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Tiempo de espera. Jessica HartЧитать онлайн книгу.

Tiempo de espera - Jessica Hart


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estaba inmóvil junto a la puerta, con el teléfono pegado al oído; miraba al frente con una expresión de tan absoluto terror que Michael sintió un nudo en la garganta.

      Luego no tuvo recuerdo de haber cruzado la estancia para quitarle el teléfono de su mano floja.

      —… sería una pena que le sucediera algo a un niño tan bonito, ¿verdad? –oyó, y comprendió lo que había querido decir Rosalind sobre la voz. Era curiosamente asexuada, y tan llena de maldad que se le puso la piel de gallina—. Verás, sé dónde estás. Sé que se encuentra contigo…

      Michael había oído suficiente. Cortó la conexión y depositó el teléfono sobre la mesita con una mueca de desagrado. Emma parecía consternada, Jamie desconcertado y un poco ansioso, como si temiera que la atmósfera tensa fuera consecuencia del zumo que había tirado. Rosalind seguía con la vista clavada al frente, con los labios tan apretados que Michael pudo ver el esfuerzo que le costaba impedir que le temblaran.

      Le tomó el brazo y la llevó de vuelta al sofá para que se sentara. Tenía rígido el cuerpo esbelto y, percibiendo su angustia, Jamie se apoyó en su rodilla. Ella lo abrazó con fuerza.

      —Está bien, cariño, no tienes que preocuparte por nada –dijo con un poco de inseguridad, y entonces alzó los ojos y Michael se encontró mirando en sus titilantes y verdes profundidades.

      —De acuerdo –se oyó decir él—. Mañana podéis venir conmigo a Yorkshire.

      ¿Por qué lo había dicho? Se recordó que no era asunto suyo. Se trataba de Rosalind, la reina de hielo en persona, y si alguien había aprendido a desconfiar de esos enormes ojos verdes, ése era él. Entonces, ¿por qué tuvo que mirarlo de esa manera para que se diera cuenta de que incluso después de todos esos años la idea de que ella pudiera estar herida o asustada le resultaba insoportable? No supo si quería conocer la respuesta.

      «Al menos tuve el sentido común de establecer algunas condiciones», pensó mientras adelantaba un coche. Era evidente que Rosalind no había pensado más allá del hecho de convencerlo para que la llevara con él, y se quedó pasmada cuando le informó de que iba a tener que hacer algo sobre su aspecto.

      —Deberás cambiar esa imagen –había afirmado—. En un pueblo de Yorkshire llamarías mucho la atención así. Nadie va a creer que eres la esposa de un arqueólogo si vas por ahí llevando ropa que, seguramente, cuesta la mitad de lo que gano al año.

      Había esperado que protestara, pero dio la impresión de que Rosalind había decidido no tentar demasiado su suerte. Sin embargo, su expresión cuando Emma expuso la ropa que Michael la había enviado a comprar, resultó elocuente.

      —¿No podría llevarme algunas de mis cosas? –rogó al levantar una falda de pana y mirarla con una mezcla de incredulidad y desagrado.

      —Puedes llevarte los vaqueros y tu ropa interior, pero cualquier otra cosa que luzcas en público ha de salir de aquí –recalcó Michael, que aún seguía furioso consigo mismo.

      —¡Pero pareceré tan anticuada!

      —¡Eso es lo que buscamos, Rosalind! –exclamó con los dientes apretados—. Le pedí a Emma que te comprara ropa práctica que fuera adecuada para una madre corriente. Si quieres encajar con tu entorno para que nadie note tu presencia, tendrás que vestirte como todos los demás.

      —Pensé que bastaría con que me presentaras como tu esposa –suspiró y dejó la falda sobre la mesa, con el resto de la ropa que había comprado Emma.

      —Pues no. Si quieres llamar la atención, aparece como vas ahora. ¡Pero no esperes que le diga a nadie que tienes algo que ver conmigo! Y no es sólo cuestión de lo que te pongas. Será mejor que también hagas algo con tu pelo.

      —¿Qué tiene mi pelo? –instintivamente se llevó las manos a la cabeza.

      —Córtatelo –ordenó, sintiendo una perversa satisfacción al pensar en ella sin ese cabello glorioso, sedoso y brillante.

      —¿Y si no lo hago? –se rebeló.

      —No te llevaré conmigo –repuso.

      —¡Eso es chantaje!

      —Depende de ti –se encogió de hombros.

      —Me temo que tiene razón, Roz –se disculpó Emma cuando su amiga recurrió a ella en busca de apoyo—. Tu pelo es tan hermoso y de un color tan inusual, que alguien terminará por hacer algún comentario sobre él. Puede que incluso te reconozcan. Recuerda todas las fotos que aparecieron de Simon y de ti en los periódicos cuando anunciasteis vuestro compromiso. Entonces se hicieron muchos comentarios sobre tu cabello.

      Michael casi había esperado que Rosalind se negara a aceptar su ultimátum y le proporcionara la excusa para cancelarlo todo. Pero cuando la vio aquella mañana, el pelo apenas le llegaba hasta la línea de la mandíbula, teñido de un castaño apagado y ratonil. De lejos, apenas la reconoció.

      Mirándola de reojo a su lado, con el cabello mal cortado y un jersey azul abultado encima de los vaqueros, parecía una desconocida. Había querido que fuera una desconocida con el fin de mantener a raya los amargos recuerdos, pero no resultaba tan fácil. Nada podía cambiar las líneas puras de su perfil o el torrente de pestañas sobre sus resplandecientes ojos verdes.

      Era la misma Rosalind. Entre ellos flotaba la tenue, cautivadora y amargamente familiar fragancia. La misma boca, el mismo hueco tentador en el cuello. Apretó con fuerza el volante. «El mismo egoísmo», se recordó con un deje de desesperación. «La misma vanidad y arrogancia».

      A su lado, Rosalind se volvió por enésima vez para ver a Jamie. Dormía en el asiento infantil que Michael había alquilado con el coche, con la cabecita rubia ladeada. Estaba a salvo; eso era lo único que importaba. Por su seguridad, valía la pena perder el pelo y llevar la espantosa ropa que llenaba su maleta, incluso soportar la hostilidad de Michael.

      Aún no estaba segura de qué era lo que lo había hecho cambiar de idea. Hubo un momento después de la horrible llamada en que habría jurado que vio preocupación en sus ojos; pero, si ése era el caso, él no lo reconocía. Desde entonces había sido brusco con ella, y, cuando intentó darle las gracias, descartó su gratitud con un gesto de la mano.

      —Lo hago por Jamie, no por ti –le había dicho.

      —Y yo también –fue su respuesta.

      Suspiró y volvió a mirar hacia la carretera; se llevó una mano al cuello. Era extraño no sentir la densa cascada de pelo caerle por la espalda. Liberado de su propio peso, se ondulaba con suavidad en torno a su cara.

      —Deja de jugar con el pelo –pidió irritado Michael.

      —No puedo evitarlo –protestó ella—. No siento que sea yo.

      —Querías un disfraz –señaló él.

      —Lo sé –miró por la ventanilla—. No comprendí que parecer diferente me haría sentir diferente.

      —Espero que haga que te comportes de forma diferente –dijo él sin apartar la vista del frente.

      —¡No pensé que las mujeres de los arqueólogos se comportaban de distinta manera que nosotras! –lo miró con resentimiento.

      —¿El resto de nosotras? –enarcó una ceja con expresión cáustica—. ¿Cuántas mujeres crees que se comportan como tú?

      —Supongo que muchas –repuso, empezando a irritarse—. Puede que tenga más dinero que la mayoría, pero eso no significa que no piense y sienta como cualquier otra persona.

      —Bajo ningún concepto te comportas como el tipo de mujer con el que es probable que me casara –la miró de reojo con desagrado.

      —Te habrías casado conmigo en una ocasión si te hubiera aceptado –le recordó, picada, al tiempo que giraba para mirarlo con ojos peligrosamente entrecerrados—. ¿O lo has olvidado?

      —No, no lo he olvidado


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