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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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y gordos como los franceses.

      Pero la comida inglesa, que es tan práctica, tiene una porción de cosas absurdas. Yo no he alcanzado a comprender todavía por qué les echan aquí almíbar a los riñones y por qué meten confitura de fresa dentro de las tortillas. La primera vez que me sirvieron una tortilla en esta forma, yo protesté respetuosamente. Aquello me pareció también un poco epicúreo.

      —¿Es que no le gusta a usted la confitura? —me preguntó la camarera.

      —Sí; me gusta mucho.

      —Entonces, ¿no le gusta a usted la tortilla?

      —También.

      —Pues indudablemente le tiene a usted que gustar la tortilla con confitura.

      Ésa es la lógica inglesa. Yo me convencí, pero mi estómago permaneció escéptico.

      En realidad, la cocina inglesa no existe, y esas pequeñas fantasías de la tortilla y de los riñones carecen de toda trascendencia. Son como una cosa de chicos. Aquí cogen la carne y la cuecen o la asan, hierven las verduras, y ya está. Nada de sal ni pimienta, ni especias de ninguna clase. Luego le ponen a uno delante una serie de frascos para que sazone a su gusto la comida, y uno va ensayándolos todos, sin éxito ninguno.

      —Esto es una porquería —dice uno. No. Es que tiene uno el estómago mixtificado por la comida francesa. La cocina francesa es la literatura de la alimentación.

      Yo no sé qué consecuencia se podría deducir para España de todo esto. Creo que fue Burguete quien, en un artículo muy interesante, decía que los españoles no debíamos comer, y que nuestra tradición era una tradición de abstinencia. Es muy posible; pero ¿no nos pasará lo que al burro del cuento? Sería una lástima que nos muriésemos cuando ya estamos casi acostumbrados a vivir sin comer.

      Esto de la limpieza de los ingleses es una cosa muy relativa.

      —¿Qué? ¿También va usted a negar que los ingleses se lavan?

      Tranquilícese el imaginario interruptor. Si los españoles se lavasen algo, yo diría que los ingleses se lavan muchísimo más que los españoles. El inglés se lava y el español no. Esto es un hecho. Sin embargo, un inglés no está nunca más limpio que un español. Un sábado por la noche, yo pondría, una al lado de otra, la camisa del español que se muda los domingos y la del inglés que se muda a diario, y estoy seguro de que por allá se irían en punto a suciedad.

      Es que el español no necesita lavarse, y el inglés sí. Ahí la atmósfera es pura y el sol generoso, mientras que aquí no hay sol, y la atmósfera está sustituida por una bruma densa, pegajosa y sucia. Yo acabo de hacer un cálculo estadístico, según el cual viene a haber en Londres así como unos tres millones de chimeneas, donde se quema carbón constantemente. El humo de estas chimeneas sube, pero el carbón baja y pinta de negro a estos ingleses sonrosados, de tal manera, que, si un inglés no se bañase diariamente, al cabo de tres días estaría convertido en un calamar.

      Así es que los ingleses se bañan, por término medio, unas dos veces al día.

      ¿Quiere esto decir que nosotros debemos hacer lo mismo? Yo conozco en Madrid a muchas gentes que presumen de hacerlo, y siempre que les he oído contar la historia de los dos baños diarios, se me ha ocurrido pensar si es que sudan tinta. Una persona que se baña mucho en Madrid es, indudablemente, una persona muy sucia.

      En términos absolutos, yo no creo que nadie sea limpio. Se lava uno, porque no tiene más remedio; pero las más de las veces se lava de mala gana. El hábito de la limpieza no responde a ningún sentimiento innato en el hombre. Los niños y los poetas líricos han protestado siempre contra el agua fría. Los pueblos salvajes no se lavan. Llega a un pueblo atrasado una etapa de civilización, y ese pueblo comienza a lavarse; pero decae la civilización, y, abandonado a sus instintos, el pueblo ya no se lava. El gato es limpio por naturaleza. El hombre lo es por necesidad, por coquetería o por hipocresía. Un señor que carezca totalmente de relaciones sociales, no se lava; uno que tenga relaciones exclusivamente masculinas, se lava las manos y la cara; únicamente los que tienen toda clase de relaciones se lavan de «cuerpo entero». Ya sabrán ustedes el cuento de aquel modelo a quien le dijo el pintor:

      —Mañana tengo que pintar un pie. ¡Por Dios! ¡Lávese usted!

      Y, ya en la puerta de la calle, al modelo se le ocurrió una duda trascendental, que entró a esclarecer en el acto:

      —Diga usted. ¿Qué pie es el que tiene usted que pintar?

      No es mi propósito hacer aquí un elogio de la mugre, cuyas excelencias no puedo admitir sin una porción de reservas. No. Hay que lavarse. Hay que mudarse la camisa y hasta la camiseta. Pero hay que lavarse porque se está sucio y no porque se es limpio. Si uno estuviera limpio, ¿para qué se iba a lavar? Ésta es la cuestión fundamental. De ella se deduce que el ingles que se baña dos veces al día no es más limpio que el español que se baña una vez a la semana. Los ingleses se bañan mucho porque Inglaterra es un país sucio, y los españoles se lavan poco porque España es un país limpio, al contrario de lo que suele decirse, esto es, que Inglaterra es un país limpio porque los ingleses se bañan mucho, y que España es un país sucio, etc.

      Luego vienen las consecuencias. Ya se sabe que el baño tibio es un sedante. Gran parte de la ecuanimidad inglesa es debida al hecho de que los ingleses se pasan al año, por lo menos, trescientas sesenta y cinco horas metidos en agua templada. Yo tengo una gran afición a los cálculos; estas trescientas sesenta y cinco horas hacen quince días y pico. Que cojan a uno de esos españoles violentos, celosos, impulsivos, repentistas, y que lo metan quince días en un baño de agua templada, a ver si no sale cambiado.

      Sólo que el español no se dejaría. El agua le aterra. No se ha familiarizado con ella, porque nunca la ha necesitado de un modo imperioso. Y así como el inglés es un animal tranquilo, de piel fina y músculos elásticos, el español será siempre un animal feroz e indomable.

      La niebla y el «spleen».

      Esta mañana, al despertarme, vi que la habitación estaba casi a obscuras.

      —Debe ser muy temprano —me dije, deleitándome ante la idea de poder seguir en la cama.

      Y cogí mi reloj para confirmar esta hipótesis matemáticamente, a fin de que ningún remordimiento de conciencia viniese a perturbar mi sueño. ¡Eran las diez de la mañana! «¡Qué barbaridad!». Yo hice este pequeño comentario como lo hacen todos los dormilones, sin convicción ninguna. ¿Qué importancia tienen las diez de la mañana para un madrileño? Sin embargo, la penumbra de la habitación me intrigaba extraordinariamente, y salté al suelo con una gran energía. Acto continuo me puse a frotar con un trapo los cristales de la vidriera, que yo suponía empañados; pero esta operación no obtuvo éxito ninguno. La vidriera se recortaba en la sombra con un color amarillento y sucio, como si le hubiesen pegado por fuera a los cristales un papel ocre. Tuve que encender la luz para vestirme, y una vez vestido, salí al balcón. Yo vivo en un quinto piso. Miré abajo, a enfrente, a los lados… No se veía nada. Una niebla densa lo envolvía todo. «¿Dónde está la acera? ¿Dónde está la esquina?

      ¿Dónde estoy yo?». La niebla es un gran elemento literario.

      —Este balcón —me decía yo, un poco influido por ella— da al infinito, y yo estoy ante el misterio.

      Comencé a sentir en los ojos un dolor muy agudo, semejante al que me produciría una gran humareda, y bajé al salón.

      —Fog, fog —me dijo madam Fisher, señalándome a la calle.

      Vivimos en pleno método Berlitz. En cuanto comienza a llover, todo el mundo corre hacia mí, en el boarding house, gritándome: —¡Rain! ¡Rain!, que quiere decir

      «lluvia». Si nieva,


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