Эротические рассказы

Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


Скачать книгу
en la calzada —dijo el hombre.

      —La mía también —dijo Reacher—. Pero ahora no estamos jugando.

      Le dio el sobre. El hombre lo agarró y lo apretó por todos lados, entre los dedos y el pulgar, como confirmando que fuera real. Reacher se sentó a su lado. El hombre miró dentro del sobre.

      —¿Qué ha ocurrido? —dijo otra vez. Señaló—: ¿Ese tipo me atracó?

      Unos seis metros a la derecha el tipo de la perilla estaba boca abajo e inmóvil.

      —Le siguió desde el autobús —dijo Reacher—. Vio el sobre en su bolsillo.

      —¿Usted también estaba en el autobús?

      Reacher asintió.

      —Salí de la terminal detrás de ustedes —dijo.

      El hombre volvió a guardar el sobre en el bolsillo.

      —Se lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón —dijo—. No tiene idea. Más de lo que pueda llegar a expresar.

      —No hay de qué —dijo Reacher.

      —Me salvó la vida.

      —Fue un placer.

      —Siento que le debería ofrecer una recompensa.

      —No es necesario.

      —De todos modos no puedo —dijo el hombre. Se tocó el bolsillo—. Esto es un pago que tengo que hacer. Es muy importante. Lo necesito todo. Lo siento. Pido disculpas. Me siento mal.

      —No se sienta mal —dijo Reacher.

      Unos seis metros a la derecha el chico de la barbita hizo fuerza con los brazos hasta quedarse apoyado en manos y rodillas.

      —Nada de policía —dijo el hombre del dinero.

      El chico miró hacia atrás. Estaba aturdido y tembloroso, pero ya estaba seis metros más allá. ¿Debería ir a buscarlo?

      —¿Por qué nada de policía? —dijo Reacher.

      —Cuando ven mucho dinero en efectivo hacen preguntas.

      —¿Preguntas que no quiere responder?

      —De todos modos no puedo —dijo otra vez el hombre.

      El chico de la barbita se fue a toda prisa. Se puso de pie tambaleándose y se dio a la fuga, débil y golpeado y flojo y descoordinado, pero igualmente muy rápido. Reacher lo dejó ir. Para un solo día ya había corrido demasiado.

      —Tengo que irme yendo —dijo el hombre del dinero.

      Tenía rasguños en la mejilla y en la frente, y sangre en el labio de arriba, de la nariz, que había recibido un buen impacto.

      —¿Está seguro de que está bien? —preguntó Reacher.

      —Más vale que lo esté —dijo el hombre—. No tengo mucho tiempo.

      —Déjeme ver cómo se pone de pie.

      El hombre no pudo. O había perdido su fuerza central, o sus rodillas no estaban bien, o ambas cosas. Difícil saberlo. Reacher le ayudó a quedarse de pie. El hombre se quedó quieto en la calzada, mirando hacia el otro lado de la calle, encorvado y torcido. Se dio la vuelta, con mucha dificultad, moviendo los pies en el lugar.

      No pudo subir a la acera. Puso el pie en la posición, pero la fuerza propulsora necesaria para alzarse quince centímetros era demasiada carga para su rodilla. Debía estar dañada y dolorida. La tela de los pantalones estaba casi rajada, justo donde estaría la rótula.

      Reacher se colocó detrás de él y ahuecó las manos por debajo de sus codos, y tiró hacia arriba, y el tipo subió ingrávido, como un hombre en la luna.

      —¿Puede andar? —preguntó Reacher.

      El hombre lo intentó. Podía dar pasos cortos, delicados y precisos, pero hacía muecas de dolor y jadeaba, corto y agudo, cada vez que el peso recaía sobre su pierna derecha.

      —¿Cuán lejos tiene que ir? —preguntó Reacher.

      El hombre miró a todo su alrededor, calibrando. Asegurándose de dónde estaba.

      —Tres manzanas más —dijo—. Del otro lado de la calle.

      —Muchos bordillos —dijo Reacher—. Mucho bajar y subir.

      —Andaré.

      —Muéstremelo —dijo Reacher.

      El hombre empezó a andar, dirigiéndose hacia el este como antes, arrastrándose de manera lenta, con las manos un poco hacia afuera, como para mantener el equilibrio. Las muecas y los jadeos se oían alto y claro. Quizás estaba empeorando.

      —Necesita un bastón —dijo Reacher.

      —Necesito muchas cosas —dijo el hombre.

      Reacher se colocó junto a él, a la derecha, y le envolvió el codo, y sujetó el peso del hombre en la palma de la mano. Mecánicamente, lo mismo que un palo o un bastón o una muleta. Una fuerza ascendente, básicamente a través del hombro del tipo. Física newtoniana.

      —Inténtelo ahora —dijo Reacher.

      —No puede venir conmigo.

      —¿Por qué no?

      —Ya ha hecho lo suficiente por mí —dijo el hombre.

      —Ese no es el motivo. Habría dicho que en realidad no podía pedirme eso. Algo ambiguo y amable. Pero en cambio fue mucho más enfático. Dijo que no puedo ir con usted. ¿Por qué? ¿Adónde está yendo?

      —No se lo puedo decir.

      —No puede llegar hasta allí sin mí.

      El hombre inhaló y exhaló, y sus labios se movían, como si estuviera ensayando algo que decir. Levantó la mano y se tocó el rasguño de la frente, después la mejilla, después la nariz. Más muecas de dolor.

      —Ayúdeme a llegar hasta la manzana a la que tengo que ir —dijo—, y a cruzar la calle. Después dese la vuelta y vuelva a su casa. Ese es el favor más grande que me podría hacer. Lo digo en serio. Le estaría agradecido. Ya le estoy agradecido. Espero que lo entienda.

      —No lo entiendo —dijo Reacher.

      —No tengo permitido ir con nadie.

      —¿Quién lo dice?

      —No se lo puedo decir.

      —Suponga que de cualquier manera yo iba en esa misma dirección. Usted podría irse y cruzar la puerta y yo podría seguir de largo.

      —Usted sabría adónde fui.

      —Ya sé adónde va.

      —¿Cómo puede saberlo?

      Reacher había visto todo tipo de ciudades, por todo Estados Unidos, este, oeste, norte, sur, todo tipo de dimensiones y épocas y condiciones actuales. Conocía sus ritmos y sus gramáticas. Conocía la historia horneada en esos ladrillos. La manzana en la que estaba era uno de otros cien mil lugares como ese al este del Mississippi. Oficinas administrativas de mayoristas de la industria textil, algún minorista especializado, alguna industria ligera, algunos abogados y agentes de transportes y agentes de bienes raíces y agentes de viajes. Quizás algunos cuartos de alquiler en los patios traseros. Todos en su pico en términos de actividad a fines del siglo XIX y principios del XX. Ahora desmoronados y corroídos y vaciados por el tiempo. De ahí los locales tapiados y el restaurante abandonado ya hacía tiempo. Pero algunos lugares resistían más que otros. Algunos lugares resistían más que todos. Algunas costumbres y algunos apetitos eran tercos.

      —A tres calles de aquí hacia el este, y cruzando la acera —dijo Reacher—. El bar. Ahí es adonde usted está yendo.

      El hombre no dijo nada.

      —Para efectuar un pago —dijo Reacher—.


Скачать книгу
Яндекс.Метрика