Secretos del ayer. Elizabeth AugustЧитать онлайн книгу.
preparado un guiso con patatas. He pensado que podías hacer unas tortitas de maíz.
–Como no –dijo Sarita.
Wolf asintió aprobadoramente.
–Guiso y tortitas de maiz. Va a ser una cena estupenda.
Superando la sorpresa que le había producido ver a Wolf, Sarita empezó a preguntarse cuánto habría oído éste de la conversación que estaba teniendo con su abuelo. Las voces viajaban con facilidad por el aire. Irguió los hombros, orgullosa. ¿Qué más daba que Wolf supiera que iba camino de convertirse en una solterona? Aunque no lo hubiera oído, lo habría sabido antes o después. Sabía que tenía veintiocho años. Y era evidente que no estaba casada. Si seguía allí una temporada, averiguaría que tampoco tenía perspectivas de futuro en ese aspecto.
–Voy a ver que tal va el guiso.
Tras removerlo, no pudo evitar asomarse disimuladamente a la ventana del cuarto de estar. Wolf estaba sentado en una silla junto a su abuelo, hablando del tiempo. Sarita sonrió burlonamente al admitir para sí que había temido que estuvieran hablando de ella. «Eres el último tema de conversación que interesaría a Wolf O’Malley», dijo su voz interior.
Moviendo la cabeza, fue a preparar la habitación de huéspedes. Había terminado y iba a salir cuando se fijó en una bolsa de viaje de cuero que se hallaba junto a la pared. La miró con el ceño fruncido, pensando que lo mejor para todos sería que Wolf se buscara otro alojamiento.
–No hay nada que muerda dentro de la bolsa.
Volviéndose rápidamente, Sarita vio a Wolf en el umbral de la puerta, mirándola con gesto impenetrable.
–Estaba preparando tu habitación –dijo.
Él permaneció en el umbral, bloqueando la salida.
–Si te preocupa que pueda haceros daño a ti o a tu abuelo, te prometo que no será así.
Sarita frunció el ceño, confundida.
–Ni siquiera se me había pasado ese pensamiento por la cabeza.
Wolf la miró con gesto incrédulo.
–Sé las historias que Katherine ha contado sobre mí. Todo el mundo cree que yo la tiré por las escaleras.
–No todo el mundo. Yo nunca la creí, ni tampoco mi padre, ni mi abuelo.
La expresión de Wolf no cambió.
Sintiendo que debía probar sus palabras, Sarita añadió:
–Sabíamos que si lo hubieras hecho, lo habrías admitido.
–Es una pena que mi padre no tuviera la misma fe en mí –replicó Wolf con amargura.
–Por lo que he oído, Katherine puede ser muy persuasiva.
–Pues esta vez se va a encontrar con la horma de su zapato –dijo Wolf con determinación.
Sarita se sintió repentinamente preocupada por él. Había visto a Katherine en acción y sabía que podía ser una enemiga temible.
–Ten cuidado –advirtió.
–Pienso tenerlo.
Sarita estuvo a punto de ofrecerle su ayuda, si la necesitaba, pero recordó la última vez que trató de hacerlo. Decidió que no tenía sentido pasar por una nueva situación de bochorno.
–Debo volver a la cocina –se acercó hacia la puerta.
Wolf se apartó para dejarle pasar. La observó mientras se alejaba. Esa mañana, Bradford le había ofrecido una habitación en su casa y él la había aceptado. Pero al pasar junto a la tierra que le había hecho regresar, había visto el cartel de Habitación en Alquiler en la propiedad de Lopez. Aún sentía curiosidad por su encuentro con Sarita en el cementerio, de manera que llamó a Bradford para decirle que había cambiado de planes.
Empezó a deshacer su bolsa de equipaje, pensativo. Era evidente que a Sarita Lopez no le hacía gracia que estuviera allí. En ese caso, ¿por qué iba a visitar su tumba? Su explicación de que pensaba que alguien debía recordarlo no le parecía consistente.
–Joe siempre decía que tratar de leer la mente de una mujer es más difícil que descubrir por qué creo Dios a los mosquitos –murmuró para sí–. Y tenía razón –su expresión se volvió irónica–. Excepto en lo referente a mi madrastra –a ella la entendía bien. Era una mujer mal criada y egoísta, capaz de hacer lo que fuera para conseguir lo que se proponía.
Sonrió mientras metía su ropa en los cajones de la cómoda. Había ido allí dispuesto a pelear por la tierra que era suya, pero ya no había necesidad de pelear. No sólo tenía la tierra; también era suya parte de la fortuna de su padre y un porcentaje de los beneficios del negocio familiar. Y estaba decidido a hacer que su presencia se notara.
El ruido de la puerta de un coche al cerrarse llamó su atención.
–¿Dónde está? –preguntó una conocida voz femenina.
Wolf bajó al vestíbulo, deteniéndose a unos metros de la puerta mientras Katherine entraba.
–Así que estás vivo –dijo, mirando a Wolf de arriba abajo–. Estaba en Houston cuando Greg me llamó para contarme la noticia. Tenía que venir a comprobarlo personalmente.
–¿Greg Pike? –preguntó Wolf en tono totalmente relajado, como si la presencia de Katherine no lo afectara en lo más mínimo–. Bradford me ha dicho que lo habías contratado como abogado. Me dijo que incluso trataste de eliminarlo a él como albacea del testamento de mi padre para sustituirlo por Pike.
Los ojos de Katherine destellaron de rabia.
–Bradford Dillion era el abogado de tu padre. Nunca le han interesado mis asuntos.
–Bradford Dillion es un hombre honorable.
Katherine se encogió de hombros como si aquello no significara nada para ella.
–No he venido aquí para hablar sobre Bradford Dillion. ¿Cuánto va a costarme que desaparezcas de mi vida?
–Pienso quedarme. Aquí están mis raíces.
La rabía hizo que las mejillas de Katherine enrojecieran. Tras soltar un bufido de disgusto, se dio la vuelta y salió de la casa, ignorando a Sarita y a Luis.
–Así que vas a hacerte una casa en la tierra de Willow –dijo Luis cuando el coche de Katherine se alejó.
Wolf se encogió de hombros.
–Aún no he decidido lo que voy a hacer, pero no hay motivo para que Katherine lo sepa.
Sarita volvió al cuarto de estar, del que había salido al oír las voces. Se había puesto muy tensa durante la confrontación de Katherine y Wolf, dispuesta a intervenir si ella trataba de hacerle daño. Conmocionada por la fuerza del inesperado sentimiento de protección que despertaba en ella Wolf, continuó hasta la cocina y se sentó en una silla. «Contrólate», se dijo. Wolf O’Malley era la última persona del mundo que necesitaba o quería protección.
–Me disculpo por lo que acaba de suceder.
Sarita se volvió y vio que Wolf se encaminaba al fregadero. No queriendo que pensara que él era el motivo de que se encontrara tan alterada, dijo:
–Tu madrastra siempre me ha asustado un poco.
–A mí también –admitió Wolf, sonriendo.
La inesperada expresión juvenil de su rostro afectó a Sarita de un modo extraño.
–¿Vasos? –preguntó él, señalando los armarios.
–En el de la izquierda –recordando sus modales, Sarita añadió rápidamente–. ¿Prefieres un te frío, o soda?
–Sólo agua –Wolf llenó un vaso, bebió medio y lo dejó en la encimera. Luego miró a Sarita pensativamente–. Según