Lecciones de compromiso. Люси МонроЧитать онлайн книгу.
gracia que alguien pudiera ser tan directo, pero le molestaba que diera por sentado que tenía expectativas.
No podía negar que, después de que el último hombre decente con el que había salido se casara con otra, había llegado a la conclusión de que quería un marido, una casa con jardín y dos o tres niños. Los tipos que había conocido en el Gulch no sólo no eran candidatos para aquel escenario romántico, sino que por lo general sólo les interesaba una cosa y, con el cuerpo que tenía Carlene, esperaban conseguirla sin mucho esfuerzo.
Pero Win Garrison no conocía sus sueños secretos, y ella no había insinuado en ningún momento que lo estuviera considerando para el papel de padre y esposo.
–He venido a ofrecerme para el puesto de ama de llaves, no de esposa –replicó–. Además, no me interesa casarme con un hombre que cree que las respuestas monosilábicas y la grosería son un comportamiento aceptable socialmente. No te preocupes. Si me contratas, tu soltería estará a salvo.
Win no se inmutó por los insultos. De hecho, pareció satisfecho con la respuesta.
–Bien –dijo–. En tal caso, podemos seguir con la entrevista.
–Me temo que no es una buena idea.
Carlene se puso en pie. Estaba usando la falta de modales de Garrison como excusa para alejarse de un hombre que le resultaba peligrosamente atractivo.
–Te agradezco mucho tu tiempo –añadió–, pero creo que es mejor que me vaya.
Tenía que haber otro trabajo que la ayudara a salir del Dry Gulch y tal vez volviera más atractiva su solicitud para enseñar en el colegio de Sunshine Springs. El hecho de que aquélla fuera la primera oferta decente que había visto en las dos semanas que llevaba buscando empleo no significaba que no hubiera otras posibilidades.
–Siéntate, Carlene.
–No, en serio. Tengo que irme.
Ella se giró para marcharse, pero la detuvo la voz de Win.
–He dicho que te sientes –le ordenó, con un tono pausado que sonaba más intenso que un grito.
Carlene se volvió y, al verlo sonreír, se le hizo un nudo en el estómago. Era una mala señal.
–Si no puedes acatar una orden sencilla –dijo él–, vamos a tener una relación laboral bastante complicada, ¿no crees?
Carlene se quedó de pie con el ceño fruncido.
–No creo que tengamos ninguna relación laboral.
–¿Por qué? ¿Es porque a veces hablo con monosílabos?
–No. Porque eres un grosero y no se me da bien trabajar con groseros.
Era verdad. En el Dry Gulch la habían regañado más de una vez por increpar a algún cliente maleducado.
–Si te pido disculpas, ¿seguirás con la entrevista? –preguntó él.
Carlene no creía que Win fuera alguien que se disculpara muy a menudo.
–Depende.
–¿De qué?
–Primero, de por qué has sido descortés.
–¿Puedo preguntar qué te ha parecido una falta de cortesía? ¿Mis respuestas monosilábicas o mi advertencia?
Ella se sonrojó, porque también había sido grosera. Lo había insultado, aunque Win no le había dado gran importancia. Suspiró.
–La advertencia. A la mayoría de las mujeres les sentaría mal que nada más conocerlas dieras por sentado que te ven como un posible marido.
Mientras hablaba, Carlene se sentía tonta. Se lo estaba tomando como algo demasiado personal.
La risa sarcástica de Win no la hizo sentirse mejor.
–Cariño, soy un hombre rico con un nivel de vida al que aspira mucha gente –replicó él–. Para muchas mujeres el matrimonio sería una buena forma de conseguirlo. Hace tiempo que aprendí a dejar claro desde el principio que no tengo ningún interés en casarme, sea cual sea la relación que tenga con ellas.
Desde luego, aquélla no era una respuesta monosilábica.
–¿Dices que se lo adviertes tanto a tus parejas como a tus empleadas?
–Sí. En este momento no tengo trabajadoras en el Bar G, pero se lo advertí a la veterinaria la primera vez que vino a ver a los caballos.
–Es una obsesión que tienes –dijo ella, intimidada por la vehemencia de Win.
–Podría decirse que sí. Veo que tienes un vocabulario demasiado elaborado para dedicarte al servicio doméstico.
Tenía razón. Carlene era profesora de lengua y tenía una licenciatura en literatura francesa.
–¿Eso es una desventaja? –quiso saber.
–No lo sé. ¿Por qué no te sientas y lo hablamos?
Win sonrió al ver que accedía a la petición, y ella decidió que prefería que frunciera el ceño. Tenía una sonrisa absolutamente sensual, y lo último que necesitaba era pensar en su jefe en términos de sensualidad. Mucho menos tratándose de aquel jefe. A él no le interesaba el matrimonio, y a ella no le interesaba tener una aventura, por lo que el sexo quedaba fuera de la ecuación.
–¿Qué experiencia tienes? –preguntó él.
–No demasiada. Nunca he trabajado de cocinera, pero sé cocinar y me he ocupado de mi casa desde que me fui a la universidad.
Desde luego, su habitación de la residencia de estudiantes y los pisos en los que había vivido no eran nada comparados con aquella mansión de tres plantas. Aun así, se las arreglaría.
–Si cocinas tan bien como hablas, los peones te adorarán.
Volvió a recorrerla con sus ojos azules. Pero esta vez, en lugar de escalofríos, le hizo sentir calor en zonas a las que la mirada de un jefe no debería afectar.
–En realidad –añadió–, cuando te vean se sentirán en el paraíso, aunque tu comida sepa a tarta de boñiga.
Era algo a lo que estaba acostumbrada. Podría afrontarlo. O al menos era lo que quería creer. Llevaba años oyendo lo que decían los hombres sobre su cuerpo, y hacía tiempo que había aprendido que era mejor hacer caso omiso de los comentarios.
–¿Has comido alguna? –preguntó.
–¿Alguna qué?
–Tarta de boñiga.
–No –dijo él esbozando una sonrisa.
–Entonces, supongo que no sabrás si mi comida sabe peor que eso, ¿verdad?
La sonrisa se convirtió en carcajada.
–Supongo que no. Empiezas mañana, Tex.
–Me llamo Carlene.
–Pero tienes acento texano.
–Pues tendré que hacer algo al respecto, porque no pienso vivir allí nunca más.
Había sufrido demasiado para querer volver.
Win se relajó en el sofá del salón y agitó la copa de whisky antes de echar un trago. Habían pasado varias horas desde que Carlene se había marchado. Pensar en su nueva ama de llaves lo hizo sonreír.
Carlene tenía un cuerpo capaz de hacer que la mayoría de los hombres se sintieran incómodos con los pantalones y hablaba como una maestra de colegio remilgada y diminuta. El recuerdo de las curvas que la camisa no había podido ocultar le hizo repensar la idea. No era precisamente diminuta; al menos, no en algunas partes. Tampoco era demasiado grande. Era una venus de bolsillo perfecta, con curvas muy femeninas que confluían en una cintura estrecha por naturaleza. Era el sueño de cualquier adolescente, el sueño de cualquier hombre.
Y,