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de armas nucleares en dichas bases, punto que los norteamericanos incumplieron sistemáticamente, lo que originó protestas por parte de la administración española —realizadas siempre con mucha discreción—, que no sirvieron para nada.
Pese a las alharacas con que el pacto fue presentado por las autoridades franquistas, España siempre fue considerada por los Estados Unidos como un aliado de categoría secundaria, que lo único que podía ofrecer era su envidiable posición geográfica para el caso de que en Europa se desatase un conflicto con la Unión Soviética, algo que estuvo a punto de ocurrir en algunos momentos en que las relaciones se tensaron al límite, como ocurrió en 1962, con la denominada «crisis de los misiles», en alusión a los que los soviéticos habían instalado en Cuba, donde ya gobernaba con mano de hierro Fidel Castro.
Pese al sometimiento que suponían estos Pactos de Madrid —la simple existencia de cláusulas secretas lo evidencia—, la firma de aquel acuerdo fue mucho más que un balón de oxígeno para la dictadura, que solventaba de un plumazo alguno de sus mayores problemas. Los Estados Unidos dieron un gran impulso a su embajada en la capital y el acuerdo abría las puertas a que España ingresara en la ONU, cosa que no había sido posible cuando se creó aquel organismo, según los principios recogidos en la carta de San Francisco. A España se le negó formar parte de ella a petición de México, donde la influencia de los republicanos españoles era muy grande. Se impedía la entrada a países cuyos regímenes se hubieran instaurado con la ayuda de los ejércitos de quienes habían sido derrotados en la Segunda Guerra Mundial, en tanto en cuanto esos regímenes permanecieran en el poder. No se mencionaba a España, pero ese párrafo del capítulo III de la citada carta estaba redactado con la clara intención de vetar el acceso de España, mientras Franco se mantuviera al frente del país.
El fin del aislamiento no iba a producirse de forma inmediata, pero era algo que se encontraba en el horizonte. Franco salía políticamente fortalecido, y en el exilio republicano se perdieron las últimas esperanzas que algunos conservaban, cada vez con menos fundamento, de que las democracias occidentales acabasen con la dictadura.
Esas fueron las consecuencias políticas de los Pactos de Madrid, pero su importancia fue mucho más allá porque, propaganda del Régimen aparte, tuvieron una extraordinaria repercusión en la vida cotidiana de los españoles. Un cineasta tan sagaz como Berlanga comprendió de forma inmediata las enormes expectativas que, fuera de los círculos políticos y los ambientes militares, despertó la llegada del amigo americano entre la población. En diciembre de 1953 —dos meses más tarde de la firma de los acuerdos de Madrid— se estrenaba Bienvenido, Mister Marshall, una película que marcó toda una época1.
La compensación económica que España recibiría se elevaba a la cifra de mil quinientos millones de dólares —se trataba de una cantidad fabulosa para la época— a lo largo de una década. El destino de una parte sustancial de ese dinero era comprar productos norteamericanos, pues la potente industria estadounidense necesitaba dar salida a importantes excedentes de producción. Eso significaba, entre otras cosas, poder adquirir alimentos, bienes y equipamientos que escaseaban o de los que se carecía en España. Buena parte de la ayuda americana fue en forma de préstamos con interés, lo que establecía una gran diferencia con las ayudas recibidas bajo el denominado Plan Marshall por los países europeos occidentales, que fueron fundamentalmente donaciones, si bien con esos recursos habrían de comprarse también bienes norteamericanos. España fue tratada como un aliado menor y los acuerdos suscritos fueron mucho menos ventajosos que los destinados a la reconstrucción de Italia, Alemania o Francia.
Pese a todo, los acuerdos con los Estados Unidos significaban que la década de los cincuenta se podía afrontar en una situación muy diferente con respecto a los años anteriores. No solo en el terreno político y militar, también en aspectos importantes para la vida cotidiana. Ayudaron a cambiar algunas realidades y resultaron determinantes para dejar definitivamente atrás el hambre de los años cuarenta, si bien es cierto que las cartillas de racionamiento se habían suprimido en vísperas de la firma de estos pactos.
La apertura económica de un gigante como los Estados Unidos iba a aliviar de forma considerable las carencias materiales del Régimen, aunque Franco siguió apegado a la idea de la autarquía a lo largo de toda la década. Solo la difícil situación en la que se encontraba la economía española a finales de los cincuenta le hizo abandonar —desde luego con notables reticencias, según señalan algunos testigos de excepción que vivieron aquel momento— la utopía de impulsar un desarrollo económico con el lastre que suponía un modelo basado en el autoabastecimiento.
Los pactos con los americanos trajeron la leche en polvo, la mantequilla y el queso; su distribución entre los niños es una de las imágenes características de la escuela de aquellos años. Algunos de ellos apenas habían bebido leche y, desde luego, se sorprendían y se extrañaban de que no saliera de las ubres de vacas o cabras; resultaba extraordinario que aquellos polvos se disolvieran en agua para convertirse en leche. Se encomendó a Cáritas el reparto de estos alimentos en los centros educativos.
Llama la atención la cantidad de leche en polvo enviada por los norteamericanos a lo largo de la década que va de 1953 a 1963. En ese tiempo llegaron trescientas mil toneladas de este producto, que se convirtieron en tres mil millones de litros de leche. La ayuda alimentaria a España se mantuvo hasta fecha tan avanzada como 1968, aunque a algunos les cueste creerlo, habida cuenta de que la España de entonces se parecía muy poco a la de 1953.
La transformación de aquel polvo en leche apta para el consumo dio lugar a escenas curiosas. El trabajo, en muchos centros, era encomendado por los maestros a los propios alumnos, que se turnaban en la realización de estos menesteres. El proceso de elaboración solía llevarse a cabo durante el recreo, y la distribución tenía lugar en el patio, si es que el colegio disponía de uno, porque muchas escuelas de la época estaban muy lejos de ser los centros que hoy conocemos. Para empezar, se ubicaban en salas acondicionadas como aulas en bajos de viviendas o en alguna dependencia de un inmueble que tuviera capacidad para colocar los pupitres y acoger al número de alumnos que había de atender un maestro; las ratios eran muy superiores a las actuales y, además, en la misma clase convivían escolares con niveles diferentes de conocimientos. Lo que sí estaba establecido y se cumplía con absoluto rigor era la separación de sexos: unas escuelas eran para niños y otras para niñas.
Para el reparto de la leche, en las escuelas se disponía de un recipiente donde se calentaba —por procedimientos muy variados, estufas eléctricas, infiernillos de petróleo e incluso fuego de leña en las zonas rurales— el agua en la que se disolvía el polvo. En ocasiones eran los maestros, custodios de los sacos que contenían materia tan preciada —en ellos aparecía la bandera estadounidense impresa—, quienes se encargaban de estas tareas. Era indispensable que el agua alcanzase la temperatura aproximada a la ebullición para conseguir una disolución completa. Ocurría a veces que, por alguna circunstancia, el agua no se calentaba lo necesario y el polvo no se deshacía de manera correcta, lo que dejaba grumos blancos nadando en un líquido blancuzco, algo parecido a lo que ocurría con el Cola-Cao, que resultaba difícil de disolver en la leche de los desayunos si la temperatura no era la adecuada. Aunque, después de todo, este último percance solo lo padecían quienes disponían de medios para beber leche de la vaca o de la cabra… y comprar Cola-Cao, que dotaba de una fuerza extraordinaria a los deportistas que lo tomaban, según la canción de aquel negrito del África tropical.
En los desayunos escolares, la leche venía acompañada de un trozo de queso o una porción de mantequilla —que los niños extendían sobre un bollo de pan que ellos mismos traían—, también de procedencia estadounidense. Así, leche, queso y mantequilla constituían la tripleta alimentaria que llegó con los norteamericanos a las escuelas españolas en los años cincuenta. Para muchos de los escolares esa era la principal comida del día y algunos aprovechaban un descuido del maestro para ingerir aquel polvo que se convertía en una masa pastosa en la boca y que resultaba difícil de ensalivar, hasta el punto de que tenían que ayudarse con el dedo para poder despegarlo del paladar, y cuyo sabor resultaba poco agradable. Pero saciar el deseo de comer llevaba a hacer casi… cualquier cosa.
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