Cartas de Emily Dickinson: un campo minado. Эмили ДикинсонЧитать онлайн книгу.
href="#u1d6eabe6-9cf4-57e7-aca9-c9a6963ea74b">a principios de junio de 1884
a principios de la primavera de 1886
Prólogo
Muchos autores han escrito en torno al enigma de Emily Dickinson. Hay incluso quien se ha arriesgado a transformarla en personaje novelesco, intentando dar en el blanco de su misterio, valiéndose del supuesto de que, desde la ficción, grandes buscadores del tesoro y descubridores de los detalles de la condición humana en ocasiones han logrado resolver crímenes que ni el mejor de los detectives o forenses es capaz de desentrañar. Sin embargo, enfrentarse a quien encarna su y la poesía a un tiempo significa subdividirla en facetas al infinito. Como en el caso del Dios uno y trino, pero de carne y hueso (en apariencia “tangible”), esta persona se presenta en los 1 800 poemas que nunca vio publicados, de maneras siempre distintas que renacen y renacen y renacen. Perteneciente a una época conservadora, de prácticas religiosas estrictas y severamente enmarcadas, sin cuestionar lo que de ella se esperaba como hija y mujer, se resistió a la convención: a partir de un determinado momento, se opuso a lo que de ella se habría esperado. Prefirió el encierro.
Desde muy joven, creo yo, aprendió a mirar hacia dentro; en silencio distinguió su destino, el alcance significativo que de su palabra –y sólo de ella– podía surgir. De otro modo no se explica semejante ruptura de formas poéticas tradicionales, el originalísimo empleo de la sintaxis a contracorriente, la introducción a fondo del make it new que su coterráneo Ezra Pound cantaría a los cuatro vientos mucho después. Nadie como ella echó mano del guión en calidad de herramienta transgresora de la puntuación, colocándolo al principio, en medio, al final de sus poemas, a su gusto, para acomodarse a fines expresivos nada caprichosos, haciéndolo brillar como un arma de mil filos que todo lo deja en suspenso. Y qué decir de sus mayúsculas a diestra y siniestra, sus omisiones, sus diversas maneras de quebrar, lucir los distintos giros propios de su lengua rindiéndole homenaje, merodeando la transformación con objeto de abrir, ensanchar el cauce de un río subterráneo antes oculto, un lenguaje de otro orden, temerario y tierno, sublime y aterrador. Modificó la palabra poética para retorcer y extraer de insospechadas maneras la linfa, el líquido coagulable, casi incoloro, puente de elementos nutritivos entre la sangre y los tejidos, entre la emoción y el intelecto, entre la carne y el espíritu.
Sin alardes, sin notoriedad alguna, sin publicaciones o una multiabarcante presencia como la de Whitman, su contemporáneo, se afianzó en pequeñísimos moldes, se adueñó, diría Helen Vendler, de la implicación y no de la afirmación. Se oye tan simple, pero se trata de una Verdad mayúscula: de este modo estableció un exquisito camino semántico a la complejidad captable de golpe, a la heterogeneidad asible como homogeneidad, al común denominador de todos nosotros como si fuera rasgo distintivo e individual de cada persona. Esta vuelta de tuerca a la lengua –porque eso es– levanta el vuelo y, sotto voce, se manifiesta. ¿Cómo? Botánica autodidacta, Emily Dickinson estudió minuciosamente la naturaleza para descubrir el esquema anatómico de la naturaleza humana. Superó la tradición naturalista de la poesía en inglés, erigiéndose como naturalista del espíritu vivo y muerto en nuestras venas:
El día es un Prefacio
Que insinúa cierto pasmo
Manifiesto en amplio Documento,
A nuestros ojos a medias abierto –
Asombrados –primero– de Mañana
Volteamos la hoja al Mediodía –
Temblando al cierre de estrellas
Del Léxico de la Naturaleza –
Cada sílaba tan sorprendente
Como la chispa de súbito fuego –
La lectura de tal Majestad
Horas sin fe recupera.
Sirva de andamiaje este largo preámbulo al motivo de esta peculiar selección de cartas suyas, ya que sólo incluí las que se dirigen a cuatro de sus muchos corresponsales, precisamente porque tienen que ver de manera directa con el perfil de creadora de un alguien que tuvo otros: de hija, de hermana, de cuñada, de sobrina, de amiga de mujeres y de hombres. Mabel Loomis Todd, la primera editora de lo que por mucho tiempo se creyeron todas sus cartas, las consideraba de especial interés por ser su única incursión en la prosa. Más adelante se sabría que la hermana de Emily, Lavinia, la famosa Vinnie, le encargó esta tarea por considerarla amiga cercana de la familia. Sí lo era, pero su edición omite las cartas a Susan, Sue, Gilbert, su adorada cuñada y confidente, ya que la señora Todd era –todo el mundo lo sabía– la amante de Austin, su hermano. Esto vuelve su selección algo muy limitado. Por otra parte, el tiempo revelaría que el género epistolar no era la única incursión en la prosa. El diario que Emily escribió a lo largo de un año, 1867-1868, hallado de casualidad por un carpintero al remodelar la casa y por fin dado a conocer en 1993, después de muchos avatares, es muy bello e incluye, como muchas de las cartas, otros tantos poemas que enriquecieron el canon. Hoy se sabe también que las ediciones de Thomas H. Johnson, de la Universidad de Harvard, tanto de poesía como de prosa, han adquirido el nivel más alto de respetabilidad, siendo las más serias y acuciosas publicaciones a que hemos tenido acceso sus lectores.
Yo dividiría las cartas de Emily Dickinson en dos grandes apartados: las que se dirigen a familiares y amigos en general, por un lado; y las de amor (al tutor, al hombre, a la amiga más cercana), junto con las que buscan guía y desarrollo poético, por otro. Mi selección pertenece al segundo grupo. Quien se interese en los detalles de la vida y costumbres de la poeta, su infancia, adolescencia, educación en casa y breve periodo en Mount Holyoke, tendrá que acudir a las cartas a su hermano Austin, su cuñada Sue, su hermana Vinnie y sus primas Norcross, sobre todo. A pesar de incluir aspectos interesantísimos de su manera de ver el mundo, estas cartas no se concentran en su vocación y destino, en su consagración (de alcances secretos para los demás) a la poesía, cuya fuerza la obligó de cierto modo a convertirse en una joven reclusa y suspender por completo la interacción social. No pretendo que las cartas a estos cuatro corresponsales esclarezcan del todo el porqué de su radical decisión. Ni siquiera la lectura total y cuidadosa de su obra poética puede lograrlo. Simplemente ofrezco una entrada al universo creativo, la parte quizás más profunda de esta habitación interior.
Llevo años leyendo la obra de Emily Dickinson. He pasado por periodos de distanciamiento autoimpuesto por salud mental. Y he aquí que irremediablemente termino volviendo e instalándome a mis anchas en sus espacios. Ahora, en este momento de mi vida, sé que soy ya su huésped permanente. Su voz me persigue hasta en sueños, se instala en mi memoria; me obsesiona a ratos, me consuela a ratos, me aterra a ratos, me acompaña siempre.
Con frecuencia me he preguntado (y respondido) por qué, si mi lengua madre es el español, al que le tengo irrestricta veneración (casi patológica), desde que descubrí la poesía me atrajo más el imán de Emily Dickinson que el de sor Juana, quien me despierta una gran admiración, más que nada intelectual, pero no me deslumbra. Incluso se lo llegué a comentar a mi tan extrañado maestro Antonio Alatorre, conocedor a profundidad, si los ha habido, de la obra de la religiosa. Recuerdo su sonrisa y sus palabras: todo depende de si la brújula de nuestra sensibilidad nos hizo detenernos en el lugar preciso donde se deslizaba su flecha. Luego, ya no hay nada qué hacer más que reconocerse “tocado” por ella. Es mi caso con respecto a Emily Dickinson: ella me habla, me conmueve hasta en su momento de mayor hermetismo, recibe mi locura y la recicla, responde a mi oscuridad con claridad. Sor Juana, no. Cito, a continuación, una miniatura de su magnetismo:
Como