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Reina de conveniencia. Natalie AndersonЧитать онлайн книгу.

Reina de conveniencia - Natalie Anderson


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y la presión germinó en un diminuto deseo de aventura.

      –Yo creo que podría funcionar muy bien, Hester.

      Oírle pronunciar su nombre fue como sentir su aliento en la piel. Estaba tan acostumbrado a salirse siempre con la suya… tan guapo, tan encantador, tan malcriado.

      –Me da la sensación de que le gustan los chistes, pero a mí no me gusta ser el chiste de nadie –le dijo con la voz algo ahogada.

      –Y no lo serías, pero lo que te propongo podría ser divertido.

      –No necesito divertirme.

      –¿Ah, no? ¿Y qué necesitas? –miró a su alrededor–. Necesitas dinero.

      –¿Ah, sí?

      –Todo el mundo normal lo necesita.

      –Yo no. Tengo el suficiente –mintió.

      La miró fijamente, y el escepticismo que le habían suscitado sus palabras se reflejó claramente en su mirada.

      –Además –continuó–, tengo trabajo.

      –Trabajas para mi hermana.

      –Sí –contestó. Había percibido un tinte peligroso en su tono de voz y ladeó la cabeza–. ¿O es que va a hacer que me despida si no accedo a sus deseos?

      Su sonrisa desapareció.

      –Lo primero que debes aprender, y vas a tener que aprender muchas cosas, es que no soy un cerdo integral. ¿Por qué no escuchas mi propuesta completa antes de sacar conclusiones?

      –No se me ha pasado por la cabeza que estuviera hablando en serio.

      –Pues sí, lo estoy –dijo despacio, casi como si no pudiera creerse lo que estaba diciendo–. Quiero que te cases conmigo. Yo seré coronado Rey y tú llevarás una vida de lujo en el palacio –miró de nuevo su habitación antes de volverse a ella–. No carecerás de nada.

      ¿Tan miserable le parecía aquella habitación? ¿Cómo se atrevía a asumir que tenía carencias, cuando en aquel momento no deseaba absolutamente nada, ni en personas, ni en cosas? Era la verdad… aunque no toda la verdad, y aquella semillita engordó un poco más.

      –¿No quiere pararse un poco y pensar lo que me está diciendo?

      –Ya lo he pensado todo, y es un buen plan.

      –Para usted quizás lo sea, pero a mí no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

      Como tampoco la promesa del lujo le gustaba, o la idea de formar parte de algo que iba a involucrar a tantas personas.

      Pero el príncipe se echó a reír.

      –Mi hermana te dice constantemente lo que tienes que hacer.

      –Eso es distinto. Ella me paga.

      –Y yo te pagaré más. Te pagaré muy bien.

      De algún modo, eso hacía que la proposición fuese mucho peor, pero por otro lado era el único modo en que podía haberse hecho: adquiriendo la forma de una propuesta de trabajo repulsiva.

      –Estoy hablando de un matrimonio solo de nombre, Hester –le aclaró. Parecía estarse divirtiendo–. El sexo no es necesario. No te estoy pidiendo que te prostituyas.

      Aquella sinceridad tan brutal la sorprendió, lo mismo que el calor que inesperadamente le corrió por las venas junto con un torrente de confusión y otras cosas que prefirió no examinar.

      –¿Un heredero no forma parte de la ecuación?

      –Afortunadamente ese no es otro requisito legal. Podemos divorciarnos transcurrido un tiempo. Para entonces habré cambiado esa estúpida ley y podré volver a casarme si es mi deseo. Tendré años para decidir en ese sentido una vez haya sido coronado.

      Hester tragó saliva. Obviamente no estaba interesado en tener hijos, o en casarse de verdad. Ni siquiera había intentado ocultar el disgusto que le producía la idea. Peor para él, porque un heredero era algo de lo que iba a tener que ocuparse, pero no era asunto suyo.

      –Estaremos casados como máximo un año –decidió–. Sería como estar en comisión de servicio. Un año, y vuelta a la normalidad.

      ¿Vuelta a la normalidad? ¿Como ex de un rey? No podría haber nada normal después de eso. O después de pasarse un año en su presencia y fingiendo ser su esposa. ¡Si a duras penas estaba sobreviviendo a los últimos diez minutos!

      Ni siquiera se le había ocurrido preguntarle si estaba soltera. Con echarle un vistazo, todo lo demás lo había dado por sentado. Y tenía razón, lo cual lo empeoraba todo.

      –¿Puede usar el dinero de su país para comprarse una esposa? –espetó con amargura.

      –El dinero saldrá de mi fortuna personal –replicó, áspero–. Quizás no sepas que soy un hombre de éxito por mis propios logros.

      Lo que no quería era pensar en todo lo que sabía sobre él. En su reputación.

      –Hay un problema mayor.

      –Que es…

      –Tiene usted una vida social muy activa –dijo, bajando la mirada. No podía mirarlo mientras trataba aquel tema–. ¿Se supone que yo tendría que haberlo aceptado sin más?

      –No sabía que hubieras leído mi diario personal.

      –No hace falta. Está en todos los periódicos.

      –¿Y crees todo lo que lees?

      –¿Me está diciendo que no es cierto?

      –No he sido un monje –admitió–, pero tampoco me he aprovechado de ninguna mujer, del mismo modo que ellas tampoco se han aprovechado de mí –respiró hondo–. A lo mejor tú has sabido mantenerme a raya. Igual yo he venido ocultando mi corazón destrozado.

      –¿Acostándose con todas las mujeres que tiene alrededor?

      –No con todas –respondió, riendo–. Ni siquiera yo tengo tanto vigor.

      –¿Y va a poder privarse de esa… intimidad durante todo un año?

      La miró muy quieto.

      –Mucha gente puede hacerlo. ¿Por qué vamos a pensar que yo sea incapaz de controlarme?

      Las mejillas se le encendieron todavía más.

      –No es el estilo de vida al que está acostumbrado.

      –Te sorprendería lo que puedo soportar. ¿Y tú? ¿Podrías soportarlo?

      –Imposible.

      El príncipe, inesperadamente, se echó a reír.

      –Tranquila incluso cuando mientes. Cásate conmigo. Hazme el hombre más feliz de la Tierra.

      –Si aceptara, le estaría bien empleado –murmuró.

      –Entonces adelante, señorita Moss –la desafió–. Ponme en mi sitio.

      Una tentación casi insoportable se le materializó ante los ojos, pero no podía dejarse arrastrar a la locura solo porque aquel hombre fuese terriblemente atractivo y tuviera un sentido del humor de las mismas proporciones.

      –Es imposible.

      –Yo creo que podrías hacerlo –replicó–. Y si tú no necesitas el dinero… –dejó que la voz se cubriera de incredulidad–, puedes dárselo a alguien que sí lo necesite. ¿Cuál es tu ONG favorita?

      Hablaba como si tratase un asunto meramente práctico, pero Hester sintió que describía círculos en torno a ella como un tiburón al acecho, cada vez más cerca. Había presentido una debilidad y estaba a punto de lanzar su ataque.

      –Haré una gran donación. Una donación millonaria. Piensa en todas las causas a las que podrías contribuir. A toda esa gente. ¿O preferirías involucrarte con los animales?


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