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Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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he estado con Trevor y Ryan…

      —¡Hoy no! —le cortó Max antes de que terminara la frase.

      Estaba claro que Jud O’Callaghan quería que las cosas siguieran como siempre, pero no iba a ser así. Ahora mandaba él y el capitán no perdía oportunidad para dejárselo claro.

      —Aprenda a trabajar en equipo.

      Eso sí que no iba a consentirlo.

      —¡Yo trabajo perfectamente en equipo!

      —No —le dijo estirando de nuevo el dedo índice delante de su cara. Jud quería rebatirle esa afirmación, pero, sin saber por qué, ese dedo acusador la acalló en seco—. Trabaja bien con los de siempre. Si la sacan de su zona de confort es una agente de mierda, que no hace más que poner en peligro a sus compañeros y a sí misma al desobedecer una orden de su capitán.

      —¡Joder! —Jud pateó el suelo.

      ¿En serio tenía que aguantarle esas gilipolleces?

      —Agente O’Callaghan… —la reprendió.

      Max apretó los dientes con tanta fuerza que estaba seguro de que se le saltaría un diente.

      ¿Había conocido alguna vez a una mujer más malhablada y terca que la que tenía delante? Quizás su hermana pequeña, pero Sue no era su subordinada, ni lo desafiaba delante de todos. Suficiente trabajo le estaba costando encajar en esa maldita ciudad de mierda donde no hacía más que llover. Max por poco pierde la paciencia al pensar en ello, pues en ese mismo instante un trueno se escuchó sobre sus cabezas. La tarde ya había caído y las sombras largas de los edificios empezaban a dar a ese lugar un tono lúgubre.

      Mientras algunas gotas empezaban a mojar el suelo, Jud y Max se quedaron en silencio, pero la rabia de Jud causada por las palabras que le había regalado el capitán, no disminuía lo más mínimo. Unos segundos después era evidente que la lluvia los empaparía a ambos si no se marchaban de allí, pero ninguno de los dos se movió, ni siquiera se atrevieron a romper el contacto visual. Allí había una batalla y Max no estaba dispuesto a perderla. Jud tampoco retrocedería. Por lo que de ahí no podía salir nada bueno.

      Ella se quedó bajo la lluvia mirándole a los ojos e intentando imaginar por qué Castillo estaba allí, en un puesto que le venía tan grande. A su vez el capitán la observó con detenimiento… dudando. Quizás debería haberla informado.

      ¡Maldita sea! Ya empezaba a dudar de sí mismo.

      ¡No! Él había hecho lo correcto. Si O’Callaghan se limitara a obedecer, nadie se hubiese puesto en peligro.

      Esa bruja pelirroja le sacaba de sus casillas.

      Sin proponérselo, sus ojos se deslizaron sobre el cuerpo estilizado de la agente. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camisa blanca bajo la americana negra y… tragó saliva, se estaba empapando. Mierda… no solo la americana.

      Parpadeó y retrocedió un paso cuando su mirada se fijó en la camisa blanca que se transparentaba. No debería haber hecho eso, había sido muy mala idea pararse a observarla.

      Su camisa empezaba a transparentarse y la larga cabellera rojiza, suelta más allá de los hombros, no le tapaba lo suficiente la parte delantera.

      Max pensó que jamás había visto a una mujer como Judith O’Callaghan, sería porque no había conocido a muchas mujeres, sin duda de origen irlandés, con ese temperamento incendiario. Dio gracias a Dios por eso o hubiera enloquecido.

      Por su parte, Jud se dio cuenta de que el capitán había parado de reprenderla y que la estaba observando, dirigió su propia mirada hacia donde el capitán apuntaba sus ojos oscuros.

      —Pero ¿qué…? —soltó un grito ahogado y le fulminó de nuevo con la mirada mientras intentaba taparse con la americana. Como solía suceder con frecuencia cuando se trataba de Jud, reaccionó antes de pensar.

      Max casi no tuvo tiempo a echarse hacia atrás. Alzó los brazos y se cubrió antes de que el puñetazo que acababa de lanzarle Jud le diera en la cara.

      El puño cerrado impactó en su brazo izquierdo y cuando notó el golpe los bajó dejando ver una desencajada cara de sorpresa.

      —¿Qué demonios hace?

      —Maldito pervertido. —Lo empujó ella con ambas manos.

      —¿Está de broma? —Jud volvió a levantar el puño, pero lo bajó enseguida—. ¡No puede agredirme! ¡Soy su capitán!

      Ella apretó los labios con fuerza.

      —Un capitán que va mirando a sus subordinadas de una manera… una manera…

      Se le atragantaron las palabras. De algún modo esas palabras entrecortadas estaban consiguiendo que ambos se sintieran incómodos y que sus mejillas se tiñeran de un color sonrosado.

      —¡Ha sido sin querer! —Enseñó las palmas de las manos en señal de rendición.

      Claro que había sido sin querer, se dijo Max. No tocaría a esa mujer ni por todo el oro del mundo.

      —Está lloviendo y usted… no debería ir así.

      —¿Con camisa blanca? —preguntó incrédula.

      Jud alzó el dedo índice y le apuntó a la cara.

      Max hizo exactamente lo mismo.

      —No me mire.

      —No vuelva a hablarme así, O’Callaghan.

      —Es un pervertido, además de un puto trepa incompetente.

      Max agrandó los ojos y abrió la boca sin poder creer que ella fuera tan estúpida como para decirle eso a la cara.

      No importaba cuán mal le cayera esa mujer. No se esperaba que pronunciara esas palabras en voz alta y mucho menos a un palmo de su rostro.

      Sin saber por qué, se deshinchó. Por algo que no lograba entender, parecía que la aprobación de esa deslenguada le importaba.

      Se apartó más de ella.

      ¿En serio creía que había llegado a sustituir al capitán Gottier a cambio de favores? Eso le dolió mucho más que el que pensara erróneamente que quería verle los pechos.

      Poniéndose mortalmente serio y en un tono frío, dijo:

      —Uno: no la he mirado de la forma inapropiada que usted cree. Y dos: estará un mes entre informes y apartada de la calle. Quizás en ese tiempo pueda reflexionar sobre si su capitán es o no es un trepa. De llegar a la conclusión de que lo es, le recomiendo que pida el traslado a otra comisaría… o a otro puto planeta.

      Jud respiró hondo y contuvo el aliento.

      Se había pasado. Una debía reconocer sus cagadas. Y por alguna razón que no comprendía le sabía fatal haberle dicho algo que no pensaba.

      Castillo podía ser muchas cosas, pero no era un trepa. Era un gran policía y aunque le jodiera… era un gran capitán.

      —¿Me ha entendido? —le preguntó mientras la miraba fijamente a los ojos.

      Aunque Jud se moría por replicarle, no lo hizo. Se mordió la lengua. Otra bravuconada y no pisaría la calle en meses. Sabía lo que se jugaba.

      Apenas les separaban unos centímetros. Cuando la proximidad incomodó a Jud, más que las gotas de lluvia que caían en su cara, intentó retirarse, pero era demasiado tarde. Él ya la había cogido por los brazos, tiró de ella para acercarla más.

      —Jamás vuelvas a hablarme en ese tono. Jamás. —No gritó, no fue necesario. La voz queda del capitán caló tan hondo como la lluvia que ya los empapaba por completo—. Tienes suerte de que el espectáculo que has montado no lo haya visto nadie o de lo contrario dirigirías el tráfico hasta que te salieran canas.

      Ella mantuvo la boca cerrada cuando el capitán se olvidó de tratarla


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