El Arte a contratiempo. Miguel Ángel HernándezЧитать онлайн книгу.
si no sabemos que está sucediendo.
Esa sería la conclusión dramática según Lacan. Sin embargo, no debemos olvidar que Fringe es un producto de Fox. Y según la lógica de la que ha hablado Eloy Fernández Porta, al final debe triunfar el bien para que uno pueda «sentirse Fox»[10]. Quizá por eso, al final, a pesar de los intentos por borrar a Peter del mapa y restablecer el equilibrio melancólico del mundo, comienza a emerger algo que la tecnología no puede frenar –y esto está, en el fondo, en la dialéctica entre los dos modelos de ciencia– y la ciencia no puede explicar: la fuerza del amor. Del amor del padre por su hijo, y del amor de Peter por Olivia. Como señala Jorge Carrión, en Fringe el amor aparece como fuerza de resistencia ante un mundo que vive en la amenaza del bioterrorismo: «ante un panorama así, se entiende la necesidad de defender el amor –como un búnker»[11]–.
En esta defensa del amor es donde la tragedia griega se convierte en cuento de hadas. Un modelo de ficción mítico y mágico que es al final el que sigue dominando gran parte de los productos de entretenimiento y que, por supuesto, ha entrado directamente en el ámbito de la tecnología contemporánea. Tecnología que, en su versión de consumo, recupera la fuerza afectiva de lo retro y lo vintage para reinsertarse a través de lo descartado en la lógica de un mercado que nos hace olvidar que las mercancías son producidas por el trabajo de unos sujetos que sudan y son explotados, para seducirnos con la magia de un objeto mítico cargado de recuerdos, experiencias y afectos que viene de otro tiempo para dotar de sentido nuestro presente.
Rheinmetall/Victoria 8 vs. Super 8: el cine como ruina y el museo como hospital
Otra máquina de escribir obsoleta, también encontrada en una tienda de objetos de segunda mano, en este caso en Vancouver, es la protagonista de Rheinmetall/Victoria 8 (2003), una de las piezas más célebres del artista canadiense Rodney Graham (Fig. 11). En la obra, las imágenes de la Rheinmetall –un loop de 10’50’’ filmado en 35 mm en el que aparecen diversos planos de esta máquina de escribir alemana de los años treinta– conviven con el artefacto del que emergen las imágenes, el Victoria 8, un proyector italiano de 1961 que tiene una presencia material en la sala y que dialoga a varios niveles con la propia imagen que proyecta.
Fig. 11. Rodney Graham, Rheinmetall/Victoria 8, 2003.
La película muestra una serie de primeros planos de la máquina de escribir. Planos en los que nada se mueve y que podríamos confundir con fotografías de no ser por el sutil, casi imperceptible, movimiento de la proyección, así como por el sonido del paso de los fotogramas, que nos hace conscientes de que, en efecto, no estamos ante una imagen fija, sino ante una imagen en movimiento. Movimiento que se ve confirmado cuando, en un momento determinado, una nube de polvo blanco que emerge de la nada comienza a caer como una nevada sobre la máquina de escribir y acaba cubriéndola casi por completo.
Escribe Rodney Graham que, cuando encontró la máquina, tuvo la sensación de que nadie había escrito jamás una sola palabra con ella. Estaba en su caja, flamante, inmaculada «como si hubiera estado perfectamente preservada en una cápsula del tiempo»[12]. Descartada de la línea del tiempo, abandonada y dejada a un lado del curso del progreso, la máquina mantenía, sin embargo, toda su potencia absolutamente intacta. Era pura promesa. Un objeto sin ningún tipo de memoria de uso, pero al mismo tiempo cargado de futuro. La obsolescencia se presentaba allí de modo radical. Un objeto muerto antes de haber comenzado a respirar.
En los diez minutos que dura el filme, Graham condensa la supuesta vida del objeto. Los primeros planos muestran la máquina en su caja original. Después, se presenta el objeto desde todas las perspectivas, casi como un catálogo de los diversos planos del objeto, mostrando la potencia y la promesa de ese objeto que nunca ha sido utilizado. Y, por último, el objeto es devorado por el tiempo, representado por el polvo que lo arrasa y lo sepulta (Fig. 12). El objeto, pura potencia, pura promesa, se convierte entonces en ruina. Y el artista escenifica este arruinamiento del objeto visibilizando a través del polvo algo que ya estaba ahí, aunque no era tan fácil del percibir: el paso del tiempo.
Fig. 12. Rodney Graham, Rheinmetall/Victoria 8, 2003. Detalle.
La escenificación de la muerte de la máquina de escribir convive en esta obra con la resurrección de otro objeto obsoleto y abandonado, el proyector Victoria 8. Este objeto descartado tiene una presencia material, casi escultórica, en la sala y proyecta las imágenes de la máquina de escribir. Mientras que la máquina está inhabilitada por el tiempo, el proyector, en cambio, sigue sirviendo a su función. Y opera al mismo tiempo como objeto en sí –sobre el que el espectador dirige su mirada– y como medio –como herramienta que sirve para la proyección de la imagen–. Es un medio y un fin.
Graham muestra aquí que la película no es sólo la proyección, sino también la materialidad en torno a las imágenes. En cierta manera, el proyector adquiere la presencia que tenía en el cine primitivo. Como se ha señalado en más de una ocasión, el cine de exposición recupera esta espacialidad del cine primitivo en la que las imágenes estaban fijadas al dispositivo del que emergían y mantenían con él una especie de anclaje material[13]. Una materialidad que comienza a desaparecer en el momento en el que el espacio del cine se vuelve abstracto, oscuro e incorpóreo, el momento en el que la presencia del dispositivo se intenta eliminar por todos los medios para convertir las imágenes de la pantalla en un correlato perfecto de la proyección mental.
El regreso del cine al museo, del que la obra de Graham es tan sólo uno de los muchos ejemplos que se podrían citar, vuelve a poner en escena esta materialidad del cine que había sido descartada y abandonada[14]. Y lo hace a través sobre todo de la resurrección y la puesta en funcionamiento de sus aparatos, la introducción de una espacialidad concreta y localizada, y la atención a la materialidad y la tactilidad del medio, que quiebra su transparencia y se muestra como algo opaco, presente e ineludible, como una especie de mancha en la imagen que ya no puede ser borrada. El medio, literalmente, se sitúa «en medio» y ya no es una pantalla invisible, sino un objeto que se resiste a ser movilizado y convertido en pura imagen.
Estos usos de la obsolescencia en el arte contemporáneo presentan al final una especie de nostalgia del medio, en este caso, el cine, entendido como un sistema de experiencias, una manera de relación con el mundo que ha comenzado a desaparecer. Una especie de duelo por lo analógico que tendría de algún modo su último y mayor «monumento» en la intervención de Tacita Dean en la Sala de Turbinas de la Tate Modern (Fig. 13). Film, esa gran proyección que es en sí misma un fotograma, es quizá el último lamento por la obsolescencia del cine analógico y por la desaparición de una tecnología y todo lo que ésta implica: un régimen de experiencias, promesas, sueños, memorias y vivencias.
En su respuesta al cuestionario de la revista October sobre la presencia de lo obsoleto en el arte contemporáneo, Tacita Dean observaba que
la obsolescencia es algo acerca del tiempo, de la misma manera que el cine es acerca del tiempo: tiempo histórico, tiempo alegórico, tiempo analógico. No puedo ser seducida del mismo modo por el tiempo digital; igual que el silencio digital, está falto de vida. Me gusta el tiempo que puedes oír pasar: el silencio punzante de la cinta magnética callada o el de la energía estática en una grabación[15].
Sin lugar a dudas, la espectacular intervención de Dean en la Sala de Turbinas, como la pequeña instalación de Graham, y como tantas y tantas obras recientes, presentan esa vida de lo analógico como algo que se resiste a ser sustituido por lo digital[16]. Una resistencia que acontece a través de la propia materialidad del medio, pero que lo hace ahora en un espacio que ya no es el suyo. Porque esa preservación de la vida analógica no tiene lugar en el cine, sino el museo, que en cierta manera comienza a funcionar como hospital, como sala de curas –el término curador tomaría aquí un sentido médico–, como un espacio en el que estos medios despliegan una especie de