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Los dioses inútiles. Alver MetalliЧитать онлайн книгу.

Los dioses inútiles - Alver Metalli


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flechas por cabeza y otras tantas puntas. El que no las tenga, fregará las naves sin bajar a tierra. Llevad los caballos bajo cubierta y que les den poca comida. Cuando el sol haya llegado sobre nuestras cabezas ya debemos estar en el mar, a una buena distancia.

      –Y vos, señor Verdugo –concluyó dirigiéndose al alcalde–, sabéis qué hacer. Tranquilizad al gobernador, si podéis, y esperad noticias nuestras con confianza. Pronto deberéis velar sobre las riquezas que enviaremos a esta ciudad.

      Cortés hizo una profunda inclinación y entró bajo cubierta seguido por Alvarado y Portocarrero.

      –¿Habéis visto la cara de Verdugo? –dijo cuando estuvieron solos–. De Velázquez no tenemos ya nada que temer, tampoco de Verdugo. Es más, veréis que al final recogerá sus cosas y vendrá con nosotros. Tú, Pedro, zarpa con la San Sebastián y el piloto Camacho, mañana a la mañana. Nosotros esperaremos a los últimos y después nos haremos a la mar.

      Santiago no esperó que le ordenaran poner a punto la ballesta; cambió la cuerda de las dos armas, enceró la madera con resina para lustrarlas, colocó la punta de metal en otras flechas, superando ampliamente las doscientas exigidas por Cortés. Se despidió de los frailes esa misma mañana; lo vi volver del convento con una bolsita de semillas, de maíz y de zapallo me dijo, y una carta para el abad de San Cristóbal de La Habana, un tal Bartolomé si bien recuerdo.

      Habíamos estado pocos días en la ciudad; al día siguiente, después de escuchar misa, con poco viento y las bodegas en desorden, desplegamos las velas y navegamos a lo largo de la costa por un buen trecho, hacia nuestra última etapa. En La Habana nos quedamos sólo el tiempo necesario. No era la intención de Cortés demorarse en el mundo conocido. Las sirenas de lo desconocido tañían las cuerdas del arpa extrayendo de ellas notas irresistibles para nuestros oídos. Santiago era el más impaciente de la tripulación; no hacía más que preguntar cuándo partiríamos. Entre una respuesta y otra, escribía en sus hojas y corría a ver otro fraile, uno de los que tenían al beato Domingo como fundador. Éste estaba adquiriendo cierta fama en las islas, desgraciadamente tenía el proyecto de expulsar de ellas a los españoles que ya se habían establecido, para repoblarlas con campesinos y religiosos elegidos por él, reclutados en España. Decía a diestra y siniestra, desde el púlpito y por las calles, que solamente los religiosos temerosos de Dios y los aldeanos de recta conciencia, buen carácter y acostumbrados al trabajo duro, podían vivir en las aldeas con los nativos y ayudarlos a progresar, tanto en ciencia como en sapiencia. Cuando volvía de estos encuentros, Santiago tendía la hamaca bajo el palo mayor y permanecía con los ojos fijos en el cielo, escuchando las olas que golpeaban contra el costado de la nave o más bien pensando –creo yo– en los sermones y las historias que había escuchado. Después tomaba papel, la pluma y el tintero, y escribía.

      La mañana del décimo día del mes de febrero del año mil quinientos diecinueve, con las once naves nos alejamos de la costa impulsados por las velas hacia alta mar. Después viramos en mar abierto para tomar la ruta hacia las tierras desconocidas. Cortés comandaba la nave de mayor calado, diez capitanes las demás embarcaciones. Pero el más poderoso de los capitanes, el destino, ya había tejido su trama: Santiago y yo formábamos parte de ella.

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