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Más dulce que la miel. Jennifer DrewЧитать онлайн книгу.

Más dulce que la miel - Jennifer Drew


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      —¿Las has hecho tú?

      —No, yo soy repostera. Todos los postres son míos.

      —Mi comida favorita —dijo él mirándola fijamente—. No parece que estés todo el día haciendo postres.

      «¿Por qué la gente piensa que una repostera tiene que estar gorda?», pensó Sara. Era una artista, y solo probaba sus obras cuando hacía algo nuevo.

      Quería darle una lección acerca del arte en la cocina, pero recordó que necesitaba a alguien fuerte para que la ayudara a retirar la escultura de Dominick. Si se derrumbaba, la tarta de queso y los bombones de chocolate rellenos de mousse se estropearían.

      —Nuestro cactus de hielo se está derritiendo —le dijo—. Me da miedo que se rompa una de las ramas y lo estropee todo.

      —Sería horrible —sonrió él, pero era evidente que no le preocupaba demasiado ya que no dejaba de mirar por la habitación.

      —¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó Sara tratando de llamar su atención.

      —¿Esas puertas dan a la cocina? —preguntó él.

      —Sí, es la cocina destinada al uso de los concursantes.

      —¿Crees que alguien se molestaría si le echo un vistazo?

      Sara se quedó callada. Quizá era un espía del ámbito culinario. O algo peor.

      —Es solo para los cocineros, pero quizá yo pueda enseñártela —le sugirió—. Voy a entrar para guardar esta maldita escultura de hielo.

      —¿Vas a llevarla tú sola?

      —No. Traeré un carrito.

      —¿Pretendes mover una tonelada de hielo tú sola?

      —Dudo que pese tanto —mintió.

      —Puedes hacerte daño tratando de mover eso —le dijo con una amplia sonrisa—. Te ayudaré a llevarla a la cocina.

      —De acuerdo.

      En realidad no estaba prohibido entrar en la cocina y, probablemente, allí no había nada que pudiera interesarle aunque fuera un espía de otro restaurante. Los concursantes llevaban neveras portátiles para meter los platos para tener las especialidades siempre a la vista.

      —¡Estupendo! Haré mi buena acción del día. Voy por un carrito —dijo y se apresuró para buscar uno.

      Solo estarían en la cocina durante unos instantes, así que Sara no sintió cargo de conciencia. Era la oportunidad de demostrar lo que podía hacer en la cocina, y no quería que la gente se riera de la escultura en lugar de apreciar sus deliciosos postres. Y si Liz Faraday se fijara en ellos…

      —Aquí tienes, Sara Madison —dijo él, y acercó el carrito a la mesa. Sara se sorprendió al oír que él la llamaba por su nombre pero recordó que llevaba una tarjeta colgada de la chaqueta—. Soy muy observador y si vamos a trabajar juntos será mejor que sepa cómo te llamas.

      —No vamos a trabajar juntos, señor… —dijo ella.

      —Wilcox, pero llámame Jeff.

      No tenía intención de llamarlo de ningún modo. Su única preocupación era la exquisita comida que estaba sobre la mesa. Si alguna de las especialidades del restaurante Dominick’s se estropeaba su jefe la mataría.

      Con cuidado, retiró las bandejas de dulce con nueces y las de praliné para poder acercar el carro.

      Su ayudante era más fuerte de lo que aparentaba y agarró la escultura sin que ella apenas lo ayudara.

      —Muchas gracias. Acabas de salvar mis postres.

      —Por una sonrisa como la tuya caminaría sobre una fuente de patatas calientes —era demasiado halagador pero tenía tanto carisma que a Sara no le hubiera importado verlo sin camisa—. Ya lo llevo yo —dijo él, y empujó el carrito hacia la cocina.

      Sara le abrió la puerta para que pudiera entrar.

      —Más que nada es un sitio para servir los platos. Aquí no se prepara casi nada.

      Él levantó la escultura, con el plato y todo, y la metió en el fregadero. Al hacerlo se mojó la camisa y, a través de la tela, Sara se fijó en el vello de su torso. No quería estar a solas con él, aunque según su hermana, Ellie, lo que necesitaba era estar a solas con un chico sexy.

      De acuerdo, quizá su vida social fuera un desastre, pero había ido allí a trabajar y no a conocer al hombre de su vida.

      —Puedo enseñarte cómo se va a la cocina principal, si no te importa ir rápido porque tengo que regresar a mi mesa.

      —No, esta está bien.

      —Creo que no deberías quedarte aquí —le advirtió, y retiró el carrito del medio—. Algunos cocineros están paranoicos con sus especialidades. Pueden pensar que eres un espía.

      —No he venido a robar recetas —dijo entre risas.

      —En este cuarto no hay nada interesante, solo refrigeradores, fogones y mostradores. Ven a mi mesa y te prepararé un plato.

      —Ahora no, gracias. Aunque estoy seguro que todo lo que prepares estará delicioso.

      —No deberías estar aquí. Tengo que marcharme —dijo con insistencia para que él también se marchara.

      —Espera, por favor.

      —Tengo que arreglar las flores de la mesa. Mi jefe se desmayará si ve que nuestra mesa es la única que no está preparada cuando inauguren el concurso.

      —Quédate un minuto. Te lo agradecería mucho —le dijo con tono seductor.

      —No, de veras, no puedo dejar un hueco en medio de la mesa.

      Intentó salir de allí, pero él se colocó en medio bloqueando las dos puertas. No dejaba de mirar hacia el salón.

      —Si alguien intenta entrar te romperá la nariz —le advirtió ella—. Vamos, por favor…

      Intentó apartarlo del camino, pero no pudo. Él la rodeó por la cintura y la atrajo hacia sí.

      —¡Suéltame!

      —Por favor, necesito que la puerta esté cerrada solo un momento más.

      Se inclinó para mirar por la ventana de la puerta. Ella intentó escapar pero no lo consiguió.

      —Si no me sueltas, gritaré. ¡Muy fuerte!

      Era una amenaza, pero Jeff la tomó en serio y le tapó la boca con sus labios para que no gritara.

      La estaba besando… y Sara se estremeció.

      —¡Ya está aquí! —dijo él, y la soltó de pronto.

      Ella abrió la boca para gritar, pero solo emitió un suave sonido.

      Jeff salió corriendo hacia un hombre de pelo gris que llevaba una camisa hawaiana. Aquel hombre se estaba comiendo uno de los pasteles de chocolate que había hecho Sara cuando Jeff sacó algo de su bolsillo. Era una pequeña grabadora. Sara se acercó a la mesa para ver lo que pasaba.

      —¡Rossano! —exclamó Jeff—. ¿De qué vas a vivir ahora que tu madre te ha despedido del negocio de guardaespaldas por aceptar sobornos de las chicas?

      —¡Lárgate, Wilcox! Ese maldito periódico y tú ya me habéis causado bastantes problemas.

      —Los problemas te los has causado tú mismo al engañar a Queen Molly.

      —Mi madre se llama Margaret. Señora Rossano, para ti, ¡gusano!

      —La estás defendiendo. Pero he oído que está muy enfadada contigo. ¿Me pregunto si se pondría de tu parte en el juicio?

      Rossano se sirvió dos pedazos de tarta de queso y los engulló. De pronto, Sara lo reconoció como


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