determinada objeción. Podrá, en efecto, preguntársenos cómo, dado un agotamiento general -que establece, desde luego, la disposición a tal proceso-, vence, precisamente, la representación contrastante. Nuestra respuesta sería que dicho agotamiento no es tan sólo parcial. Se hallan agotados aquellos elementos del sistema nervioso que constituyen los fundamentos materiales de las representaciones asociadas a la consciencia primaria. En cambio, las representaciones excluidas de esta cadena de asociaciones -del yo normal- no se hallan agotadas, y predominan así en el momento de la disposición histérica.

      Ahora bien: todo conocedor de la histeria observará que el mecanismo psíquico aquí descrito aclara no sólo algunos accidentes histéricos aislados, sino amplios sectores del cuadro sintomático de la histeria y uno de sus rasgos característicos más singulares. Nuestra afirmación de que las representaciones contrastantes penosas, coartadas y rechazadas por la consciencia normal fueron las que pasaron a primer término y hallaron el camino de la inervación somática en el momento de la disposición histérica, nos da también la clave de la peculiaridad de los delirios que acompañan a los ataques histéricos. No es un hecho casual el que los delirios histéricos de las monjas, en las epidemias de la Edad Media, consistieran en graves blasfemias y un desenfrenado erotismo, ni tampoco que precisamente los niños mejor educados y más formales sean los que en sus ataques histéricos se muestren más groseros, insolentes y «mañosos». Las series de representaciones trabajosamente reprimidas son las que quedan en estos casos convertidas en actos, a consecuencia de una especie de voluntad contraria, cuando la persona sucumbe al agotamiento histérico. Esta relación es aquí más estrecha que nunca, pues precisamente es dicha laboriosa represión la que provoca el referido estado histérico, en cuya descripción psicológica no hemos entrado, por limitarnos en el presente trabajo a la explicación de por qué -dado previamente tal estado de disposición histérica- aparecen los síntomas en la forma que los observamos.

      La histeria debe a esta emergencia de la voluntad contraria aquel carácter demoníaco que tantas veces presenta y que se manifiesta en que los enfermos se ven imposibilitados, en ciertas ocasiones, de realizar aquello que más ardientemente desean, hacen precisamente lo contrario de lo que se les ha pedido y calumnian aquello que les es más querido o desconfían de ello.

      La perversión del carácter, propia del histérico; el impulso a hacer el mal o a enfermar cuando más desea la salud, constituye una coerción a la que sucumben los más intachables caracteres cuando quedan abandonados por algún tiempo a la acción de las representaciones contrastantes.

      La interrogación referente al destino de los propósitos inhibidos parece carecer de sentido por lo que se refiere a la vida intelectual normal. Podría contestarse diciendo que no llegan a existir. Pero el estudio de la histeria muestra que, por el contrario, toman vida; esto es, que la modificación material a ellas correspondiente queda conservada, sobreviviendo tales propósitos, como fantasmas de un tenebroso reino, hasta el momento en que logran emerger y apoderarse del cuerpo que hasta entonces habría servido fielmente a la consciencia del yo.

      He dicho antes que este mecanismo es típico de la histeria, y he de añadir ahora que no es exclusivo de esta afección. Volvemos a encontrarlo en el «tic» convulsivo, neurosis de tan grande analogía sintomática con la histeria, que todo su cuadro sintomático puede aparecer como fenómeno parcial de la misma, resultando así que Charcot, después de un detenido estudio, sólo pudo establecer, como diferencia, la de que el «tic» histérico llega a desaparecer, perdurando, en cambio, el «tic» auténtico. El cuadro de un grave «tic» convulsivo se compone de movimientos involuntarios que presentan con frecuencia (siempre, según Charcot y Guinon) el carácter de gestos o movimientos adecuados en alguna ocasión anterior, coprolalia, ecolalia y representaciones obsesivas, de las correspondientes a la folie de doute. Ahora bien: sorprende leer en Guinon, autor que no penetró en el mecanismo psíquico de estos síntomas, la afirmación de que algunos de sus enfermos habían llegado a sus gestos y contracciones por medio de la objetivación de la representación contrastante. Tales enfermos indican haber visto en determinada ocasión un análogo «tic», o a un cómico, que contraía intencionadamente su rostro en dicha forma, habiendo sentido entonces el temor de verse forzosamente impulsados a imitar tan feas y ridículas contracciones.

      Y, en efecto, a partir de aquel momento habían comenzado a imitarlas. Realmente, sólo una pequeñísima parte de los movimientos involuntarios surge de ese modo en los tiqueurs. En cambio, nos inclinamos a adscribir este mecanismo a la coprolalia, nombre que damos al incoercible impulso que obliga a los tiqueurs, contra toda su voluntad, a pronunciar las palabras más groseras. La raíz de la coprolalia sería la percepción del enfermo de que le es imposible dejar de emitir ciertos sonidos. A esta percepción se enlazaría luego el temor a perder el dominio sobre otros sonidos, especialmente sobre aquellas palabras que los hombres bien educados evitan pronunciar, y este temor los llevaría a la realización de lo temido. No encuentro en Guinon ninguna anamnesis que confirme esta hipótesis, y, por mi parte, no he tenido ocasión de interrogar a ningún enfermo de coprolalia. En cambio, encuentro en el mismo autor la exposición de otro caso de «tic», en el que las palabras involuntariamente pronunciadas no pertenecían a la terminología de la coprolalia. Era el sujeto de este caso un hombre adulto, que se veía obligado a pronunciar constantemente el nombre de «María». Siendo estudiante, se había enamorado de una muchacha que llevaba este nombre, enamoramiento que le absorbió durante mucho tiempo y le predispuso a la neurosis. Por entonces comenzó ya a pronunciar en voz alta durante las horas de clase el nombre de su adorada, y este nombre se constituyó en un «tic» que perduraba aún más de viente años, después de cesar el enamoramiento del sujeto. A mi juicio, lo que sucedió en este caso fue que el firme deseo del sujeto de mantener oculto el nombre de su amada se transformó, al llegar un momento de especial excitación, en la voluntad contraria, perdurando desde entonces el «tic», como en el caso de mi segunda enferma.

      Si la explicación de este ejemplo es exacta, habremos de atribuir igual mecanismo al «tic» propiamente coprolálico, pues las palabras groseras son secretos que todos conocemos y cuyo conocimiento procuramos siempre ocultarnos unos a otros.

      R

      «Ein Fall von hypnotischer Heilung», en alemán el original. [Zeitschr. Hypnot., 1 (3), 102-7 (4), 123-9.]

      Hallándome dedicado a corregir las pruebas de este trabajo, llegó a mis manos otro de H. Kaan, que contiene análogas hipótesis.

      Véase Estudios sobre la histeria: «El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos.»

      Indicamos así que merecería la pena investigar la objetividad de la voluntad contraria, también fuera de la histeria y del «tic», ya que aparece, con gran frecuencia, dentro de los límites de lo normal.

      1893

      EL fallecimiento de J. M. Charcot, que el 16 de agosto del presente año (1893) sucumbía a una muerte rápida y sin sufrimientos, después de una vida feliz y gloriosa, ha privado prematuramente a la joven ciencia neurológica de su máximo impulsor; a los neurólogos, de su maestro, y a Francia, de una de sus más preeminentes figuras. Recién cumplidos los sesenta y ocho años, sus energías físicas y su juventud espiritual parecían asegurarle, en armonía con su deseo, francamente manifestado, aquella longevidad de la que han gozado no pocos de los grandes intelectuales de este siglo. Los nueve nutridos volúmenes de sus «Obras completas» -en los cuales han reunido sus discípulos sus aportaciones a la Medicina y la Neuropatología-, las Leçons


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