Sigmund Freud: Obras Completas. Sigmund FreudЧитать онлайн книгу.
médico del historial antes transcrito, cuáles las relaciones del mismo con la dolorosa dificultad de andar de la paciente y qué probabilidades de llegar al esclarecimiento y curación del caso nos ofrecía el conocimiento de los traumas psíquicos referidos.
La confesión de la paciente fue en un principio para el médico un desengaño. Nos encontramos, en efecto, ante un historial integrado por vulgares conmociones anímicas, que no explicaban por qué la sujeto había de haber enfermado de histeria, ni por qué ésta había tomado precisamente la forma de abasia dolorosa. Dejaba, pues, en completa oscuridad, tanto la motivación como la determinación del caso de histeria correspondiente. Podía únicamente admitirse que la enferma había establecido una asociación entre sus dolorosas impresiones anímicas y los dolores físicos que casualmente había sufrido en la misma época, y empleaba a partir de este momento en su vida mnémica la sensación somática como símbolo de la psíquica. Pero de todos modos quedaban en la oscuridad el motivo que la paciente había podido tener para tal sustitución y el momento en que la misma tuvo efecto. Claro es que se trataba de problemas que los médicos no se habían planteado nunca, antes, pues lo habitual era considerar como explicación suficiente la de que la enferma era una histérica por constitución, y podía desarrollar síntomas histéricos bajo la influencia de excitaciones de un orden cualquiera.
Si la confesión de la paciente nos aportaba escasa utilidad para el esclarecimiento del caso, menos aún podía auxiliarnos en su curación. No veíamos qué beneficio podía resultar para la enferma de relatar también a un extraño, que sólo había de consagrarle un mediano interés, la historia de sus penas durante los últimos años, historia bien conocida por todos sus familiares, y en efecto, su confesión no produjo ningún resultado curativo visible. Durante este primer período del tratamiento no dejó la enferma de repetirme con marcada complacencia: «Sigo mal. Tengo los mismos dolores que antes»; acompañando estas palabras con una mirada de burla y recordándome así los juicios de su padre sobre su carácter atrevido y a veces malicioso. Pero había de reconocer que en esta ocasión no eran del todo injustificadas sus burlas.
Si en este punto hubiese abandonado el tratamiento psíquico de la enferma, el caso de Isabel de R. hubiera carecido de toda significación para la teoría de la histeria. Pero lejos de esto, continué mi análisis, animado por la firme convicción de que en capas más profundas de la consciencia habíamos de hallar las circunstancias que habían presidido la motivación y la determinación del síntoma histérico.
Por tanto, decidí plantear directamente a la consciencia ampliada de la enferma la cuestión de cuál era la impresión psíquica a la que se hallaba enlazada la primera aparición de los dolores de las piernas.
Para llevar a cabo este propósito había de sumir a la sujeto en un profundo estado hipnótico. Desgraciadamente, todos mis esfuerzos no consiguieron provocar sino aquel mismo estado de consciencia en el que se hallaba al desarrollar su confesión, y aún hube de darme por satisfecho de que esta vez se abstuviera de recalcarme con expresión de triunfo el mal resultado de mi labor. En tal apuro se me ocurrió recurrir al procedimiento de aplicar mis manos sobre la frente de la sujeto, procedimiento cuya génesis relatamos ya en el historial de miss Lucy, y lo puse en práctica con esta nueva enferma, invitándola a comunicarme sin restricción alguna aquello que surgiera ante su visión interior o cruzara por su memoria en el momento de hacer yo presión sobre su cabeza. Después de una larga pausa silenciosa y frente a mi insistencia confesó la paciente que en dicho momento había rememorado una tarde en la que un joven conocido suyo la había acompañado hasta su casa, desde una reunión donde ambos se encontraban, recordando asimismo el diálogo que sostuvieron durante el trayecto y los sentimientos que la dominaban al llegar a su casa y reintegrarse a su puesto junto al lecho de su padre enfermo.
Esta primera alusión de la sujeto a una persona extraña a su familia me facilitaba el acceso a un nuevo compartimiento de su vida anímica, cuyo contenido fui sacando a luz poco a poco. Tratábase ya de algo más secreto, pues, fuera de una amiga común, nadie conocía de sus labios sus relaciones con el referido joven, hijo de una familia a la que trataban desde muy antiguo por residir en un lugar muy cercano a la finca que habitaron antes de trasladarse a Viena, ni tampoco las esperanzas que en tales relaciones había fundado. Este joven, tempranamente huérfano, había tomado gran afecto al padre de Isabel, erigiéndole en guía y consejero suyo, afecto que después fue extendiéndose a la parte femenina de la familia. Numerosos recuerdos de lecturas comunes, de conversaciones íntimas y de ciertas manifestaciones del joven, que le habían sido luego repetidas, fueron llevándola a la convicción de que la comprendía y la amaba y de que el matrimonio con él no le impondría aquellos sacrificios que de una tal decisión temía. Desgraciadamente, era el joven muy poco mayor que ella y se hallaba aún por aquella época muy lejos de poseer la independencia necesaria para tomar estado, pero Isabel había decidido esperarle.
La grave enfermedad de su padre y su constante permanencia junto a él hicieron que cesaran casi de verse. La noche cuyo recuerdo acudió primero a su memoria constituía el momento en que sus sentimientos con respecto al joven alcanzaron su máxima intensidad. Sin embargo, tampoco aquella tarde hubo explicación alguna entre ellos. Ante las repetidas instancias de toda su familia, e incluso de su mismo padre, había accedido Isabel a abandonar en aquella ocasión su puesto de enfermera para asistir a una reunión en la que esperaba encontrar al joven. Luego quiso retirarse temprano, pero le rogaron que permaneciese algún tiempo, y ella se dejó convencer al prometerle el joven que la acompañaría después hasta su casa. Durante este trayecto sintió con mayor intensidad que nunca su amorosa inclinación; pero al llegar a su casa, radiante de felicidad, encontró peor a su padre, y se dirigió los más duros reproches por haber dedicado tan largo rato a su propio placer. Fue ésta la última vez que abandonó a su padre toda una tarde, y sólo muy raras veces vio ya a su enamorado. Después de la muerte del padre, pareció aquélmantenerse alejado, por respeto al dolor de Isabel. Luego, la vida le condujo por otros caminos, y nuestra heroína hubo de ir acostumbrándose poco a poco a la idea de que el interés que por ella sentía había sido borrado por otros sentimientos. Este fracaso de su primer amor le dolía aún siempre que acudía a su pensamiento.
En estas circunstancia y en la escena antes relatada habíamos, pues, de buscar la motivación de los primeros dolores histéricos. El contraste entre la felicidad que la embargaba al llegar a su casa y el estado en que encontró a su padre dieron origen a un conflicto, o sea, a un caso de incompatibilidad. El resultado de este conflicto fue que la representación erótica quedó expulsada de la asociación, y al afecto concomitante, utilizado para intensificar o renovar un dolor psíquico dado simultáneamente (o con escasa anterioridad). Tratábase, pues, del mecanismo de una conversión encaminada a la defensa.
Surgen aquí numerosas observaciones. He de hacer resaltar el hecho de que no me fue posible demostrar, acudiendo a la memoria de la sujeto, que la conversión tuviera efecto en el momento de regresar a su casa. En consecuencia, busqué otros sucesos análogos acaecidos durante la enfermedad del padre, e hice emerger una serie de escenas entre las cuales sobresalía, por su frecuencia, la de haber andado con los pies desnudos sobre el frío suelo al acudir precipitadamente por la noche a una llamada de su padre. Como la enferma no se quejaba tan sólo de dolores en las piernas, sino también de una desagradable sensación de frío, hube de inclinarme a atribuir a estos sucesos cierta significación. Pero no siéndome tampoco posible descubrir entre ellos una escena que pudiera integrar la conversión, pensaba ya en admitir la existencia de una laguna en el esclarecimiento del caso, cuando reflexioné que los dolores histéricos en las piernas no habían surgido aún en la época en que la sujeto asistía a su padre. Su memoria no atestiguaba con relación a dicha época más que de un único ataque de dolores, que sólo duró pocos días, y del que nadie, ni la misma enferma, hizo gran caso. Mi labor investigadora recayó entonces sobre esta primera aparición de los dolores y consiguió intensificar el recuerdo correspondiente, manifestando la sujeto que por aquellos días fue a visitarlas un lejano pariente, al que no pudo recibir por hallarse en cama circunstancia que se repitió cuando dos años después les hizo el mismo individuo una nueva visita. Pero la busca de un motivo psíquico de tales primeros dolores fracasó por completo cuantas veces la emprendimos. De este modo creí poder admitir que dichos primeros dolores habían aparecido realmente sin causa