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Entre el amor y la lealtad. Candace CampЧитать онлайн книгу.

Entre el amor y la lealtad - Candace Camp


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pesadillas siendo joven. Sobre todo en esa espeluznante ocasión en que Cornelia dijo que había visto la muerte de su cachorrito, un mes antes de que el animalito corriera a la calle y fuera atropellado por un carruaje. Las sentencias de la duquesa viuda ya no le provocaban escalofríos, pero la revelación de que ella poseía el mismo talento resultaba vagamente inquietante.

      —Siempre has asegurado que Olivia lo poseía, pero de mí nunca dijiste nada.

      —Es que yo tampoco lo creía —la duquesa viuda se encogió de hombros—. Pero madre me asegura que está ahí, todas las mujeres de nuestro linaje lo poseen. Aunque le resulta difícil creer que lo tenga Kyria. Esa niña, sin duda, se parece a ti —concluyó mirando a Emmeline.

      —Sin duda —la duquesa sonrió con serenidad.

      Quizás al final no resultara tan mala idea que Desmond conociera a la duquesa viuda. Estaba acostumbrado a su mentor, que creía en fantasmas. Quizás incluso querría estudiar a su abuela. Thisbe reprimió una sonrisa ante la idea.

      —¿Dónde está Kyria? —Cornelia miró a su alrededor como si esperara descubrirla escondida en alguna parte—. Tenemos que hablar de su debut.

      —Reed llevó a las demás chicas al museo. Lleva tiempo prometiéndoselo a Olivia.

      —¿Kyria ha ido al Museo Británico? —Thisbe enarcó las cejas—. Pero si a ella no le gusta el museo, dice que la hace sentirse asfixiada.

      —Solo las secciones de Egipto y el Creciente Fértil. Creo que es por las momias. Reed le aseguró que no iba a tener que visitar esa parte. Lo que ella quiere ver son las joyas antiguas. Además, sospechaba que Kenneth Duncan iba a venir de visita hoy.

      —Desde luego Kyria tiene buen gusto para las joyas —reconoció la abuela de Thisbe—. En eso se parece a mí. Yo siempre he tenido fama por mi gusto para los accesorios. Cuando era joven, no se llevaban muchos adornos, ya sabéis, un camafeo o quizás una hilera de perlas. Gracias a Dios que eso ya pasó. Bueno, da igual. En realidad la que me preocupa es Thisbe.

      —¿Yo? Abuela, te aseguro que estoy muy bien. No hay necesidad de que te preocupes por mí.

      —Pero lo hago. Tienes que vestirte de largo.

      —Yo no necesito la temporada —se trataba de una vieja discusión. Thisbe creía que su abuela la había dejado por imposible—. No quiero una puesta de largo.

      —Tonterías. Todas las chicas necesitan una. ¿Cómo si no van a encontrar marido?

      —Podría conocerlo durante una conferencia —sugirió ella con una sonrisa.

      —¿Un intelectual? —preguntó Cornelia horrorizada—. No, no, yo me refiero a alguien adecuado. Alguien de tu clase. Un Moreland debe tener cuidado con casarse apropiadamente —concluyó mientras dirigía una significativa mirada a su nuera.

      —En cualquier caso —Thisbe intervino apresuradamente—, ya se me ha pasado la edad para la puesta de largo. Tengo veintitrés.

      —A eso me refiero precisamente —declaró Cornelia en tono triunfal—. Te acercas a una edad desesperada. Pronto serás considerada una solterona.

      —¿Por qué no nos tomamos una copita de jerez? —Emmeline se puso en pie.

      Por suerte su propuesta consiguió que se abandonara el tema y al poco empezó a llegar el resto de la familia, lo que le permitió a Thisbe liberarse de la carga de la conversación con su abuela. Se apartó para dejarle a su padre en el lugar que le correspondía, junto a su madre, e ignoró la mirada de dolor que le dirigió el hombre. Al poco rato pudo salir discretamente de la estancia.

      No había manera de escapar a la cena y la posterior conversación en familia. Incluso el tío Bellard apareció, saludando a la duquesa viuda antes de sentarse en la silla más alejada de la presidencia de la mesa, satisfecho su sentido del deber. Aunque normalmente no solían practicar la costumbre de los hombres de tomar un brandy después de la cena, el duque la restablecía encantado cada vez que su madre los visitaba. Sin embargo, solo podían escapar durante un rato, antes de tener que cumplir con su deber y reunirse con las mujeres en el majestuoso salón.

      La mente de Thisbe volaba mientras la conversación fluía a su alrededor. Levantó la mirada hacia el retrato del primer duque. Cuando era pequeña, creía que la duquesa viuda le contaba las historias de su comunicación con los muertos solo para llamar la atención. La práctica resultaba muy útil para atribuirle a otro los consejos que daba. Pero a los catorce años, Thisbe pasaba ante la habitación de su abuela una tarde y vio a la anciana conversar con el aire.

      El recuerdo todavía le provocaba escalofríos. Le había resultado tan espeluznante como impactante, y allí comprendió que la duquesa viuda era realmente capaz de hablar con los muertos. Quizás no tuviera que preocuparse por si a Desmond le espantaba el título de su padre. Lo más probable era que huyera por culpa de su peculiar familia.

      Más tarde, tumbada en la cama, intentando dormir, su mente regresó a la escena con su abuela de años atrás. Recordó la expresión atenta, incluso sonriente, de la mujer. Esa sonrisa era lo que más le había asustado. Aquella noche, Thisbe había echado el cerrojo de su puerta, aunque a saber por qué había creído que una puerta cerrada con llave podría protegerla de los fantasmas.

      En todos los demás aspectos, Cornelia era normal. Dictadora y criticona, pero a la vez parecida a tantas otras. Y por eso resultaban tan espeluznantes las extrañas afirmaciones que dejaba caer de vez en cuando en las conversaciones. Lo hacía de un modo casual, como si hablar con los espíritus fuera de lo más común. Quizás su abuela estaba realmente loca…

      Tenía calor, muchísimo calor. El calor la envolvía, comprimiéndola como un peso. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué estaba sucediendo? Oyó el crepitar del fuego a su alrededor. Un pesado y negro humo se elevó, ahogándola.

      Tenía que salir. Tenía que encontrarlo, salvarlo.

      A lo lejos oyó gritos, unos horribles sonidos de infinita agonía. En esa ocasión también iría a por ella. Lo sabía. Más cerca se oían gritos y burlas, el murmullo de la multitud conversando. Sentía su odio, sentía su excitación. Querían asistir al espectáculo de su muerte.

      —Ayudadme. Mi hijo. Ayudadme. Por favor.

      El crepitar se hizo más fuerte, el aire tan caliente que le rasgaba los pulmones. La leña ardía en llamas, el fuego alcanzando los troncos más grandes y pesados. Ella intentó apartarse de las llamas, pero no podía moverse. Desesperada se retorció y se giró, aunque en vano.

      Tenía algo sujeto alrededor de la cintura, atándola con fuerza al duro poste contra su espalda. Sollozando, tironeó de la gruesa cuerda, clavando las uñas y tironeando desesperada. Las muñecas también estaban atadas, dificultándole alcanzar la cuerda más gruesa y rugosa.

      Alzando el rostro hacia el cielo, gritó:

      —¡Suéltame!

      Thisbe despertó sobresaltada. Su corazón latía alocadamente, el estómago encogido de terror. Estaba empapada en sudor. El recuerdo del humo y el fuego era tan vívido, tan aterrador, que saltó de la cama y abrió la puerta que daba al pasillo para comprobar si había fuego. No se veía ningún resplandor. No olía a humo. Solo había sido una pesadilla.

      Una pesadilla de lo más extraña. No había habido ni carreras ni caídas, ni la alocada sensación de llegar tarde que solía protagonizar la mayoría de sus pesadillas. Todo había sido fuego y miedo. ¿Por qué había soñado con fuego? En la casa no había ningún fuego, ni olía a humo. La habitación estaba fría. Thisbe sentía simplemente un racional temor al fuego. Y nada de lo sucedido durante ese día había tenido que ver con el fuego.

      Más concretamente, ¿Por qué había soñado que ardía en la hoguera, pues sin duda era eso lo que había visto, atada a un poste, rodeada de fuego? En sus sueños, el peligro solía ser una nebulosa, incluso algo desconocido. Pero esa pesadilla había sido vívida y con muchos detalles, hasta un extremo inusitado.

      Era


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