Эротические рассказы

Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


Скачать книгу
lo hicimos.

      —¿Y?

      —No estás en la guía. No tienes ninguna propiedad a tu nombre.

      Reacher asintió. Los Shevick habían dado de baja su teléfono de línea. El título de la casa ya había pasado a manos del banco.

      —De modo que tenemos que hacer una visita personal —dijo el tipo.

      Reacher no dijo nada.

      —¿Hay una señora Shevick? —preguntó el tipo.

      —¿Por qué?

      —Quizás también la podríamos visitar un poco a ella, mientras miramos dónde viven. Nos gusta tener a nuestros clientes cerca. Nos gusta conocer a la familia. Nos resulta provechoso. Ahora sube al coche.

      Reacher negó con la cabeza.

      —No te enteras —dijo el tipo—. Esto no es una elección. Es parte del trato. Te prestamos dinero.

      —Tu amigo blanco leche del interior me explicó el contrato. Repasó todos los términos, con un detalle considerable. La tasa administrativa, la tarifa dinámica, las sanciones. En cierto momento incluso se sirvió de ayuda visual. Después de lo cual preguntó si yo aceptaba los términos del contrato, y yo dije que sí, así que en ese momento el trato estaba cerrado. No pueden empezar a añadir cosas después, sobre llevarme a casa y conocer a mi familia. Tendría que haber aceptado eso por anticipado. Un contrato es una cosa de dos. Sujeto a negociación y consentimiento. No se puede hacer de manera unilateral. Es un principio básico.

      —Te crees inteligente.

      —Tengo esa esperanza —dijo Reacher—. A veces me preocupa ser solo un pedante.

      —¿Qué?

      —Puedes ofrecerte a llevarme, pero no puedes insistir en que acepte.

      —¿Qué?

      —Me has oído.

      —Vale. Me estoy ofreciendo a llevarte. Última oportunidad. Sube al coche.

      —Por favor.

      El tipo hizo una pausa muy, muy larga. Dijo:

      —Por favor sube al coche.

      —Vale —dijo Reacher—. Dado que lo has pedido de manera tan amable.

      OCHO

      Poco más o menos la manera más segura de transportar un rehén indócil en un coche particular era hacerle conducir sin el cinturón de seguridad puesto. Los tipos del Lincoln no hicieron eso. Optaron en cambio por la segunda mejor opción convencional. Pusieron a Reacher atrás, detrás del asiento delantero vacío del copiloto, con nada a su frente a lo que atacar. El tipo que había hablado se subió a su lado, de la otra parte, detrás del conductor, y se sentó medio girado, atento.

      —¿Adónde? —dijo.

      —Da la vuelta —dijo Reacher.

      El conductor giró en U a través del ancho de la calle, rebotando hacia arriba con la rueda delantera derecha en el bordillo más alejado, y bajando el bordillo de nuevo con un palmetazo.

      —Sigue recto cinco manzanas —dijo Reacher.

      El conductor hizo avanzar el coche. Era una versión del primer tipo en más pequeño. No tan pálido. Caucásico, seguro, pero sin deslumbrar. Llevaba el mismo pelo cortado al ras, dorado y brillante. Tenía una cicatriz de cuchillo en el dorso de la mano izquierda. Probablemente una herida defensiva. Por el puño derecho de la camisa le sobresalía un tatuaje desteñido y de trazos muy delgados. Tenía unas orejas grandes y rosas, que se le salían hacia afuera de los laterales de la cabeza.

      Los neumáticos golpetearon sobre un asfalto roto y pedazos de adoquines. Después de las cinco manzanas avanzando recto llegaron al semáforo de la intersección. Donde Shevick había esperado para cruzar. Salieron del viejo mundo y se introdujeron en el nuevo. Terreno llano y abierto. Cemento y gravilla. Aceras anchas. Todo tenía un aspecto distinto en la oscuridad. La terminal de autobuses estaba más adelante.

      —Recto —dijo Reacher.

      El conductor cruzó en verde. Pasaron la terminal. Circularon alrededor, a una distancia amable por detrás de los distritos de altos ingresos. Un kilómetro después llegaron adonde el autobús se había salido de la carretera principal.

      —Vete por la derecha —dijo Reacher—. Afuera hacia la autopista.

      Vio que la calle de dos carriles para entrar a la ciudad se llamaba Center. Después se ensanchaba a cuatro carriles y llevaba como nombre el número de una carretera estatal. Después venía el supermercado gigante. Los parques empresariales estaban más adelante.

      —¿Adónde mierdas estamos yendo? —dijo el tipo que iba atrás—. Nadie vive en esta zona.

      —A mí me gusta —dijo Reacher.

      La carretera era lisa y uniforme. Los neumáticos silbaban. Delante de ellos no había tráfico. Quizás algo detrás. Reacher no lo sabía. No se podía arriesgar a mirar.

      —Decidme de nuevo por qué queréis conocer a mi esposa —dijo.

      —Nos parece conveniente —dijo el tipo de atrás.

      —¿En qué sentido?

      — A un banco le devuelves un préstamo porque te preocupa el puntaje de crédito y tu buen nombre y tu reputación en la comunidad. Pero para ti todo eso ya no existe. Estás en la mierda. ¿Qué es lo que te preocupa ahora? ¿Qué es lo que va a hacer que nos devuelvas el dinero?

      Pasaron los parques empresariales. Seguía sin haber tráfico. El concesionario de coches estaba más adelante a lo lejos. Un alambrado, filas de siluetas oscuras, banderines que brillaban grises a la luz de la luna.

      —Suena a amenaza —dijo Reacher.

      —Las hijas también sirven.

      Seguía sin haber tráfico.

      Reacher le pegó al tipo en la cara. De la nada. Una explosión de músculo repentina y violenta. Sin ningún aviso. Un mazazo, con toda la velocidad y torsión que podía reunir en el reducido espacio disponible. La cabeza del tipo golpeó hacia atrás contra el marco de la ventanilla. El rocío de sangre de la nariz salpicó el cristal.

      Reacher recargó y le pegó al conductor. La misma clase de fuerza. La misma clase de resultado. Inclinándose sobre el asiento, un gancho apaleando de forma directa a la oreja del tipo, la cabeza del tipo golpeándose de lado, rebotando contra el cristal, directa a un segundo golpe justo en la misma oreja, y un tercer golpe, que apagó las luces. El tipo cayó sobre el volante.

      Reacher se apretujó en el espacio de atrás para los pies.

      Un segundo después el coche se chocó contra el alambrado del concesionario a sesenta kilómetros por hora. Reacher oyó una explosión descomunal y un chillido de banshee y los airbags estallaron y su cuerpo se aplastó contra la parte de atrás del asiento que tenía enfrente, que cedió y colapsó contra el airbag que ahora se desinflaba adelante, justo cuando el coche se estrellaba contra el primer vehículo en venta, en la punta más cercana de la larga hilera debajo de las banderas y los banderines. El Lincoln se chocó fuertemente contra él, de frente contra su flanco resplandeciente, y el parabrisas del Lincoln se hizo añicos y la parte de atrás se elevó por los aires, y se reventó contra el suelo al bajar, y el motor se detuvo, y el coche se quedó quieto y mudo, al completo, salvo por un silbido de vapor alto y furioso debajo del capó destrozado.

      Reacher se desenrolló y trepó otra vez al asiento. Había recibido todos los estremecedores impactos en la parte alta de la espalda. Se sentía como había parecido sentirse Shevick en la acera. Conmocionado. Todo dolorido. ¿Lo normal, o peor? Se figuró que lo normal. Movió la cabeza, el cuello, los hombros, las piernas. Nada roto. Nada desgarrado. Ni tan mal.

      No se podía decir lo mismo de los otros dos tipos. El conductor


Скачать книгу
Яндекс.Метрика