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Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio CambaЧитать онлайн книгу.

Julio Camba: Obras 1916-1923 - Julio Camba


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la maleta hablase!

      —Pero ¡so charrán! —le diría a su dueño—. ¡Si yo no he pasado nunca de Guadalajara! ¿Qué viajes ni qué aventuras son ésas? Y si estoy tan estropeada es porque más de una vez usted me ha tirado villanamente del balcón a la calle para marcharse de la casa de huéspedes sin pagar. Es necesario que usted tenga mucha frescura para decir ciertas cosas delante de mí. ¡La rosa juvenil! ¡Los calcetines de seda…! La única fragancia que yo conservo es la de esos calcetines que usted llama de seda.

      ¿Qué escritor podrá asegurarnos, con la mano puesta en el corazón y bajo palabra de honor, no haberle escrito nunca un artículo a su maleta? Un viaje a la capital de la provincia o a la cabeza del partido judicial bastan para justificarlo. Yo he recordado hoy el artículo de la maleta, mirando la mía; pero mi maleta no tiene historia conocida. La compré en el Temple, que es algo así como el Rastro de París, el mismo día en que me vine a Londres. No conozco su pasado ni me importa. Puede ser… Pero no quiero hacer indagaciones. Se trata de una maleta ordinaria y mediocre. Cuando la compré la olí y no sentí nada. Por la parte de afuera conserva aún señales de etiquetas.

      Yo podría atribuirle a esta maleta todos mis viajes: —Tú has visto la enérgica América y el lánguido Oriente, París y Londres, Stambul y Cambados en la provincia de Pontevedra… ¡Ah!, ¡ah!— Y yo me admiraría a mí mismo en esta maleta, porque, no hay duda ninguna, cuando un escritor le dice a su maleta que ella ha visto esto o lo otro, lo que quiere decir es que lo ha visto él. ¿Y el porvenir? Permítame el lector que me dirija efectivamente a la maleta.

      ¿Cuál será tu porvenir, maleta mía? ¿Te quedarás en Londres abandonada por tu amo? Es posible. ¿Pronto? ¿Tarde? No lo sé. ¿Seguirás la suerte de tu amo? También es posible. ¿Tendrás alguna vez camisas de batista, calcetines de seda, trajes magníficos? No, nunca. Si tu amo prospera, como no tiene por qué guardarte consideraciones, pues se comprará una maleta más bonita, más sólida y más grande que tú. Pero esto no es probable. Tu amo es periodista. No prosperará. Yo creo, maleta, que, más o menos pronto, tú acabarás en una casa de huéspedes de Madrid, metida en un desván, entre las maletas de los estudiantes, de los empleados de Hacienda y de los opositores a la Judicatura. No te hagas ilusiones ridículas, mi maleta, mi maleta compañera… ¡Ah!… ¡Ah!…

      Una especie de Guadalajara.

      Los que no han salido nunca de su pueblo, o los que han salido únicamente de un modo incidental, no conocen una lucha terrible, espantosa, que hay que sostener cuando se va por el mundo: la lucha del hombre con la ciudad. En esta lucha se obtienen triunfos y se sufren derrotas alternativamente. Es una lucha más o menos larga, según. Al final, si se vence, no es nunca sin haber experimentado todos los quebrantos subsiguientes a una batalla tan ruda.

      César llegó, vio y venció; pero aquello era muy distinto. Quisiera yo verle aquí, en Londres, sin dinero y sin soldados, teniendo que entenderse por señas con la gente, porque aquí no se habla latín. Yo tengo ya cierta experiencia de la lucha con las ciudades. En Constantinopla, la ciudad me ganó. Estuve allí cuatro o cinco meses luchando con lenguas extranjeras y comidas indigestas. Llegué ya a sentirme sin ánimos para continuar y emprendí una retirada más o menos deshonrosa. En París gané. Me costó mucho trabajo, no lo niego. Pasé las morás. Pero París es una ciudad fácil. Antes que uno han ido allí muchos españoles, y uno siempre encuentra brecha por donde meterse. Al cabo de un año de estar en París, uno se siente ya un poco el amo de la gran ciudad, y puede, como don Luis Mejía, sacar una lista de victorias.

      Ahora estoy luchando con Londres. Aquí todo le es hostil al español: el idioma, las comidas, las costumbres… Tengo momentos de gran desaliento. Voy a cambiar cien pesetas, por ejemplo, y no me dan por ellas más que setenta y dos o setenta y tres chelines. Es una derrota; la ciudad me puede. Pero este contratiempo me ocurre muy de tarde en tarde. Otras veces se me indigesta el pudding. ¿Es que no lograré triunfar de un modo definitivo sobre el pudding inglés? Otras veces, en fin, quiero decir una cosa y no sé; todo mi inglés fracasa de un golpe. Es desesperante.

      Pero llega un día en que la comida me sienta bien y en que logro conversar un rato en el salón. Entonces me parece que le voy limando las asperezas a Londres y que la ciudad terrible va haciéndose fácil. Cuando consigo pasar la noche sin aburrirme, cuando me divierto un poco o cuando acierto a emplear mi tiempo de un modo agradable, me acuesto con una satisfacción especial, como si le hubiera dado a Londres un testarazo en la misma cabeza. Esas noches entro en mi cuarto tarareando una canción cualquiera. De cuando en cuando ceso de cantar, adopto una actitud de luchador, crispo el puño, y, dirigiéndome imaginativamente a toda la ciudad, le digo entre dientes:

      —¡Me parece que te voy a dar pocas!

      Yo entiendo por conquistar una ciudad llegar a dominar su idioma, a familiarizarse con sus costumbres, a conocer sus secretos y a llegar a vivir en ella como en la misma ciudad donde se ha nacido. La cosa es difícil, y la lucha es brutal.

      ¡Me da cada golpe este Londres que me deja loco! Pero ya me las pagará todas. A lo menos éste es mi consuelo.

      Lo primero es la lucha con el idioma. Por mi parte, cada vez que acierto a componer en inglés una frase nueva me apresuro a pronunciarla de un modo agresivo, como si fuera a darle con ella a Londres un golpe en la coronilla.

      —Va usted haciendo progresos —me dicen en la casa. Y yo tomo un aire muy marcial.

      —————

      Esta lucha con el idioma es muy útil para un escritor. Mientras no se posee el idioma hay que aprender a manejarse con un número muy escaso de palabras. Todos los escritores de periódicos han sentido más de una vez ese horrible tormento de la falta de ideas. Las palabras le sobraban. En los periódicos de gran circulación, aparte de los sustantivos, los verbos, los participios, los adverbios, las preposiciones, las conjunciones, etc., cada cronista tiene a su disposición, por lo menos, dos o tres centenares de adjetivos. Y el que más y el que menos de nosotros, en uno de esos días en que no hay asunto, ha ido poniendo en el papel palabras y palabras. ¡Qué consuelo produce luego la carencia de palabra al tener que expresarse en una lengua extranjera! Le parece a uno que tiene la cabeza llena de ideas y aprende uno a decir las cosas sin adjetivos. Es un ejercicio muy conveniente.

      ¿Le podré a Londres? Es cuestión de resistencia. Si me aguanto un año, Londres será mío. Entonces yo me pasearé por sus calles con un aire muy apuesto, como se pasean los soldados por las ciudades conquistadas. Y cuando llegue algún amigo español y me diga:

      —¡Qué barbaridad! ¡Esto es enorme! —yo daré una chupada en una pipa inglesa y le contestaré, con una sonrisa de hombre superior:

      —¡Bah! Eso cree uno al principio, mientras uno no está en el secreto. Si usted conociera a Londres como lo conozco yo, le parecería a usted una especie de Guadalajara.

      El español es alegre.

      —¡Lo que me he divertido! ¡Lo que me he divertido anoche! —me dice este mister Fane.

      Yo ya les he contado a ustedes en qué consisten las diversiones de mi amigo. Llega al bar, se instala sobre un alto taburete ante el mostrador, pide un whisky y enciende su pipa. Luego va sucesivamente pidiendo whiskys y encendiendo pipas hasta las doce y media de la noche. No habla con nadie. Parece que se muere de pena, y al día siguiente me dice que se ha divertido mucho.

      Indudablemente, estos ingleses son unos hombres muy regocijados.

      —¿Usted no se divierte en el bar?

      —Yo, no.

      —¡Con lo alegres que son los españoles!

      ¿Cómo le explico yo a mister Fane que precisamente los españoles nos aburrimos mucho en Londres


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