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Legado de mentiras. Barbara McCauleyЧитать онлайн книгу.

Legado de mentiras - Barbara McCauley


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Solamente imaginarse aquello le producía escalofríos.

      Se sobresaltó al oír el ladrido de un perro; entonces levantó la cabeza y vio a Dillon salir por la puerta de madera que unía la casa con el garaje. Llevaba unos pantalones cortos deportivos azules oscuros, una camiseta blanca sin mangas y playeras de deporte. Tenía el típico aspecto de recién levantado. Llevaba el pelo recogido con una cinta de cuero y parecía tener los ojos hinchados. Incluso a la luz de la mañana, tenía un aspecto formidable y completamente inabordable.

      También parecía tan guapo como un diablo.

      Era fácil imaginarse a ese hombre a lomos de un caballo. Tenía el cuerpo de un guerrero. Músculos sólidos y miembros largos. Un cuerpo hecho para la velocidad, o para la portada de una revista. Incluso desde el otro lado de la calle, Rebecca pudo advertir una larga cicatriz en su muslo derecho.

      Trató de controlar el torrente de lujuria que sintió, recordándose a sí misma que era estúpido y maleducado, y que prácticamente la había echado de su furgoneta la noche anterior. Ni toda la belleza del mundo podría superar aquello. Ella elegiría la educación y el sentido del humor en un hombre antes que la belleza sin pensárselo dos veces.

      Aunque, viendo a Dillon apoyarse en la verja y estirar la espalda, se dio cuenta de que, en su caso, la belleza era lo que más resaltaba a todas luces.

      Observó a Dillon y se dio cuenta de que se disponía a correr. Supo entonces que, si no se movía entonces, perdería la oportunidad. Abrió la puerta del coche, agarró su bolso y la carpeta que había llevado consigo y salió. Dillon la vio y frunció el ceño. Rebecca imaginó que se daría la vuelta y desaparecería por donde había salido pero, sin embargo, se cruzó de brazos y se apoyó contra la verja, observándola mientras se aproximaba. Rebecca trató de tragarse el nudo que sentía en la garganta. A pesar de llevar puestos unos pantalones caquis largos y una camiseta blanca de algodón, a juzgar por el modo en que la observaba, se sentía completamente desnuda.

      –Te lo juro, no estoy aquí por el dinero –dijo ella.

      Cuando el perro comenzó a ladrar al otro lado de la verja, Rebecca se echó hacia atrás.

      –Bowie, quieto –dijo Dillon sin levantar la voz. Inmediatamente, el perro dejó de ladrar–. ¿Cómo me has encontrado?

      Dudaba que a Dillon le interesara saber que ella había estado cotilleando con Dixie y Jennie la noche anterior. Rebecca no había especificado, pero había dejado entrever que ella y Dillon habían tenido algo entre ellos que no había acabado muy bien.

      Entre chupito y chupito, se había enterado por boca de Dixie y Jennie de que Dillon llevaba seis meses viviendo en Resolute, que trabajaba en la refinería y que, a pesar de ser un tanto ermitaño, había salido con Ilene Baker, una enfermera del hospital local. Había muchos rumores sobre él, pero ninguno había sido demostrado. Una de las historias era que había estado casado pero había pillado a su mujer engañándolo con otro y había pasado un tiempo en prisión tras darle una paliza al otro tipo. Otra de las historias era que tenía una familia, pero que habían muerto en un accidente de coche y, como era él quien conducía, se culpaba por ello.

      La historia que más le gustaba a Rebecca era la que contaba que había estado prometido con una rica heredera de Dallas, pero ella lo había plantado en el altar y Dillon nunca se había recuperado.

      Rebecca no creía que ninguno de esos rumores fuera cierto, pero suponía que cualquier cosa era posible. Había varios años en blanco desde que Dillon había abandonado Wolf River. Por lo que ella sabía, podía haber estado casado diez veces, podía haber estado en la cárcel e incluso podían haberlo dejado plantado en el altar. Ese rumor sí que era fácil de creer.

      El hecho era que no le importaba realmente.

      –Hay sólo dos mil personas en este pueblo, Dillon –dijo ella encogiéndose de hombros–. Podría haberte encontrado simplemente dando vueltas.

      –No me refiero a eso –dijo él frunciendo el ceño–. Quiero saber cómo me has encontrado desde el principio.

      –Digamos que no ha sido fácil –contestó ella, decidiendo que no sería el mejor momento para mencionar al investigador privado–. Te mueves mucho.

      –Eso es para que la gente como tú no me moleste.

      –¿Gente como yo? –repitió ella–. No sabes nada sobre mí.

      Un Taurus azul pasó por la calle y el hombre que conducía saludó a Dillon, que le devolvió el saludo con la cabeza.

      –Estoy seguro de que es todo fascinante pero estás interrumpiendo mi ejercicio matutino.

      –Si no quieres escucharme a mí, entonces habla con Henry Barnes. Él es el abogado de Wolf River que se encarga de esto. Deja que él te cuente lo que ocurrió con Rand, Seth y Elizabeth.

      –Sé lo que ocurrió –dijo él apretando los dientes–. Te lo dije. Estuve en el funeral. No sé que es lo que pretendéis conseguir Lucas y tú inventándoos todo esto y, francamente, no me importa.

      –Lucas no sabe que estoy aquí –dijo ella poniéndose frente a él al ver que empezaba a moverse–. Nadie lo sabe.

      –Estás empezando a enfadarme –dijo Dillon. Confía en mí, no es bueno que me enfade.

      –Me importa un carajo si te enfadas –dijo ella. Ya no le importaba lo que pudiera hacerle. Estaba demasiado cansada, le dolía la cabeza y se sentía tan frustrada que quería gritar, se apoyó contra la verja y cerró los ojos–. Puedes echarme a tu perro si quieres, pero no pienso marcharme hasta que me escuches.

      Rebecca se quedó de piedra cuando Dillon le colocó un brazo a cada lado y se inclinó hacia delante. Apenas podía respirar, no podía pensar, pero se negaba a echarse atrás. Tomó aliento y se enfrentó a su mirada.

      –Puedo demostrar que Rand, Seth y Elizabeth están vivos –dijo con toda la calma que pudo–. Tengo informes del hospital, pruebas de ADN y el informe de un testigo visual. Todos confirman, sin lugar a dudas, que tus primos no murieron aquella noche.

      –Ya te dije que estuve en el funeral –dijo él–. Lo vi con mis propios ojos.

      –¿Qué es lo que viste? –preguntó Rebecca–. ¿Qué viste exactamente?

      Dillon se transportó de vuelta a aquel día en el depósito de cadáveres, antes de que se cerraran los ataúdes para llevarlos al rancho. Era la primera vez que veía un muerto. El tío John, vestido con un traje gris y corbata negra, tumbado muy quieto sobre el blanco satén de su ataúd. La tía Norah, con su pelo negro y brillante resaltando sobre su piel blanca. Pensaba que, si la tocaba, sus ojos azules se abrirían y le sonreiría. Dillon apenas los conocía pero, en aquel momento, frente a sus ataúdes, los echaba terriblemente de menos. No quería que estuviesen muertos. No quería que se fueran.

      –Vi a mi tía y a mi tío –dijo Dillon–. Antes de que mi padre cerrara sus ataúdes, los vi a los dos.

      –Pero no a tus primos –dijo Rebecca–. No los viste, ¿verdad?

      Su madre le había dicho que era demasiado joven para ver a sus primos así, que sus almas se habían ido al cielo y que debía rezar por ellas. Cada domingo desde entonces, la madre de Dillon había ido al cementerio privado del rancho para depositar flores sobre las cinco tumbas.

      Dillon levantó la mirada y observó a Rebecca. Ella ni siquiera parpadeó. Si estaba mintiendo, lo hacía muy bien. Sus ojos verdes parecían más brillantes a la luz del día que la noche anterior. Entonces hubo algo, algo que no podría explicar, algo familiar en aquellos ojos.

      –¿Quién diablos eres? –preguntó él.

      –Nací siendo Rebecca Alexis Owens –dijo ella–. Hasta que volvió a casarse con mi padrastro, el nombre de mi madre era Rosemary Owens.

      –No me dice nada.

      –Tú llamabas a mi madre Rosie. Te encantaban los macarrones con queso que preparaba para ti


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